Seguramente pocos análisis tan clarividentes se han hecho sobre la situación de la economía norteamericana como el publicado recientemente por Paul Krugman en su habitual columna del New York Times. En él, el premio Nóbel de Economía afirma que EEUU se encuentra en un estado de gravedad similar al que se encontró en 1938. Y del que sólo pudo sacarle el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Resumiéndolo brevemente, Krugman traza un aralelismo entre Roosevelt y Obama: “La economía de EEUU se ha visto paralizado por una crisis financiera. Las políticas del presidente han limitado los daños, pero han sido demasiado prudentes, y el desempleo sigue siendo desastrosamente alto. Más acciones son claramente necesarias. Sin embargo, el público le ha dado la espalda al activismo del gobierno, y parece dispuesto a inflingir una severa derrota a los demócratas en las elecciones de mitad de período. El presidente en cuestión es Franklin Delano Roosevelt, el año es 1938”. EEUU patina Sin decirlo abiertamente –aunque dándolo a entender– la situación que describe Krugman es la de una economía incapaz de sobrevivir sin respiración asistida, es decir, sin la inyección de nuevos y masivos estímulos gubernamentales. Al igual que Roosevelt retiro los estímulos en 1937, creyendo que ya se había superado lo peor de la Gran Depresión –lo que trajo la vuelta de la recesión y el desempleo en 1938–, la cortedad e insuficiencia, según Krugman, de los planes de estímulo de Obama están abocando a EEUU a una segunda fase recesiva o, como mínimo, a un largo período de estancamiento. Los datos parecen confirmar su tesis. El paro se mantiene obstinadamente en torno al 10%, una cifra inusualmente alta para los estándares norteamericanos –y que sería del 18,2% si se contabilizara de acuerdo a los baremos europeos–, el crecimiento del PIB ha retrocedido a niveles del 1,5%, el mercado inmobiliario ha entrado en una segunda fase de caída de precios –con lo que ello implica para el valor de los activos del sistema financiero y para la riqueza, y por tanto el consumo, de las familias–, la infrautilización de la capacidad productiva sigue situada en torno al 70%, las exportaciones se estancan y el déficit comercial vuelve a crecer tras unos pocos trimestres de avance, la deuda pública continúa creciendo a un ritmo galopante y está situada ya en el 92,5% del PIB, la Reserva Federal, una vez inundado el mercado de liquidez con una impresión masiva de dólares en tres años y unos tipos de interés entre el 0 y el 0,25% cada vez dispone de menos bazas en su mano,… Hubo una vez, al poco de finalizar la Segunda Gran Guerra y durante el boom económico de los años 50, en que el PIB norteamericano llegó a representar el 50% del Producto Bruto Mundial. Hoy representa menos del 22% y su tendencia imparable es a seguir descendiendo. Sin embargo, los ingentes gastos que suponen el mantenimiento de su hegemonía político-militar a escala mundial no hacen más que crecer. Durante la Guerra Fría, las contribuciones de sus principales aliados (Europa y Japón) a cambio de la protección del paraguas defensivo estadounidense corrieron con una parte no despreciable de los gastos militares. Hoy, esos mismo aliados, con Europa estancada y Japón hundido, son los que necesitan ayuda económica en lugar de poder ofrecerla. China, segunda potencia Paralelamente, el mundo conocía una noticia que no por esperada es menos importante, al sintetizar en un sólo elemento la tendencia principal del planeta en nuestros días. Hace escasamente dos semanas, China superaba a Japón como segunda potencia económica del mundo, creciendo en el primer semestre de este año a un ritmo del 11,1%. Un ritmo infernal e inalcanzable, no sólo para Japón, sino también para EEUU y en general para todas las viejas potencias capitalistas. La combinación entre el estancamiento de Occidente y el vertiginoso crecimiento chino hace que ya no exista la más mínima duda para nadie que en el curso de las próximas dos décadas China sobrepasará a EEUU como primera potencia económica mundial. El hecho sólo puede calificarse como poco menos que milagroso. Hay que recordar que hace sólo 60 años, China era un país destruido, arrasado y arruinado tras medio siglo ocupada por seis grandes potencias imperialistas (Japón, EEUU, Rusia, Alemania, Francia y Gran Bretaña) que se disputaban quedarse con una porción de su territorio y su mercado. A ella le siguieron 15 años de ocupación militar, guerra, devastación y saqueo por las tropas japonesas, y cuatro años más de guerra nacional revolucionaria contra los reaccionarios caudillos militares del Kuomintang y sus aliados norteamericanos. En aquellos momentos, el PIB chino llegó en ocasiones a estar por debajo, no ya de su vecina India, sino de algunas de las por entonces colonias africanas. Su propia existencia como país estaba puesta en cuestión y su unidad política e integridad territorial pendían de un hilo. Seis décadas después, se ha encaramado al segundo escalafón del ranking económico mundial, superando a muchas de las más poderosas potencias capitalistas tradicionales. La clave de bóveda, la independencia ¿Dónde radica la clave de bóveda del espectacular crecimiento chino? Más allá de las discusiones sobre la naturaleza del régimen económico-social y político de China, lo que resulta de una evidencia incontestable es que se trata de un país independiente. Independiente en lo económico, pero también, y sobre todo, en lo militar y lo político, así como en lo ideológico. A diferencia de lo que ocurre en otros países, como el nuestro, la política económica de China no la deciden las órdenes y directrices surgidas de las cúpulas de los grandes organismos económicos internacionales, sino que está dictada por sus necesidades nacionales. De acuerdo con las leyes capitalistas, podría parecer paradójico que el país que más está creciendo en medio de la mayor crisis mundial en 80 años, sea al mismo tiempo el que más está elevando los salarios de sus trabajadores: el salario mínimo ha crecido en 2009 un 20% en toda China, y en las regiones más pobres ha llegado a alcanzar una revalorización superior al 30%. Sin embargo, la clave de esta aparente paradoja económica nos la da justamente su independencia política: en contra de todas las recomendaciones del FMI, del Banco Mundial y de todos los sesudos análisis de los grandes economistas occidentales, el gobierno chino ha decidido aplicar abierta y consecuentemente una política keynesiana, con el objetivo declarado de compensar la caída de sus exportaciones en el mercado mundial con un incremento de la demanda interna a través del aumento del poder adquisitivo de la mayoría de la población. Aprovechando al mismo tiempo la crisis para recomponer el excesivo desequilibrio entre el mercado exterior y el mercado interno. Sólo en la medida que China se ha librado del dominio imperialista, que ha conquistado y mantenido su independencia política y militar, ha sido capaz de escalar posiciones en el ranking económico mundial hasta encaramarse al segundo lugar y amenazar con alcanzar más rápido de lo que todos creían el primero. ¿Superexplotación? El grado de independencia y autonomía de los grandes centros de poder imperialistas es, en realidad, lo que explica los diversos ritmos de crecimiento de las potencias emergentes. A mayor independencia y autonomía, mayor velocidad, diversidad y solidez en el crecimiento. Hay quien piensa que detrás del llamado “milagro económico” chino no existe otra cosa sino superexplotación con salarios miserables de una mano de obra tan ingente como falta de cualificación. Nada más lejos de la realidad. Como reconoce abiertamente la ONU, si el mundo ha podido alcanzar en las dos pasadas décadas los llamados “objetivos del milenio”, es decir, la lucha por la eliminación de la pobreza y el hambre en el planeta, es gracias a la aportación decisiva de China. Hasta hace sólo 30 o 40 años, una parte sustancial de su población vivía sometida a periódicos episodios de hambruna (provocados por la sequía, las malas cosechas u otros fenómenos naturales) que se llevaban por delante la vida de millones de personas. Hoy el hambre ha desaparecido y el número de gente que vive bajo el umbral de la pobreza está retrocediendo vertiginosamente. A nuestros ojos, cobrar un salario mensual de alrededor de 350 dólares al mes, la media que en la actualidad cobran los más de 240 millones de trabajadores urbanos chinos, puede parecer poca cosa. Pero comparado con las rentas de apenas 2 dólares diarios (o menos si habamos de las áreas rurales) con las que tenían que vivir hace 15 o 20 años, significa una elevación de su poder adquisitivo de más de un 400%. Lo que ha hecho en estas décadas China es poner sus recursos –y uno de los más importantes que posee es la insondable profundidad de la fuerza de trabajo potencial que posee– al servicio de sus propios objetivos. Poder económico y poder mundial EEUU patina, Europa se estanca, Japón se hunde, China se dispara y las otras potencias emergentes del Tercer Mundo (ya sean globales o regionales) aumentan su velocidad de crucero. La hondura de la crisis financiera mundial ha hecho cristalizar este nuevo escenario de redistribución del poder económico mundial. Mientras las viejas potencias imperialistas han acumulado estos dos últimos años un retroceso sustancial y una formidable pérdida en su peso económico mundial, las potencias emergentes, en ese mismo período, continúan su marcha imparable, creciendo, como en el caso de China, a una inaudita velocidad del 11%, del 9% como la India, o incluso al más “modesto” ritmo del 6% de Brasil o Rusia. Son estas condiciones –cuya perspectiva en los próximos años o lustros es la aceleración de los emergentes frente al estancamiento de las viejas potencias–, las que están imponiendo una redistribución de fuerzas a escala mundial, con consecuencias catastróficas para los países más débiles y dependientes del campo imperialista, como el nuestro. A las viejas potencias se les achica el espacio del mercado mundial en el que hasta ahora podían reinar sin más competencia que la existente entre ellas mismas. Y en consecuencia disminuye la “porción de la tarta” que pueden repartirse. Una tendencia que la crisis no ha hecho sino agudizar. Esto exige de forma inexorable una redistribución interna de fuerzas en el campo imperialista, una recategorización de los países que forman parte de él, una nueva colocación de acuerdo a la jerarquía que cada uno tiene según su fuerza económica, política y militar. EEUU se ve obligado a reacomodarse a esta nueva situación, reconociendo el peso alcanzado por China (aunque lo haga a través de un tira y afloja continuo) y los emergentes. Y debe reacomodar también su sistema de alianzas, sistema en el que el papel y el peso de Europa ocupa un lugar crecientemente marginal y donde, por lo tanto, se ha reducido el espacio a ocupar y la porción de la tarta a repartir. Al igual que la superpotencia, las potencias europeas a nivel regional están procediendo exactamente del mismo modo, recolocándose en la nueva situación y procediendo a un reajuste interno de acuerdo al menguante papel y peso que les corresponde. Esta es la lógica implacable que explica lo que está ocurriendo estos días en nuestro país, y en el mundo.