Obama en la Casa Blanca

Lo que distingue a la nueva era

El multitudinario acto de juramento del cargo presidencial por Barack Obama -llevado por la televisión hasta los últimos rincones del globo- ha concitado en los medios de comunicación de todo el mundo una valoración prácticamente unánime. Con su llegada, dicen, EEUU -y tras ellos el resto del planeta- entran en una nueva era. La era Obama. ¿Pero qué es lo que caracteriza a esta nueva era?

Para muchos, la gravedad de la crisis económica va a exigir al nuevo inquilino de la Casa Blanca centrar toda su atención en liderar la salida a la recesión, alejándole de la necesaria elaboración de una resuesta multilateral “a la compleja arquitectura de las relaciones internacionales”. Argumento que no reviste la menor consistencia. Pues ambas cuestiones están tan indisolublemente ligadas, que no es posible hallar la salida a una sin dar respuesta a la otra. Siendo más precisos, de la conducción que se haga de una dependerá la resultante de la otra. Y viceversa. Posiblemente desde los tiempos de Roosevelt, en la década de los 30, EEUU no se había enfrentado a un doble desafío –en lo interno y en el exterior– de la magnitud de los actuales. Con la sensible diferencia de que mientras entonces EEUU era la mayor potencia del mundo en ascenso (aunque sometida a una grave crisis), en la actualidad, pese a seguir siendo la única superpotencia global, se encuentra sometida a un progresivo declive estratégico, acelerado por los catastróficos resultados de los 8 años de mandato de Bush. El mundo al que se va a enfrentar Obama es sensiblemente distinto al que se encontró Bush. No digamos ya al de Clinton o al de Bush padre. Tras la implosión de la URSS, entre 1989 y 1991, EEUU salió victorioso de la Guerra Fría, como la única superpotencia realmente existente. El mandato de Clinton, iniciado en 1992, pese a aplicar una línea de hegemonía negociada y consensuada con el resto de potencias mundiales y conseguir una relativa recuperación de su economía, no pudo evitar el surgimiento de múltiples grietas en un sistema internacional que muchos en la elite del imperio creyeron que representaba el definitivo “fin de la historia”. Fisuras provocadas por el movimiento ascendente de distintos jugadores activos –global o regionalmente– en el tablero mundial. La década de los 90 vieron cristalizar la formación de dos polos hegemonistas regionales en torno a Alemania y Japón –aunque éste se desinflaría rápidamente, a aquél hubo que montarle la guerra de Kosovo para frenarlo–; la exitosa y vertiginosa aceleración de las reformas en China; el fracaso de las reformas liberales de Yeltsin en Rusia, con el consiguiente cambio de línea tras la llegada de Putin y su cohorte del KGB al Kremlin; el aumento de la influencia de Irán en Oriente Medio a través de Hezbollah y Hamas en puntos tan sensibles como Líbano y Palestina; el surgimiento de la nebulosa de Al Qaeda como brazo militar de una emergente burguesía pan-árabe reclamando un hueco en la distribución del poder mundial o el inicio, en fin, de la rebelión en el “patio trasero” con la primera victoria electoral de Hugo Chávez en Venezuela. Todas estas grietas en un orden mundial que Washington preveía sólido y estable tras la desaparición de su gran rival por la hegemonía, se han convertido, tras el nefasto mandato de Bush, en verdaderas fracturas que han dado lugar a un sistema internacional fragmentado y al que a la superpotencia norteamericana le resulta cada vez más difícil ordenar, encuadrar y controlar. La línea de hegemonía exclusiva, del recurso permanente a la fuerza militar, de convertir a los socios en vasallos ha agudizado y acelerado las contradicciones y grietas ya existentes, llevándolas a un estadio cualitativamente superior. Con su gestión, China ha pasado definitivamente a convertirse en la gran amenaza para la hegemonía mundial yanqui. El salto en su emergencia desde el terreno puramente económico al político y diplomático, ha obligado a todas las piezas a moverse y definirse en relación a él. El fracaso de Bush en Irak ha despertado las ambiciones de Rusia por contar nuevamente en la escena internacional, aunque para ello tenga que recurrir a las dos únicas bazas que posee: el chantaje de su potencial energético y el recurso a los remanentes de su gran fuerza militar.Al mismo tiempo que, en un escenario tan laberíntico y vital como Oriente Medio, ha acelerado extraordinariamente la irrupción de Irán como gran potencia regional y ha dado alas a la burguesía pan-árabe y el fundamentalismo islamista. Nuevas potencias emergentes –con proyectos autónomos más o menos desarrollados– como India y Brasil han surgido, mientras en Iberoamérica la rebelión antihegemonista iniciada por Venezuela se extiende como una mancha de aceite por todo el continente. Incluso aunque gran parte de las potencias emergente no están hoy interesadas en cuestionar la supremacía global yanqui, la simple lógica de la distinta colocación de las piezas en el tablero, las interconexiones creadas por esta nueva disposición y la inercia de su propio movimiento ascendente tiende a provocar sensibles cambios en el equilibrio económico-político global, cuestionando la actual distribución del poder mundial. Lo que engendra crecientes y continuadas perturbaciones y desórdenes sistémicos que, en el límite, no tienen otra salida que la recomposición de un nuevo equilibrio geoestratégico y la definición de un nuevo orden mundial, en el que EEUU y sus aliados occidentales son los que más tendrían que perder. Este es el principal desafío para el que han sido convocados Obama, su administración y su línea a la Casa Blanca. Y deben hacerlo, además, en medio de la peor crisis capitalista que ha conocido el mundo –y los propios EEUU– desde el crack del 29. De la respuesta que sepa dar a estos retos (o que pueda, o que le deje la fracción de su propia clase dominante más fieramente adicta a la doctrina Bush), y de cómo reaccionen ante ella los países y pueblos del mundo y el resto de jugadores activos, dependerá que el futuro conozca este período como la Era Obama. O cómo la época en la que una Nueva Era devoró a Obama. Y con él, al sistema de poder global surgido de la IIª Guerra Mundial.

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