Quien diga que con Lula entre rejas, la batalla de Brasil ha concluído, esta ridículamente ciego o preso de un fatalismo tóxico. O quiere confundirnos y desmovilizarnos.
Acto final de una larga farsa judicial. Finalmente, los peores pronósticos se han cumplido, y el ex-presidente brasileño Lula da Silva -el líder histórico de la izquierda carioca y artífice del milagro económico y social del gigante de América Latina, el responsable de haber sacado a más de 30 millones de trabajadores de la pobreza y de haber conquistado enormes cotas de soberanía para Brasil- irá a la cárcel por haber sido condenado en un juicio sin ni una sola prueba concluyente. Se consuma así un golpe de Estado blando -sin tanques, pero con el ruido de sables del Ejército carioca; sin balas, pero con un intenso fuego político, mediático y judicial atronando sin cesar- que comenzó con el impeachment para desalojar ilegítimamente a Dilma Rousseff y al PT del gobierno. Una intervención golpista detrás de la cual está no solo los sectores más reaccionarios y vendepatrias de la oligarquía y la derecha brasileñas, sino la larga mano de Washington.
Apenas 24 horas después de que el Supremo Tribunal Federal (STF) decidiese denegar el recurso de habeas corpus presentado por la defensa de Lula, el juez Sérgio Moro -principal ariete de esta farsa- sin esperar a agotar los plazos legales, ha dictado el inmediato ingreso en prisión del expresidente de Brasil.
Lula irá a la cárcel. Queda culminado así un proceso fraudulento y golpista -que comenzó en 2015 con el desalojo ilegítimo del gobierno de Dilma Rousseff, en un «juicio político» (impeachment)- urdido por el hegemonismo norteamericano y los sectores más reaccionarios y proimperialistas de la oligarquía carioca.
Un impeachment que acusó a Rousseff por corrupción y la destituyó como presidenta, pero que no convocó inmediatamente elecciones para que el pueblo carioca decidiera quien debía estar al frente del Palacio de Planalto, sino que instaló al frente de Brasil a una odiosa y lacayuna figura, a un Michel Temer que ha aprovechado estos dos años para destruir todos los logros sociales de la década petista, para perpetrar los más salvajes ataques contra las condiciones sociales y laborales de los trabajadores brasileños (desde reformas laborales y de pensiones a brutales recortes) y que ha entregado desvergonzadamente las fuentes de riqueza del país a las familias más ricas y sobre todo al capital extranjero, especialmente al norteamericano.
Lula era el cabo suelto. Lula era la gran pieza de caza a abatir. El enorme prestigio de un presidente que impulsó gigantescas políticas redistributivas de la riqueza, que sacó de la pobreza a 30 millones de brasileños, que generó prosperidad para las clases populares y medias, que convirtió a Brasil, el «enfermo crónico de América Latina», en una de las economías emergentes del mundo (los BRICS), y que acabó su mandato con un 80% de aceptación popular, debía ser arrastrado por el barro. El inaudito tiró electoral de Lula -que todavía hoy es, con mucho, el favorito para las elecciones de octubre- debía ser neutralizado. Costase lo que costase.
Y ahí entró en juego el juez Sérgio Moro, punta de lanza de las más negras y nausebundas cloacas del Estado. Su juicio contra Lula -un enorme cúmulo de irregularidades y prevaricaciones flagrantes- es un puro ejemplo de lo que en el campo el Derecho se conoce como ‘lawfare’: la mala utilización y el abuso de las leyes del procedimiento jurídico con fines políticos. Su sentencia ha dictaminado que Lula es el dueño oculto de un apartamento en Guarujá que le habría dado la constructora OAS a cambio de que el ex presidente intercediera para conseguir tres contratos entre la constructora y la estatal Petrobras. Pero no hay pruebas de tales acusaciones. No ha podido comprobarse jamás que Lula recibiera dinero, título de propiedad alguno, ni ventaja indebida cualquiera de OAS o de Petrobrás. Moro jamás logró señalar cuál fue el acto de oficio, de corrupción pasiva, practicado por Lula a favor de la constructora OAS. No hay nada. Cero. Humo.
El magistrado Moro escuchó a 73 testigos que aseguraron que Lula no era dueño de ese apartamento. Sin embargo todo su auto se basa en la declaración del ex ejecutivo de OAS, Leo Pinheiro, encarcelado por el propio Moro. Este preso, que cambió su declaración tres veces y que finalmente aceptó una delación premiada a cambio de reducción de pena, ha sido clave en la sentencia. Hasta medios internacionales como los británicos de The Guardian han contado cómo se ha presionado a los presos para dar el nombre de Lula da Silva. La ley brasileña no permite que una condena se base exclusivamente en la confesión de un reo, y menos aún que éste no aporte prueba alguna.
Pero nada de todo esto ha importado, en una farsa cuyo guión ya estaba escrito de antemano en la embajada norteamericana y en los rascacielos de Sao Paulo. Por si acaso, los militares «ayudaron» a que los jueces tomaran la decisión correcta. El Ejército brasileño -el aparato fundamental del Estado carioca, una institución fuertemente represiva que mantuvo a todo el país bajo una dictadura hasta 1985 y que jamás ha sido depurada- mantiene en su seno y en sus altas esferas fuertes corrientes de ultraderecha y golpistas, y sobre todo -y este es el aspecto principal- una fuerte y orgánica vinculación con Washington y los centros de poder hegemonistas.
El jefe de las Fuerzas Armadas -Eduardo Villas-Boas- jaleado por tres generales, ha arengado para que la justicia «cumpla con sus deberes constitucionales» y meta a Lula en la cárcel. Otros generales del Estado Mayor han tuiteado lindezas como «»Tengo la espada al lado, la silla equipada, el caballo listo y aguardo sus órdenes!!». Horas antes, otro general, este en la reserva, Luís Gonzaga Schroeder, había declarado al periódico O Estado de S. Paulo que si Lula no es enviado a la cárcel, «el deber de las Fuerzas Armadas es restaurar el orden».
No es de extrañar que Lula, al conocer la sentencia, haya declarado que «descubrí con el impeachment golpista que la democracia en ese país es algo temporal. No es la regla, sino la excepción».
La batalla de Brasil no ha acabado, ni mucho menos.
Quien diga que con Lula entre rejas, la batalla -entre el hegemonismo y la oligarquía carioca por un lado, y las clases populares en Brasil por otro- ha concluído, esta ridículamente ciego o preso de un fatalismo tóxico. O quiere confundirnos y desmovilizarnos.
Sea desde la celda, o sea con la espada de Damocles pendiendo sobre él; sea como candidato presidenciable o como candidato inhabilitado, Lula y el PT tienen una enorme capacidad de movilización, y darán la batalla hasta el final y en cada rincón de Brasil.
Aunque Lula pise la cárcel, eso no significa necesariamente que permanecerá en prisión. Después de apelar al STF, puede intentar un nuevo recurso para que la apelación tenga caracter suspensivo de la ejecución de la pena. Y en todo caso, es muy posible que en ese lapso tenga tiempo de presentarse como candidato y hacer campaña. Legalmente, el Tribunal Superior Electoral lo tendrá muy difícil para impedírselo.
Pero incluso aunque el golpe blando siga adelante, aunque Lula quede entre rejas y sin posibilidad de ser el candidato del PT… nada se habrá perdido. Lo decisivo de esta batalla es que la izquierda carioca sea capaz de unirse y movilizarse a fondo, incluso con Lula cumpliendo condena e inhabilitado para el resto de su vida.
Y en ese terreno, la izquierda revolucionaria y antihegemonista carioca es tan gigante como el país que habita. El Brasil de la lucha y el trabajo, de la cultura, el progreso, y la revolución… se ha galvanizado tras dos años de golpe blando, se ha forjado en las dificultades, ha cerrado filas ganando conciencia, organización y radicalidad.
Por eso Lula, al conocer el fallo del Supremo, animó a sus consternados seguidores. «No desfallezcais. ¡Los justos venceremos!”
Anti-gusanera dice:
A ver: espero que salga absuelto, pero no puede uno apoyarse en ser amado por el pueblo, para evadirse del cumplimiento de una ley contra la malversación, porque entonces está uno dándose privilegios blindado en la fuerza numérica que el uso de otras virtudes pueden haberle proporcionado. Un gobernante del pueblo debe dar ejemplo y sacrificarse por el pueblo y saber renunciar a las oportunidades que el poder da.