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Los Peces de la Amargura

Mientras las librerí­as se anegan de relatos históricos y memorias perdidas, pocos, muy pocos son los escritores que se atreven a hincar el diente a los problemas del presente, a enfrentarse cara a cara con las aristas más agudas de la realidad. Sin embargo, esto es lo que hace Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) en los diez relatos que conforman su libro «Los peces de la amargura» (Tusquets), diez miradas estremecedoras sobre los años de plomo y fascismo vividos en Euskadi, desde finales de los setenta hasta hoy mismo.

Más de treinta años en que la pinza formada por el nacionalismo excluyente y el terrorismo etarra han abierto un “foso” al que han ido a parar no sólo los mil asesinados, sino las vida quebradas, las ilusiones rotas, los sueños destrozados de todos aquellos que han sido marcados con el estigma de “enemigos de Euskal Herria” por los pregoneros del odio y la limpieza étnica y los matarifes del tiro en la nuca y el coche bomba. Aramburu se atreve a mirar a la cara a esa realidad, quebrando así un silencio atronador, y dejando en el aire una aguda y pesada incógnita sobre todos aquellos que han optado por mirar hacia otro lado o “callar” por prudencia o por miedo. Los diez relatos que componen el libro de Aramburu no son relatos “épicos”, nutridos de descripciones apocalípticas o adjetivos altisonantes. Al contrario. Los hechos que desencadenan la acción (atentados, etc.), apenas si merecen un par de líneas y jamás son descritos de forma directa o exhaustiva. Y es que lo que Aramburu intenta hacer llegar al lector no es el estremecimiento por el acto violento mismo, sino el desgarro profundo que la muerte, la amenaza y el insulto provocan en la vida personal y social de la gente, los abismos que abren, el dolor profundo que suscitan. Lo que Aramburu reconstruye en sus relatos, con una delicadeza extrema, pero a la vez con una firmeza implacable, son los demoledores efectos del terror y de la exclusión sobre la cohesión social, sobre la vida de las víctimas y su entorno, sobre aquellos que –por amedrentamiento o complicidad– optan por refugiarse en el silencio, mirar hacia otro lado o incluso sumarse acticamente al acoso contra las víctimas, colaborando –conscientemente o no, voluntariamente o no– en la limpieza étnica. Aramburu intenta cercar toda esa espinosa realidad con una prosa elegante y de gran precisión, sin sucumbir a dramatismos innecesarios ni abusar de adjetivos, buscando y hallando en cada caso las palabras y los giros acordes para cada personaje, para cada situación, para cada sentimiento o emoción, en un trabajo sin duda laborioso y muy exigente, cuyo acierto testimonia su gran talento narrativo. Otro logro mayor del libro es la gran cantidad de perspectivas que Aramburu introduce y maneja. Cada relato tiene una perspectiva narrativa y una estructura distinta, acorde también a la médula del asunto que va a desentrañar. Y esta diversidad le permite ofrecernos una más acertada y compleja visión de todos los mecanismos de la barbarie, con todo su cortejo siniestro de crímenes, amenazas, insultos, delaciones, depuraciones raciales, consignas homicidas, chismorreos convertidos en acusaciones infundadas y acusaciones infundadas convertidas en inapelables sentencias de muerte… Así como de los demoledores efectos de todo ello, no sólo sobre las víctimas directas, sino sobre el conjunto de la sociedad vasca, que no sale indemne de esta catástrofe. Cualquiera de los diez cuentos es significativo y ninguno desmerece del conjunto. Pero detengámosnos en uno, por ejemplo, “Madres”, en el que una voz no identificada relata el exilio forzado de la Toñi, una mujer gallega casada con un policía municipal, “en un pueblo costero de la provincia de Guipúzcoa”, al que ETA asesina. Al principio del relato la Toñi comienza a sufrir el acoso de la madre de un joven abertzale muerto por un disparo de un guardia civil en circunstancias confusas. La mujer le conmina a que ella, sus tres hijos y su marido –”un español de mierda”– se marchen del pueblo o “vayan preparando la capilla ardiente”. Cuando al final el marido es asesinado el acoso continúa. En el libro de condolencias alguien escribe: “Un enemigo menos de Euskal Herria ke se joda”. Harta de todo la Toñi decide volver a Galicia con sus padres. Pero cuando se lo dice a su hijo mayor éste le espeta: “Yo no me voy. Yo soy vasco”, y “con una frialdad más propia de una persona mayor que de un niño” añade: “Tú no me quieres porque soy de aquí”. En apenas unas líneas, Aramburu mete el bisturí hasta el fondo sobre los siniestros abismos que está abriendo un sistema educativo y una sociedad sustentados en el etnicismo. Pero todo no acaba aquí. Cuando corre por el barrio la voz de que, al fin, la Toñi se marcha “se hicieron en algunos bares y tiendas de la zona colectas para pagarle el camión de la mudanza”. El día de la partida, mucha gente del vecindario –la mayoría, “personas que desde que mataron al marido le negaban el saludo”– colabora para bajar los muebles. “Eran tantos subiendo y bajando que se estorbaban en las escaleras”. Aramburu ironiza sutilmente sobre esta amable colaboración en la depuración étnica. La partida de la Toñi es una celebración.

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