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Los gritos (y susurros) que ya se escuchan en Moncloa

El exsindicalista López-Bulla, una de las cabezas mejor amuebladas de la izquierda española (firme partidario de una fusión entre CCOO y UGT), recordaba hace unos días un dicho atribuido al pueblo cheroqui, pero que, en realidad, puede imputarse a cualquier cultura medianamente inteligente. “Escucha los susurros y nunca tendrás que escuchar los gritos”, sostiene el aforismo de una de las tribus más civilizadas del territorio indio de EEUU.

Alguien debería hacer llegar la sentencia al presidente del Gobierno, quien a la vista de sus últimas declaraciones parece obviar lo que hay detrás de un país necesariamente complejo -no puede ser de otra forma en el siglo XXI- más allá de que la economía crezca un 2,5% o un 3%. Como si todos los problemas del país se ahogaran en la tasa de variación del PIB.

Pensar, como sugiere Rajoy en sus intervenciones, que una nación cabe en un cuadro macroeconómico, por solvente que parezca a la luz de la coyuntura más inmediata, sólo desvela pobreza intelectual y hasta desgana. Incluso, cierto infantilismo académico por parte de sus asesores. Y lo que es más relevante, reflejan un escaso impulso transformador para un país que acaba de salir -sólo salir- de la crisis más severa desde el Plan de Estabilización.

El horror de Rodríguez Zapatero como gobernante en los años anteriores a la crisis -no estará de más recordar que el PIB avanzó en media anual un 3,7% entre 2004 y 2007- es el mejor ejemplo de esa política conformista (fascinada de manera simplona con los datos macro) que fía todo a que la economía crezca (aunque acumule graves desequilibrios de fondo) sin que importe un comino todo lo demás. O es que una deuda exterior equivalente al 100% del PIB; un desempleo que alcanza al 23% de la población activa o un déficit público que representa todavía el 5,7% del Producto Interior Bruto después de años de ajuste y de subir los impuestos en algo más de 12.400 millones de euros desde 2012 no son razones suficientes para mostrarse más cauto a la hora de evaluar la situación económica. Incluso, el gasto en pagar el servicio de la deuda (34.533 millones de euros) ha seguido creciendo en 2014 pese al desplome de los tipos de interés.

Sin duda que, como decían los cheroquis, los susurros que hoy no escucha Moncloa corren el riesgo de convertirse en gritos tras las elecciones municipales y autonómicas. Y no sólo por razones económicas (el deterioro de la calidad del mercado de trabajo es más que evidente debido a la elevada precariedad).

La calle suele ser más sabia que los gobernantes. Y a nadie se le escapa que lo ocurrido en Andalucía es sólo el primer aviso. Pensar que los ciudadanos se desayunan cada mañana con la parte positiva del cuadro macroeconómico (que sin duda la hay) es simplemente un suicido político.

La causa de este comportamiento ajeno a la realidad probablemente tenga que ver con la política de prioridades del partido que sustenta al Gobierno -desde luego que no es responsabilidad exclusiva de Mariano Rajoy-. Los gritos vendrán, precisamente, de quienes hoy cobardemente callan para protegerse. Y que inevitablemente recuerdan en un sentido metafórico una frase atribuida a Azaña (soberbio y despreciativo como pocos). “Rodeado de imbéciles, gobierne usted si puede”, sostenía el expresidente de la República. Parecida a aquella mucho más célebre: ¡Vaya tropa’.

Y es que el PP, como se observó durante esa surrealista reunión de su Junta Directiva (convertida en un mitin de campaña), ha obviado aquella máxima grabada a fuego en el parlamentarismo británico del siglo XVIII: el parlamento, se decía entonces, puede hacerlo todo, menos convertir a un hombre en mujer y a una mujer en hombre.

Detrás de ese planteamiento -típico de la Ilustración- y que hoy puede parecer revolucionario había en realidad una determinada concepción de la democracia que reivindicaba para sí la fuerza del Estado para cambiar las cosas. En su lugar, se ha optado por lo más cosmético para atraerse el respaldo de los mercados, que legítimamente sólo buscan recuperar sus préstamos, sin atender a las cuestiones de fondo que hoy penden sobre el futuro del país, y que explican, como afirmaba hace pocos días en este periódico el economista José Luis Feito, que los ciclos económicos en España sean “tan poco civilizados”.

O es que alguno de esos lumbreras que otorgaban la triple a España fue capaz de identificar que el zapaterismo económico incubaba el desastre a medio plazo.

La realidad, sin embargo, es que ahí siguen, con tozudez, algunos de los problemas estructurales de la economía española. Pero también de la política.

La arquitectura institucional del país, que explica en buena medida la agresividad de los ciclos económicos, no se ha cambiado. La reforma de la Administración no ha sido más que un catálogo de buenas intenciones, mientras que el sistema judicial, sigue siendo una calamidad (el hecho de que no se pague con dignidad a los abogados de turno de oficio es de aurora boreal). La Universidad pública -pese a que el ministro Wert cuenta con un diagnóstico certero tras el informe de los expertos- continúa siendo un desastre en la mayoría de los casos, y los órganos reguladores (sólo hay que ver las últimas declaraciones del gobernador calzando las botas de militante del PP) siguen sin ser ese contrapoder que inspiran las constituciones modernas. El guirigay territorial (con un modelo de financiación ineficiente que provoca que ni siquiera ahora con tipos de interés cero muchas CCAA puedan acudir al mercado para financiarse) está sin resolver, y el zarpazo de Cataluña -aunque se ha desinflado- no será el último. Tampoco el sistema de partidos ha sido regenerado a través de una nueva ley electoral que implique mayor democracia en la forma de elección de los cargos públicos.

Es obvio que una legislatura es demasiado poco tiempo para resolver problemas seculares. Pero por eso, precisamente, el presidente del Gobierno debería ser más prudente a la hora de enjuiciar la situación del país. Aunque sea en periodo preelectoral.

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