Macron y Merkel tienen trabajo

Tras cinco meses de espera, la formación de un nuevo gobierno alemán, con Merkel a la cabeza y reeditando en nuevas condiciones la gran coalición de democristianos y socialdemócratas, debería suponer el cierre del periodo de interinidad en que ha vivido la UE el último año y el comienzo de una nueva etapa. ¿Cabe esperar entonces ese “gran impulso» europeo que vaticinan los analistas desde la llegada de Macron o continuará la dinámica de tratar de frenar los boquetes para evitar la desintegración?

Al final, y tras cinco meses de dudas e incógnitas, Ángela Merkel logró su reelección como canciller alemana, reeditando la fórmula de la Grosse Koalition en que ya se apoyó durante la legislatura anterior, y que condujo a que los dos grandes partidos de la alianza, democristianos y socialdemócratas, obtuvieran respectivamente el peor resultado de su historia en unas elecciones en Alemania desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El acuerdo, impuesto a la fuerza por la clase dominante alemana, ha evitado la peor de las hipótesis; unas nuevas elecciones que solo podían beneficiar a Alternativa por Alemania (la nueva fuerza de ultraderecha que se ha convertido en el tercer partido en votos y escaños del nuevo Parlamento alemán), pero ha dejado un rastro de cadáveres que tal vez acabe poniendo en solfa definitivamente el modelo político alemán.

Al final el SPD ha tenido que sacrificar en el altar de la credibilidad a su candidato Schultz, el hombre que prometió que su partido no volvería a pactar con Merkel y acabó haciéndolo por «imperativos» de clase, y que ha dejado a la socialdemocracia dividida y al borde del colapso. Tampoco los democristianos han salido de rositas, sino divididos y enfrentados por las concesiones que Merkel ha tenido que hacer al SPD para que firmara el acuerdo. Sobre todo, por la cesión del todopoderoso Ministerio de Hacienda a un socialdemócrata. Merkel ha tenido que meter en el gobierno a sus opositores en el partido, y nombrar al frente de las Finanzas a un hombre asimilable por su partido, Olaf Scholz, hasta ahora alcalde de Hamburgo, que lidera provisionalmente el SPD y que será además vice canciller. Scholtz ya ha declarado que no va a cuestionar la herencia de su antecesor Wolfgang Schäuble, que gobernó con puño de hierro las finanzas alemanas en los últimos ocho años.

Pero si por ese frente (por la izquierda) es posible que Merkel no tenga excesivos problemas, no ocurre lo mismo con el otro flanco (su derecha). El nuevo ministro del Interior (ministerio ahora rebautizado, nada menos, que como «de Interior, Construcción y Patria»), el democristiano bávaro Horst Seehofer, no esperó ni 48 horas desde su desembarco en el nuevo Gobierno alemán para lanzar una bomba con una alta capacidad de destrucción. El nuevo ministro aseguró en su primera entrevista que “el Islam no pertenece a Alemania”, haciendo alarde de la línea más dura en materia de inmigración, opuesta a la defendida por la canciller alemana. Ángela Merkel se apresuró a contradecirle. Pero el choque entre Seehofer, crítico con la política de refugiados, y la canciller augura una convivencia más que complicada en una legislatura que estará sin duda marcada por la presencia del AfD en la política alemana.

Con este nuevo gobierno alemán en Berlín (un gobierno más débil y con más contradicciones que los anteriores), a priori todo parece despejado para que, al fin, se pueda comenzar a materializar el proyecto de refundación del eje franco-alemán y de la propia UE que el presidente francés Macron lleva postulando desde su elección. De hecho, nada más producirse la reelección de Merkel en el Parlamento alemán, esta viajaba al Eliseo para reunirse con el presidente francés y hacer votos conjuntos por esa nueva entente. Pero mientras el presidente francés anunciaba, a bombo y platillo, que en los próximos meses Francia y Alemania pactarían «una hoja de ruta clara, ambiciosa» para refundar la Unión Europea, la canciller alemana enfriaba esos propósitos, limitándose a decir que «ahora queremos encontrar juntos los caminos que nos llevarán hacia el futuro”, un propósito tan vago que deja en el aire todo. De hecho aún no está claro si la fuerte presencia del SPD en el nuevo gobierno alemán, que auguraba un fuerte espíritu europeísta, podrá contrarrestar el peso del otro ala, más euroescéptica, y que cuenta además con el respaldo de los países del Norte de Europa, que ya han expresado su oposición a los planes de Macron de avanzar rápidamente en la creación de unas Finanzas conjuntas en Europa o de incrementar la unión en materias como la inmigración y la defensa, la educación y la cultura, y también la política comercial.

El plan de refundación de la UE de Macron contempla la creación de un presupuesto, que serviría para afrontar choques financieros, y de un ministro de Finanzas común, pero estas ideas despiertan muchos recelos en Alemania y otros países. En un documento interno citado estos días por la agencia France Presse, el presidente de la UE, el polaco Donald Tusk, constataba que “hasta ahora existe un grado de consenso limitado” sobre la reforma de la Eurozona.

La UE, por otra parte, tiene que afrontar ahora mismo dos retos previos sustanciales. Uno, que ya se arrastra más de un año, como el Brexit, que aún no tiene una solución ni clara ni definitiva, y otro muy reciente: las elecciones italianas, un nuevo quebradero de cabeza que ya sobrevoló la cumbre entre Macron y Merkel. El triunfo de las fuerzas que menos simpatía tienen por la UE y el fracaso de los partidos tradicionales (el PD de Renzi y FI de Berlusconi) han abierto una etapa de enorme incertidumbre en la política italiana y europea. El resultado electoral italiano es, de hecho, un rompecabezas que permite, a priori, especular con cualquier solución, ya que no existe ninguna mayoría «lógica» que permita levantar un gobierno coherente. El partido más votado, el Movimiento 5 Estrellas, rechaza los pactos en primera instancia, pero a la vez reclama la cabeza de un nuevo ejecutivo, como fuerza más votada. Rechaza un pacto con el PD, pero aún parece más ilógico un acuerdo con los otros partidos: imposible con Berlusconi, e «incomprensible» con la Liga Norte. La Liga, el triunfador de la derecha, tampoco tiene apoyos suficientes, pero reclama la cabeza del gobierno, e incluso acepta negociar con el M5E. Pero si el reparto del poder ya es una incógnita, aún lo es más qué programa conjunto podría tener un gobierno ahora en Italia. Y cuál sería la postura de ese gobierno ante el euro, ante la UE y ante unos hipotéticos planes de refundación de la UE que impliquen nuevos pasos hacia la unidad y la cesión de soberanía.

Si Macron podía saludar el otro día la formación del gobierno alemán como un paso muy positivo en la realización de sus planes, no podía ocultar que las elecciones italianas han sido un verdadero mazazo a esos planes. Planes que, sin haber llegado todavía a formular con toda explicitud, ya acumulan tantos obstáculos y tanta oposición, que no sería extraño que acabaran, una vez más, muertos antes de nacer.

Macron quiere pactar con Merkel un paquete de medidas de «refundación» de la UE que se presentarían al Consejo Europeo de junio. Pero conforme esos planes se van concretando van encontrando más y más oposición. Los países del Norte se niegan a ceder soberanía fiscal y no aceptan compartir Finanzas con los países del Sur, a los que consideran derrochadores por naturaleza. Por tanto, no aceptan avanzar en la dirección de un presupuesto común, la unificación impositiva o una legislación común bancaria. Tampoco en crear un bono europeo, o un seguro de paro comunitario, o unificar el sistema de pensiones. En definitiva, cada país quiere seguir manteniendo su singularidad y su soberanía, con lo que los Estados Unidos de Europa seguirían siendo un sueño imposible.

Pero no son ellos los únicos rebeldes. En el Este europeo, el euroescepticismo no es un riesgo potencial, sino una norma habitual. Polonia, Chequia, Hungría y Eslovaquia tienen ahora mismo gobiernos contrarios a una mayor «integración» europea. Cierto que la cuestión clave en estos países es ahora mismo la inmigración, y que en este sentido Macron propone unificar la política europea en un sentido mucho más restrictivo que el propugnado en su día por Merkel. Pero también hay una sorda oposición a la unificación económica y fiscal. Seguir avanzando en la integración no es ahora mismo una prioridad en estos países.

Si, en definitiva, Macron no cuenta ni con el respaldo de los países del Norte, ni tampoco con el respaldo de los del Este, y si Italia se sume en una incertidumbre de meses, ¿qué posibilidades tiene de llevar a Merkel a un acuerdo de refundación de la UE y mayor integración europea, acuerdo que se va a topar con muchos recelos en el propio gobierno alemán?

Todo ello en un marco internacional cada vez más complicado y retador. Gran Bretaña sigue sin tomar una postura definitiva sobre el Brexit, y marea la perdiz basculando cada día entre la ruptura total o una fórmula de «adiós pero sin marcharse», es decir, manteniendo los fuertes vínculos del pasado pero «fuera de la UE» (como están Suiza o Noruega). A esta incógnita sin despejar, que puede tener consecuencias importantes en los presupuestos europeos (Gran Bretaña era una contribuyente neto, que aportaba más de 10.000 millones de euros a la UE) se suma ahora el reto lanzado desde Washington por Donald Trump de iniciar una guerra comercial, que podría acabar dañando a no pocos sectores de la industria y el comercio europeos, y despertando políticas de «sálvese quien pueda». La UE ya ha anunciado que responderá «medida por medida» a las decisiones americanas, y ha elaborado listas de productos típicamente americanos que podrían ser gravados (como el bourbon). En todo caso, la nueva situación abre un nuevo frente de lucha, esta vez contra un teórico aliado y socio, cuyas consecuencias son imprevisibles.

Como imprevisibles son las consecuencias que esta guerra pueda tener en otras áreas, como la defensa, por ejemplo. La política europea de defensa, que nunca termina de arrancar, se enfrenta una vez más a la oposición abierta de EEUU, que ya ha señalado que todo debe ir por la vía de la OTAN. Y que lo que Europa debe hacer es aumentar su contribución al presupuesto militar de la OTAN, y no distraerse en falacias como la defensa europea. Lo cierto es que la llegada de Trump hizo despertar de inmediato a los partidarios de una política europea de defensa, pero cada vez se les escucha menos. EEUU está en pleno diseño de una nueva estrategia militar global, y para ello cuenta con la OTAN. Una OTAN, eso sí, financiada cada vez más con dinero europeo. Pero no contempla en absoluto la idea de una defensa europea autónoma. Habrá que esperar a la cumbre de junio para saber si la nueva entente franco-alemana es capaz de desafiar a los EEUU de Trump o, una vez más, meten el rabo entre las piernas y siguen al dictado de lo que ordena el Pentágono, gobernado hoy en día por los halcones más peligrosos de las últimas décadas.

Tampoco el frente oriental augura buenas noticias para el nuevo tándem franco-alemán (si es que realmente llega a constituirse). La agresividad de Putin aumenta día a día y su descaro y desafío crecen. El Kremlin ha pasado directamente a exhibir la amenaza militar, se ha implicado de nuevo en otra fase de la guerra en Siria, y aparece mezclado ahora en una ristra de asesinatos de exespías rusos en Gran Bretaña. Su reelección parece segura y ello no es evidentemente una buena noticia para Europa, que no es capaz ni siquiera de encontrar una respuesta eficaz a la creciente intervención subversiva del Kremlin en los sucesivos comicios europeos con sus potentes armas de guerra electrónica o de paralizar su política de impulsar los movimientos de fragmentación de Europa.

Si realmente Macron y Merkel quieren capitanear un renacimiento europeo y buscar para Europa un lugar en el mundo en este siglo XXI, sin duda deben ponerse a trabajar

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