Todos los días el “nuevo” Oriente Próximo genera titulares noticiosos. A diferencia del antiguo Oriente Próximo, cuyo destino estaba determinado por las potencias occidentales dominantes (el Reino Unido y Francia después de la Primera Guerra Mundial, y Estados Unidos desde los años 40 hasta hace poco), éste no tiene ningún poder hegemónico externo que lo estabilice. Y, sin una potencia regional dominante, ha surgido un vacío estratégico peligroso.
Es bastante obvio que Estados Unidos ya no está dispuesto (o no puede) desempeñar su anterior papel. Aunque no vaya a retirar por completo sus fuerzas armadas de la región, dada la debacle en Irak no es factible la intervención militar directa, sobre todo con tropas terrestres. No será un actor militar en tanto no se vea amenazado en lo fundamental el equilibrio estratégico de la región (lo que explica sus ataques aéreos sobre Estado Islámico en Irak y Siria). Aparte de esto, está maniobrando en el nivel de la diplomacia para resolver, o al menos contener, una amenaza estratégica fundamental: el peligro que representa el programa nuclear iraní.
Varios actores estatales y paraestatales han tratado de llenar el vacío originado por esta nueva cautela de los estadounidenses, y la mayor parte de los no estatales dependen principalmente del apoyo de dos poderes regionales: Irán y Arabia Saudita. La lucha de estos países por la supremacía regional se puede observar en las guerras indirectas del Líbano, Irak, Siria y, ahora, Yemen. De hecho, la rebelión de los hutíes en este país marca una nueva fase de un conflicto regional más amplio. No sólo ocurre en el sur de la Península Arábiga, en las fronteras mismas de Arabia Saudita, sino que la intervención militar directa del reino ha llevado a plena luz del día su rivalidad estratégica con Irán.
Como siempre en el Medio Próximo, los factores religiosos y étnicos juegan un papel importante en esta rivalidad. La brecha entre chiíes y suníes del islam se está reflejando en la geopolítica de la región. Por otra parte, mientras Irán es un país chií, la abrumadora mayoría de los árabes son suníes, lo que refuerza la relevancia en la distinción étnica iraní.
Los intereses geopolíticos, el sectarismo religioso y las divisiones étnicas forman así una peligrosa mezcla en el nuevo Oriente Próximo. Y, porque la historia ha demostrado que la intervención militar externa no puede resolver ni contener este tipo de conflictos, las potencias regionales tendrán que solucionarlo entre ellas, aunque sea mucho más fácil decirlo que hacerlo. Supondrá una larga fase de violencia en gran medida impredecible, con un alto riesgo de que se produzcan escaladas incluso hacia un conflicto mundial, y causando muy probablemente desastres humanitarios como el que se padece hoy en Siria.
Incluso si la escalada no se proyecta más allá de esta zona, es probable que también implique peligros económicos de peso, dada las reservas de energía de la región y, por tanto, su importancia para la economía global. Los precios del petróleo se determinan de facto en la Península Arábiga y los países de la región adyacente del Golfo, y no hay perspectivas de que esto cambie en el corto plazo.
En cuanto a la seguridad internacional, la lucha a largo plazo por el dominio regional elevará la amenaza del terrorismo global, ya que ambas partes están utilizando grupos extremistas que buscan legitimar sus acciones en términos religiosos. Un peligro aún mayor es que los principales actores en este conflicto traten de dotarse de bombas nucleares. Sería una pesadilla global que en una región caracterizada por la inestabilidad a largo plazo se inicie una carrera armamentista nuclear.
Por eso no es casual que, al mismo tiempo que ocurre una confrontación militar directa de los poderes regionales en Yemen, la comunidad internacional, encabezada por EE.UU., haya estado tratando de negociar un acuerdo nuclear con Irán. El acuerdo marco resultante de estas conversaciones, que se han venido dando de manera intermitente a lo largo de 12 años (y en las que participé durante un tiempo) busca hacer que el programa nuclear iraní esté bajo supervisión internacional, conteniendo así el riesgo que supone para la estabilidad regional y mundial. A cambio, se reducirán las sanciones económicas internacionales contra Irán.
Los planes de Estados Unidos están generando importantes críticas de Israel y Arabia Saudita, sus mejores aliados en la región, pero se trata de cuestionamientos que apuntan a objetivos poco realistas y que no hacen más que garantizar una mayor escalada del conflicto con Irán, que nunca abandonará por completo su tecnología y sus actividades nucleares. La única opción realista para evitar una carrera armamentista nuclear en la región es una supervisión internacional lo más amplia y completa posible.
Pero ni siquiera el logro de este objetivo contentaría a Israel ni Arabia Saudita, que temen que Irán utilice cualquier acuerdo al que se llegue para fortalecer su dominio regional. Así, el resultado final podría ser que EE.UU. cambie de facto de socios estratégicos regionales, lo que ya se está haciendo evidente en la lucha contra Estado Islámico en Irak.
Con todo, la estrategia de Irán no ha sido muy inteligente: sus intervenciones militares en Siria, Líbano, Irak y Yemen conllevan grandes riesgos. Así quedó de manifiesto con la reciente formación de una fuerza militar panárabe antiiraní, lo cual debería llevar a que sus gobernantes se replanteen sus políticas.
El nuevo Oriente Próximo no necesita una carrera armamentista nuclear, más odio religioso ni una política exterior basada en intervenciones militares, sino la fuerza para sentarse y negociar en conjunto y el desarrollo de sistemas de seguridad colectiva que sirvan a los intereses legítimos de todas las partes involucradas. Sin la diplomacia y la voluntad de avanzar hacia entendimientos mutuos viables, como acaba de ocurrir con el acuerdo marco negociado con Irán, seguirá siendo el polvorín de la política mundial, del que ya se ha encendido la mecha.