Literatura

Los hermosos años del castigo

«A los catorce años yo era alumna de un internado de Appenzell». Así­ comienzan «Los hermosos años del castigo», el relato subyugante, hermético y cruel con el que, hace veinte años, la escritora suiza, residente en Milán, Fleur Jaeggy se reveló como una de las figuras más prometedoras de la nueva literatura europea. A través del relato de la vida en un internado (todo un género en la literatura centroeuropea, con precedentes tan destacados como Musil o Walser), en los años de la posguerra europea, Jaeggy disecciona con su bisturí­ de precisión un microcosmos social, en estado casi de cautividad, en el que se reflejan no sólo todo el orden de las contradicciones sociales (familiares, educativas, de clase…), sino también los aspectos más luminosos y perversos del alma humana.

En el Bausler Institut, restigioso y hermético internado femenino situado en Appenzel (el cantón más retrógrado de Suiza, junto al lago Constanza), se respira una densa atmósfera de cautiverio, sensualidad inconfesada y cierta inquietud proclive a la demencia. En estos parajes, por los que el escritor Robert Walser paseaba, y donde murió tras recostarse sobre la nieve un día de Navidad, tras permanecer durante treinta años encerrado en el manicomio de Heriseu, discurre el tránsito de la infancia a la adolescencia de la narradora y protagonista, que rememora, ya desde su madurez, “los hermosos años del castigo” vividos en este microcosmos, ajeno a la realidad exterior, escenario de cotidianidades y delirios, alejado de “las deformaciones humanas”, donde “la infancia es vetusta”, la “obediencia voluptuosa” y el amor mudo.En este colegio, dirigido paternalmente por el matrimonio Hofstetter, en el que la monotonía es la norma, la narradora asiste, a los quince años, a la llegada de una nueva interna, Frédérique, una joven algo mayor, enigmática, solitaria, callada, inteligente y severa, por la que se siente inmediatamente cautivada, primero, y luego abiertamente enamorada, pese a que la atmósfera del centro es reacia a todo género de efusión sentimental, el clima emocional es absolutamente gélido y la propia Fréderique se comporta de una forma distante y glacial. Pero la narradora no puede evitar la fascinación que le produje un personaje que es, en cierta forma, lo que ella no es: ha vivido ya todo (o aparenta que lo ha vivido) y ha decidido mantenerse distante de todos los intereses humanos, sólo próxima al mundo de las ideas: alguien que deja entrever, detrás de su hermetismo, algo sereno y, a la vez, terrible.Jaeggy “aprovecha” la textura de este relato para lanzar una mirada despiadada a las relaciones familiares y escolares en que se asienta aquel mundo, que, desde una sensibilidad “mediterránea” sólo cabe definir como “extraño”, “frío”, literalmente congelado. Particularmente la relación “madre-hija” aparece dibujada desde un ángulo aterrador. La narradora apenas ve a su madre, que desde Brasil dirige su vida implacablemente desde los siete años, de internado en internado. Y Frédérique intenta quemar su casa familiar, con su madre dentro. En cuanto al universo de los “internados”, estos aparecen, dicho benignamente, como “mundos enfermos” separados de la realidad.Con todo, lo primero que sorprende y cautiva de este poderoso relato es el sistema narrativo que emplea Fleur Jaeggy. La tensión conceptual del lenguaje que utiliza es extrema. Todo lo superfluo ha sido eliminado. Lo que leemos parece directamente cincelado por un bisturí lingüístico tan preciso y conciso como hiriente. El relato naturalista, con su prolijidad y su derroche, ha sido abolido, y lo que leemos tiene la fuerza de una colección de aforismos, cargados de poderosas antinomias, como la que establece el propio título del relato, al engarzar en una sola oración la “hermosura” y el “castigo”. “Los hermosos años del castigo” es, hay que advertirlo de entrada, un libro destinado a un lector parsimonosio, dispuesto a recrearse y paladear cada una de las complejas, elaboradas y cortantes frases del relato.Un relato que sólo tiene 118 páginas, pero que necesita la intensidad y la concentración máxima del lector.

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