El Observatorio

La Vida de las Ficciones

Hace unos años, cuando se conmemoró el cuarto centenario de la publicación del Quijote, un reportaje que indagaba la repercusión del libro en algunos de los pueblos manchegos por donde Cervantes habí­a desplegado las aventuras y desventuras de su hidalgo devenido caballero andante nos dejaba una conclusión sorprendente: para no pocos de los entrevistados don Quijote no era sólo un personaje de ficción, sino un vecino, un paisano, el más célebre de todos sus paisanos, alguien que sin duda habí­a vivido por allí­ en otra época y cabalgado entre aquellos molinos de viento. No es el primero ni el único caso en que un personaje de ficción es tomado por real.

A veces, incluso, se llega a la situación de que es el ropio personaje de ficción el que usurpa y se apropia de la vida del autor, desbancándolo, anulándolo o fusionando a los dos en una única e indivisible personalidad. Esto es lo que le ocurrió a Arthur Conan Doyle con su célebre personaje, el detective Sherlock Holmes. Según cuenta Javier Marías en su delicioso libro "Vidas escritas" (donde traza perfiles verdaderamente insólitos de una veintena de grandes escritores), cuando Conan Doyle hacía campaña electoral para llegar al Parlamento la gente interrumpía continuamente sus discursos llamándole Sherlock Holmes y haciéndole un sinfín de preguntas, no políticas, sino criminales. Cuando fue nombrado Sir, tras mucha resistencia por su parte, recibió numerosas cartas felicitándole por haberse convertido al fin en "sir Sherlock Holmes". Durante muchísimos años Conan Doyle estuvo recibiendo cartas de admiradores y lectores dirigidas a nombre de Sherlock Holmes, y muchas de ellas no consistían sólo en muestras de admiración o devoción literaria, sino en solicitudes de que se hiciera cargo de un caso o de que ayudara a resolver tal o cual enigma o problema angustioso. Cuando en 1893 Conan Doyle decidió acabar con la vida de su personaje haciéndolo caer por las cataratas de Reichenbach, no sólo tuvo que hacer frente a manifestaciones de jóvenes londinenses con crespones negros en señal de luto, sino a comentarios hirientes como el de una tal señora Blank: "Se me partió el corazón con la muerte de Holmes; disfrutaba tanto con los libros que él escribía…". Por cierto que, como comenta con entrañable ironía Javier Marías, la idea de matar a Sherlock Holmes no le resultó fácil de llevar a cabo a Conan Doyle. Cuando la madre del escritor, ávida lectora de sus intrigas, y a quien aquél enviaba las pruebas de imprenta a fin de aplacar su impaciencia, supo de las intenciones "homicidas" de su hijo, le envió un correo urgente con este texto: "¡No harás tal cosa! ¡No puedes! ¡No debes!". Y Conan Doyle tuvo que aplazar por dos años la muerte del detective. E incluso más tarde tuvo que "resucitarlo", devolverlo "a la vida" y desmentir que hubiera caído al agua. La ficción había alcanzado tal vida que ni siquiera el autor tenía ya "derechos" sobre él, como le había recordado su madre y como le exigían los lectores. De modo que aunque Conan Doyle creía que su personaje "oscurecía sus obras más altas" e incluso dañaba su reputación literaria -que él creía sería mucho mayor si pudiera dedicarse a la novela histórica, que le apasionaba-, nunca pudo liberarse de ese genial personaje nacido de su pluma, pero al que la imaginación de sus lectores le otorgaron una vida más real que la suya.

Deja una respuesta