Como tantas mujeres con fama de guaas, no tuvo Elizabeth Taylor reputación de inteligente, y dedicándose a la interpretación cinematográfica desde niña (desde los diez años a los 69), tampoco fue considerada, por lo general, como una buena actriz. Se la redujo a menudo a “una personalidad”, como si tenerla fuese algo tan frecuente y por tanto desdeñable, cuando precisamente no lo es en modo alguno, y desde luego menos aun en el cine, donde buena parte de los mejores actores, por un lado, y los más populares, por otro (y ambas categorías no tienen por qué coincidir, pero tampoco son incompatibles), suelen ser precisamente eso, personalidades que, por una razón u otra, resultan atractivas, interesantes, gratas o simpáticas.No se contaba Elizabeth Taylor entre mis actrices preferidas, ni tampoco su tipo de belleza es el que a mí más me atrae. Pese al dicho, sobre gustos se ha escrito mucho, aunque, claro, nada que sea definitivo, ni válido para el vecino, que puede estar de acuerdo o discrepar por completo, a menudo sin saber exactamente por qué, y menos aún explicarlo. Evidentemente, Elizabeth Taylor tenía unos muy bonitos ojos, pero se mantuvo en activo quizá más allá de su mejor momento físico (pese a no haber rodado en los últimos diez años de su vida), y aunque la mirada sea fundamental en el cine, como la voz desde que es sonoro (y de ahí que me niegue a ver cine doblado, como poco una mutilación, casi siempre una falsificación o una suplantación), también cuenta el resto del cuerpo, y la manera de moverse. Lo que, sin embargo, no es incompatible con que, aún en ese periodo más difícil e hierático, que para ella empezó demasiado pronto, Elizabeth Taylor fuese a menudo intérprete memorable y convincente de todo tipo de personajes: en “Cleopatra” de Joseph L. Mankiewicz, en “The Sandpiper” (“Castillos en la arena”) de Vincente Minnelli, incluso, en una vena más histriónica de lo habitual, en “¿Quién teme a Virginia Woolf?” de Mike Nichols. En su época de máximo esplendor, y siempre a mi entender, claro, estuvo muy bien en “Gigante” y “Un lugar en el sol” de George Stevens, , en “Ivanhoe” de Richard Thorpe, en el díptico de Minnelli “El padre de la novia” y “El padre es abuelo”, en “La gata sobre el tejado de cinc” de Richard Brooks, quizá sobre todo en “Suddenly, Last Summer” de Mankiewicz (y hasta en la muy fría y pesada “El árbol de la vida” de Dmytryk), es decir, entre 1950 y 1959. No hizo una carrera tan inteligente como su temprano estrellato le hubiera permitido, pero algo tenía cuando no sólo estuvo muy bien con grandes directores de actores.
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Los ojos de Liz Taylor se cerraron
