El Observatorio

Las dos ramas del árbol negro

La celebración del bicentenario de Poe, cuyo relato «Los crí­menes de la calle Morgue» es considerado el origen de la literatura negra (o policial, o detectivesca, o criminal), y cuyo detective Dupin es el primer «sabueso» del género, así­ como la celebración estos dí­as, en Barcelona, de la V Semana de novela negra, son sin duda un estí­mulo y un acicate para echar una mirada de reojo a un género que, como decí­amos el otro dí­a, se ha hecho absolutamente universal (se escribe ya en los cinco continentes) y ha perdido ya todos sus complejos: nadie la considera a estas alturas como una literatura de «serie B». Un género, por otra parte, que durante mucho tiempo ha sido un árbol con dos ramas muy distintas.

Durante mucho tiemo, efectivamente, la novela negra o criminal ha sido un árbol con dos ramas distintas, que sólo por origen y convención podemos calificar como “europea” y “americana”. Una rama, la “europea”, la encarna el modelo de Sherlock Holmes. El corazón del relato lo constituyen las habilidades intelectuales del detective. Su capacidad de observación (estamos en la tierra del empirismo, Gran Bretaña), su intuición y la habilidad de su raciocinio son el verdadero leitmotiv de esta rama del género. El mundo de los criminales no es más que el escenario, el decorado, donde el detective despliega las armas de su poderosa inteligencia para llegar hasta la verdad. Con los afilados instrumentos de su penetrante espíritu deductivo, el detective –normalmente sin más colaboración que la de un ayudante, bienintencionado pero algo tosco– logra penetrar y hacer luz en un universo oscuro de misterio y tinieblas que nadie, ni siquiera el Estado (la policía) logra desvelar. El hombre, armado con los sentidos y la razón, llega más lejos y es más capaz que el mismísimo Estado. Canto al individualismo ilustrado y al hombre de espíritu libre y certero, esta rama de la novela negra apenas si presta atención al marco social del delito que investiga; apenas le interesa –o le interesa sólo subsidiariamente aquella certera verdad que Conrad había formulado a principios del siglo XX: “La sociedad es esencialmente criminal; si no fuera así, no existiría”. Más tardía en su génesis, pero más influyente a lo largo del siglo XX, la segunda rama de la novela negra va a brotar y crecer en el fértil suelo de la narrativa norteamericana, en las primeras décadas del siglo XX, con autores míticos como Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Chester Himes, Ross McDonald, etc. Sin abandonar el protagonismo de unos detectives, que ahora tienen que fajarse mucho más en un mundo trepidante y violento, en el que el valor, la fuerza y la astucia cuentan tanto como la inteligencia, la intuición y la capacidad deductiva, la flecha, el dardo esencial del relato se dirige ahora a otro “blanco”: a destripar esa “sociedad criminal” de la que hablaba Conrad. El mundo criminal del que emerge el delito remite a una sociedad en la que el crimen no es un desorden periférico y casual, una excepción dolorosa pero inusual, sino una regla, un eje, uno de los instrumentos básicos para el ejercicio del poder. La novela negra americana abrió así una nueva dimensión: una vía directa, contundente, salvaje, para meter el bisturí en el cuerpo social y poner al desnudo las raíces principales del crimen y el vínculo esencial entre el poder y el delito. Y de paso, mostrar que el Estado no es sólo bienintencionado pero incompetente, sino muy a menudo el cómplice número uno del crimen. Fue el filósofo vienés Wittgenstein –que prefería la segunda rama a la primera– quien ayudó no poco a que el género negro perdiera su consideración como “literatura menor”: para él, la literatura negra contenía más sabiduría que toda la filosofía occidental.

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