Como en Lorca en «Grito hacia Roma», «queremos que se cumpla la voluntad de la tierra / que da sus frutos para todos». Así damos continuidad al serial iniciado sobre música popular que ha de recorrer estas páginas escudriñando en las entrañas de nuestras profundas raíces.
Desde el inicio del serial se ha retendido deshacer el trabajo de subversión cultivado en la Transición. Una cruzada contra la “España casposa” que se nutre de los fantasmas de la histórica “Leyenda Negra”, del supuesto retraso y fanatismo como seña de identidad de lo español, y que entierra interesadamente tanto las hondas y complejas raíces del mundo hispano como los momentos más importantes de progreso que forman nuestra historia, en el terreno del pensamiento y en el de la lucha por las libertades. Así veíamos como se presenta al pueblo español, a sus regiones y nacionalidades, a sus tradiciones no como el resultado de un complejo y rico tejido de encrucijadas en continuo movimiento y transformación, sino como algo inalterable que debe ser protegido y mantenido en sus formas puras y, en todo caso, como un elemento exótico que puede incorporarse adhiriéndolo a otras expresiones artísticas “indígenas”. Y apúntábamos también a los molinos de viento de nuestro particular “quijote musical”, que no han sido las mentes retrógradas ni los restos del aparato franquista (aunque hayan abonado el camino para la subversión), sino algunos miembros de la familia de la Transición empeñados en enterrar todo aquello que significaran señas de identidad, folclore o raíces españolas e hispanas en general. Lo popular se etiquetó de casposo, y artistas como Carlos Cano o la tremenda Martirio han nadado a contracorriente en un panorama musical “progresista” que debía aceptarlos pero a regañadientes y haciendo todo lo posible por relegarlos al cuarto oscuro del “género” o del autonomismo. Mientras la música acompañaba muchas de las justas conquistas del 78, las expresiones más hondas y desnudas de nuestro patrimonio artístico se preparaban para sufrir la degradación del “bombo y la pandereta”. La Jota, nuestra primera parada en el camino, ha evolucionado en las tres últimas décadas convirtiéndose en patrimonio recuperado por nuevos artistas. En especial, la Jota Aragonesa es, por su “bravura”, su elegancia, la dificultad de su baile, su descaro y su ligazón con uno de los episodios más significativos de nuestra historia, la Guerra de la Independencia, la que más se ha desarrollado. Pero la Jota tiene una sentido universal, no sólo en su tradición ancestral y “pagana” como baile de adoración a las divinidades, sino como nexo de unión de las profundas raíces del mundo hispano que se ha extendido en la historia. Un vehículo enraizado en las costumbres, glorias, dramas y ansias de rebelión de la gente que retomado a través de canales tan amplios como los que se abren desde finales del siglo XX, se convierte en una fabulosa “mesa de mezclas”. ¿Nuestro papel de tornasol?… el Flamenco, que caminando a la par ha tenido un desarrollo mucho más libre. Sometido a las mismas zafiedades franquistas que la Jota, el duende no ha sabido de centralismo ni periferias, tan solo de vida y muerte. Comprender sus estructuras y la tradición que se extiende por toda la península y al otro lado del charco, es enfrentarse también a la subversión de nuestra historia y nuestra cultura; y de igual manera desentrañar la política que no ha escatimado esfuerzos en rebajar lo popular enterrando los aspectos más revolucionarios en su sentido artístico, y “elevar” lo culto hasta dimensiones sólo al alcance de una reducida élite.