A diez años del 11-S

Los tiempos cambian… y muy rápido

A 10 años del 11-S, las valoraciones son prácticamente unánimes. En retrospectiva, el 11-S marcó el principio del fin de la hegemoní­a yanqui, el inicio de su ocaso imperial. Las razones también parecen unánimes: la errónea respuesta de la lí­nea Bush a los atentados. Pero, ¿fue la lí­nea Bush una respuesta al 11-S? ¿O el 11-S fue el «acontecimiento catastrófico» que los sectores del complejo militar-industrial necesitaban para poder aplicar una lí­nea diseñada mucho antes?

Resonder acertadamente a esta pregunta es fundamental, no sólo para entender qué ha pasado en el mundo en estos 10 años, sino para comprender lo que está pasando hoy. En contra de las ideas que dominantemente se están difundiendo estos días, el declive terminal de la superpotencia no es la consecuencia de una respuesta errónea –por unilateral, ilegal y excesiva– a los atentados del 11-S. El declive ya estaba en marcha mucho antes. Y la respuesta de los Bush, Cheney y compañía no es otra cosa que el intento de una de las fracciones de la clase dominante norteamericana de revertir ese declive. Pero con unas dosis tales de agresividad y aventurerismo que sus efectos no han sido otros que agudizar y acercar el inevitable desenlace fatal a una velocidad inconcebible hace sólo una década. Una década perdida En 1991, EEUU es el ganador de la Guerra Fría y tras la implosión de la URSS sale de ella como la única superpotencia mundial. Pero no sin profundas heridas. La primera de ellas, el lastre de la gigantesca deuda acumulada por la política armamentística de Reagan, que ha convertido a EEUU de principal acreedor en mayor deudor del mundo. Las tendencias en la distribución del poder económico mundial ha comenzado a cambiar, el declive del peso económico de EEUU en el mundo decrece sin cesar y nuevos polos emergentes –en parte librados del férreo alineamiento del mundo bipolar– empiezan despuntar. La segunda, el hastío de la mayoría de la sociedad norteamericana al papel autootorgado por su clase dominante de gendarme mundial, que le ha obligado prácticamente a vivir en un estado de guerra permanente desde 1950 –guerra de Corea, guerra de Vietnam, Guerra de las Galaxias,…–, provocando, como dice Bzrezinski, “un fuerte rechazo contra todo uso selectivo de la fuerza que suponga bajas, incluso a niveles mínimos”. La tercera, pero no por ello menos importante, la aguda división de la clase dominante norteamericana, cuyo catalizador es el surgimiento en plena Guerra Fría del complejo militar-industrial como núcleo firme de los sectores mas agresivos, expansionistas y militaristas. En estas condiciones, los dos mandatos de Clinton, entre 1992 y 2000, se van a distinguir por tres rasgos diferenciadores. En primer lugar el mantenimiento de una hegemonía consensuada sobre la base de la negociación y una política de acuerdos con las potencias rivales. Hegemonía indiscutible, pero negociada. En segundo lugar, el desguazamiento y la masticación de los países ex-soviéticos, cambiándolos de bando. Metiendo en la OTAN a las repúblicas bálticas y corriendo las fronteras hasta Bielorrusia (con Ucrania como zona de disputa) y el Cáucaso. Por último, la búsqueda de un equilibrio financiero que aleje la amenaza de los “déficit gemelos” (comercial y fiscal) que ahogan la economía norteamericana. Una línea que se corresponde con los sectores de la burguesía monopolista norteamericana más dinámicos y competitivos en el plano económico, interesados en abrir el mercado global a sus productos, aunque para ello se vean obligados a pactar una especie de “gobierno mundial consensuado” entre EEUU y sus rivales. Creando un equilibrio estable en el tablero mundial en el que EEUU como “primus inter pares”, la primera entre potencias iguales, ejercería el papel central de árbitro político. Es decir, una hegemonía indiscutible pero consensuada. Pero que sin embargo, a pesar de sus múltiples éxitos, estará puesta permanente en cuestión por el poderoso sector de la oligarquía yanqui articulado en torno al complejo militar industrial. Los intentos de la línea Clinton y sus estrategas por diseñar un “aterrizaje suave” de la hegemonía norteamericana se verán así frustrados. Cuando casi dos décadas después, con Obama, intenten retomarla, el tiempo y la oportunidad para conseguirlo, habrán pasado ya. Pero no adelantemos acontecimientos. El inicio del ocaso imperial En 1997 un nutrido grupo de políticos, encabezados por Dick Cheney, que habían tenido importantes puesto de responsabilidad en el Departamento de Defensa durante los mandatos de Reagan y Bush padre, fundan el llamado Proyecto para un Nuevo Siglo Americano, plataforma política de los halcones a través de la cual se va a gestar tanto la campaña presidencial de Bush como su programa de gobierno. Cheney, que sería después vicepresidente de George W. Bush, junto a otros siniestros personajes como Rumsfeld, Wolfowitz, Perle, Armitage y Bolton, fue uno de los impulsores del memorándum (significativamente titulado “Reconstruyendo las defensas de América”) enviado a congresistas y senadores norteamericanos en 1998 en el que reclamaban una reorientación estratégica de la política norteamericana, fundamentaban la necesidad de las guerras preventivas y la exigencia de que EEUU hiciera valer su superioridad militar sobre el resto del planeta. Advirtiendo a continuación, casi 3 años antes del 11-S, de que una política de este tipo no sería posible a menos que “se produzca un acontecimiento catastrófico y catalizador, como un nuevo Pearl Harbour, que sacuda a la opinión pública norteamericana”. El memorándum, que anticipa punto por punto lo que será la política de Bush tras el 11-S, es la demostración más evidente de cómo la respuesta a los atentados no fue otra cosa que la excusa perfecta que los halcones necesitaban para desplegar una línea expansionista diseñada mucho tiempo atrás. La línea Bush Una línea caracterizada por cuatro rasgos distintivos, radicalmente contrarios a los que definían la línea Clinton. Para la línea Bush era imperativo buscar no sólo el mantenimiento de una hegemonía militar virtual, sino utilizar esa superioridad para conseguir un doble objetivo. Por un lado ampliar su dominio territorial mediante la expansión militar, como hizo en Irak y Afganistán. Por el otro, para cercar militarmente a sus rivales; a Rusia con la instalación de misiles en Polonia y Chequia, a China con los acuerdos para el emplazamiento de bases militares yanquis en las repúblicas de Asia Central, el patio trasero del gigante asiático. La superioridad militar debía servir, a su vez, para colocar a los vasallos en su sitio, no permitir negativas ni disidencias entre sus socios, ni verse obligado a sostener interminables negociaciones ni engorrosos consensos con ellos para llevar adelante sus planes. Llegando al extremo de tratar de imponer, como la calificamos en su momento, una auténtica “dictadura terrorista mundial”. En tercer lugar, la política hacia la UE consistía en engordarla para debilitarla. Impulsando una ampliación de la UE tan extensa (los que incluyó fuertes presiones para integrar hasta Turquía) con el objetivo de que el liderazgo del eje franco-alemán quedara diluido e inoperante. De tal forma que lo que Rumsfeld denominó como “la vieja Europa”, es decir, Berlín y París “volvieran al redil” y estrecharan su alineamiento político y militar con Washington. Con estos objetivos como guía, la línea Bush no dudó en reiniciar una frenética carrera armamentística, aun a costa de provocar un endeudamiento inaudito de la superpotencia yanqui. Endeudamiento en el que, a diferencia de la era Reagan, EEUU ya no se podía limitar a los aliados más fieles como Alemania o Japón y los Estados tributarios de Oriente Medio, sino que se vio obligado a recurrir a las economías emergentes, y en particular a su gran rival estratégico, China. Un legado catastrófico Quebrando la línea Clinton de negociación táctica con las potencias rivales que permitiera abordar una posterior negociación estratégica de diseño consensuado de un nuevo orden desde una posición de fuerza, la virulenta irrupción de la línea Bush y su catastrófico fracaso en Irak creó las condiciones para una aceleración vertiginosa de los cambios en la correlación de fuerzas a escala mundial. Mientras Bush se empantanaba en Irak y Afganistán, asumiendo una deuda estratosférica y larvando en la economía norteamericana la crisis más virulenta desde a Gran Depresión de 1929, las nuevas potencias emergentes aprovechaban el tiempo para dar un salto espectacular en su crecimiento económico y en su participación en la distribución del poder económico mundial. El estallido de la crisis financiera en Wall Street, ya al final de su mandato, terminó por abrir las puertas de par en par al ocaso imperial de la superpotencia yanqui. Abriendo un período de transición necesariamente desordenado y caótico entre su ya imposible orden unipolar y el nuevo orden todavía por gestar.La emergencia de "los reinos combatientes" Mientras la crisis económica centra la atención de todo el mundo occidental, un profundo movimiento de fondo está sacudiendo el tablero internacional, quebrando los fundamento en los que se asienta el actual orden mundial. Al ocaso imperial de la superpotencia yanqui se le suma –como en un espejo invertido– la emergencia de los llamados “reinos combatientes”. Un conjunto de países que, sobre la base de una inaudita aceleración de su poder económico mundial, ponen en cuestión las bases geoestratégicas y geopolíticas del mundo unipolar dominando por la hegemonía norteamericana. El período de los reinos combatientes es un larga etapa de más de dos siglos de la historia china en el que, ante el declive del poder imperial de la dinastía Zhou, siete señores de la guerra regionales iniciaron un proceso de anexión de los estados más pequeños de su alrededor y consolidaron su dominio. Abandonando el titulo de duques y nombrándose a sí mismos como reyes, para expresar que se tenían como iguales al rey Zhou, estos siete reinos combatientes iniciaron un prolongado proceso de guerras, conflictos y alianzas móviles y cambiantes, que concluiría con la unificación de China por la dinastía Qin a finales del siglo III antes de Cristo. Al igual que en ese lejano período de la historia china, el mundo se enfrenta hoy a un largo período de transición entre el fin del mundo unipolar que anuncia el ocaso imperial de EEUU y la llegada de un mundo multipolar con la irrupción y la emergencia de nuevos centros de poder, China, Rusia, India, Brasil,… que aspiran también, como los viejos reinos combatientes chinos, a tratarse como iguales con el declinante Imperio. La fluidez y la ambivalencia de la relaciones entre EEUU y China es uno de los rasgos comunes a la relación entre la superpotencia y los reinos combatientes y de estos entre sí. Lo que, en su desarrollo, puede llegar a generar alianzas hoy impensables y de consecuencias imprevisibles.Sin embargo, la línea principal de desarrollo es que las potencias emergentes ya no se conforman, como pretende Washington, con un mundo de múltiples socios bajo liderazgo norteamericano, sino que exigen un mundo de múltiples socios en pie de igualdad. Los tiempos en los que EEUU era la “nación imprescindible”, la “locomotora económica” y el “gendarme mundial” han quedado definitivamente atrás. A comienzos del año 2009, el Diario del Pueblo –el órgano de expresión del Partido Comunista chino– afirmaba perspicazmente: “¿quiere EEUU liderar el mundo en el siglo XXI? ¿Esto corresponde a su poderío y status en el mundo? ¿Esto concuerda con el cambio de las correlaciones de fuerzas en la arena internacional? Es un ‘sueño norteamericano’, y es el deseo subjetivo de la nueva política exterior de EEUU. Es mejor que EEUU despierte de su sueño cuanto antes. En su evolución, el mundo necesita no sólo un mundo de múltiples socios como lo existe en la mente de Hillary, sino un mundo de socios en pie de igualdad”. RECORDAR EL MAINE Un individuo esquizofrénico es un individuo peligroso. Su doble personalidad fuera de control, supone un permanente riesgo de agresión para sí mismo y para los demás. EEUU es un país esquizofrénico; un país escindido entre una Democracia interna y un Imperio exterior que se sostienen sobre bases irreconciliables. Para poder extenderse, el Imperio necesita empujar a la Democracia hacia sus aventuras expansionistas arrastrándola en contra de su voluntad. Esta disociación, esta doble naturaleza de Imperio expansivo y Democracia interna está en la propia génesis de EEUU como nación y recorre toda su historia. En 1845, y al grito de “Recordad El Álamo”, el ejército norteamericano declara la guerra a Méjico. Hoy sabemos que la supuesta heroica gesta de El Álamo, donde un puñado de norteamericanos habrían resistido hasta el límite para ser finalmente degollados por los mejicanos, nunca existió. Pero su invención fue la excusa para arrebatarle a Méjico cerca de un 50% de su territorio. En 1898, la falsa acusación contra España de haber provocado la voladura del acorazado El Maine fue el pretexto para declararnos la guerra y anexionarse Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam, otra vez a costa del mundo hispano. Hoy existe la certeza de que fueron ellos mismos quienes provocaron el hundimiento, causando la muerte de 300 de sus marinos. Una gigantesca campaña de prensa bajo la consigna de “Recordar el Maine” permitió movilizar a los sectores de la clase política y de la opinión pública inicialmente contrarios a la guerra hacia su aprobación. “Usted envíeme las imágenes que yo le mandaré la guerra” había dicho unos meses antes el magnate de los medios de comunicación Hearst a su corresponsal en La Habana. Todavía existen serias dudas sobre el acontecimiento que provocó la entrada en la Iª Guerra Mundial de EEUU: el ataque de los submarinos alemanes contra el Lusitania, un trasatlántico norteamericano. De lo que no existe ninguna, porque así lo confirma la correspondencia entre Churchill y Roosvelt, es que la inteligencia norteamericana y el alto mando conocían de antemano el ataque japonés sobre Pearl Harbour. Dejaron que se consumara, sacrificando la vida de 2.500 de sus soldados, a fin de tener el argumento que precisaban para entrar en la II Guerra Mundial. “Cada día que pasa siento un mayor temor del poder que ha alcanzado el complejo militar industrial”, la frase pronunciada por el presidente Eisenhower es la clave para comprender uno de los episodios no aclarados de la reciente historia norteamericana; el asesinato de Kennedy (JFK). Inicialmente presentado como una intervención cubana, el magnicidio ha sido objeto de sospechas más que fundadas que apuntan a la CIA y los sectores más duros del Pentágono, su objetivo, eliminar el obstáculo de un presidente demócrata reticente a las aventuras expansionistas imperiales y sustituirlo por Jonhson, bajo cuyo mandato y con la excusa de otro incidente inventado en el golfo de Tonkin, se inició la escalada bélica en Vietnam. También Iberoamérica conoce en sus entrañas la infinidad de provocaciones y auto-agresiones organizadas por la CIA para justificar la intervención de los marines o de sus gorilas golpistas formados en la Escuela de las Américas. La historia de la expansión del poder imperial norteamericano está plagada de auto-ataques. En unos casos organizados por ellos mismos, en otros induciéndolos, en otros consintiéndolos. De cualquier forma, cada uno de estos ataques, cada una de estas provocaciones, estaba hecha para que el Imperio mandara sobre la Democracia, para arrastrarla y someterla a la utilización de la fuerza necesaria para expandirlo. En la actualidad este problema se ha visto agudizado hasta el límite con la elección de Bush: un presidente colocado con fórceps y cuya elección ha puesto en cuestión la democracia interna rebajándola al nivel de una república bananera, como la propia prensa norteamericana calificó lo sucedido en Florida. Tenía que haber proyectos y propuestas muy poderosas para desprestigiar de esta forma el sistema democrático norteamericano ante el mundo entero y ante los ojos de su propio pueblo. Algunas de estas propuestas ya las conocemos: escudo antimisiles, negativa a firmar el protocolo de Kioto, ruptura de los tratados internacionales, abandono de la conferencia contra el racismo… Otras están todavía por ver. Bush es un presidente alumbrado mediante un golpe contra el régimen democrático que ha propiciado una sistemática voladura de todos los tratados internacionales y lo hace a una velocidad inaudita. Pero los sectores más duros del complejo militar industrial han de enfrentarse a dos problemas combinados para llevar adelante sus proyectos Por un lado, cada uno de los movimientos de Bush en sus escasos 9 meses de presidencia revela una determinación implacable para desmontar el modelo de hegemonía consensuada elaborado por Clinton. El proyecto anterior estaba avalado por los sectores de la burguesía monopolista norteamericana más dinámicos y competitivos en el plano económico, aquellos que buscan crear una suerte de gobierno mundial consensuado entre EEUU y sus rivales, un equilibrio estable en el que EEUU como primera potencia ejercería el papel central de árbitro político, una hegemonía indiscutible pero consensuada. Por el contrario, Bush ha dejado claro que busca establecer una distancia sideral con el resto de potencias, distancia en todos los terrenos pero sobre todo en el militar, que asegure el disciplinado acatamiento de los demás a una hegemonía impuesta sin necesidad de consensos ni engorrosas negociaciones. Un proyecto que no es posible llevar adelante por las buenas, sino hacerlo sin piedad y a costa de lo que sea. Y para el que necesitan, imperiosamente, romper con lo que saben que es una de sus mayores debilidades: un pueblo que no está dispuesto a seguir al imperio en sus aventuras militares. Y este es el segundo problema al que se enfrentan. Como reconocen los propios estrategas y analistas norteamericanos, el ejercicio de un poder imperial sostenido es incompatible con el “hedonismo personal” y el “escapismo social” dominantes en la sociedad norteamericana. Como afirma el ex consejero de seguridad nacional de Carter, Z. Brzezinski, entre el pueblo norteamericano existe “un fuerte rechazo contra todo uso selectivo de la fuerza que suponga bajas, incluso a niveles mínimos”. Como consecuencia, es “cada vez mayor la dificultad para movilizar el necesario consenso político a favor de un liderazgo sostenido, y a veces también costoso, de los EEUU en el exterior”. Movilizar ese consenso necesario para anular la iniciativa del otro sector de la burguesía monopolista yanqui y arrastrar al pueblo tras las necesidades militares del Imperio, esto es lo que está en el origen de todos los auto-ataques, en cualquiera de sus formas. Cualquier acontecimiento en los EEUU es necesario leerlo desde esta tradicional lucha entre Imperio y Democracia, desde esta doble naturaleza que divide la sociedad norteamericana, el seno mismo de su clase dominante, sus instituciones y su pueblo. Auto-ataques provocados, ataques inducidos, provocaciones consentidas. Ocurrió con El Álamo, ocurrió con el Maine, ocurrió en Pearl Harbour, ocurrió en Tonkin… Quien ha padecido ahora es el pueblo de Nueva York, pero no hay que olvidar quién impone esta tradición histórica: al Imperio, cada vez más, le estorba la Democracia. Es muy posible que la cadena de horrendos ataques haya sido obra de al Qaeda, pero esto no altera la sustancia del problema. También en Pearl Harbour el ataque fue obra de los japoneses. ¿Es creíble pensar que los talibanes, creados, financiados, armados y formados por la CIA para combatir la invasión soviética de Afganistán, no estén infiltrados de algún modo por ellos? ¿Nos quieren hacer creer que el FBI o la CIA no sabían nada de esto? No podemos decir en qué consiste la trama, no disponemos de las fuentes de información necesarias. Pero si ellos hicieron la guerra bajo la consigna de “Recordar el Maine”, ahora Sí; ahora todos los pueblos del mundo tenemos que recordar El Maine, recordar Pearl Harbour, recordar el asesinato de Kennedy… Porque no tendremos los datos, pero sí la memoria. Editorial periódico De Verdad. 15-9-2001

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