La radicalización de las clases medias es, probablemente, la consecuencia política más palmaria de la crisis económica. El reciente triunfo de Syriza en Grecia o las importantes expectativas electorales de Podemos lo acredita sin necesidad de mayores explicaciones. Incluso en países con un fuerte equilibrio social bajo el mantón de la República, como Francia, las costuras que han permitido mantener a las clases medias dentro del ‘sistema’ han saltado por los aires. El Frente Nacional es hoy algo más que un reducto de la extrema derecha. También en los países escandinavos, modelo de cohesión social, se está produciendo una fuerte erosión de los partidos tradicionales en beneficio de los nuevos populismos con tintes xenófobos.
Millones de familias han radicalizado su discurso como una especie de tabla de salvación frente a lo establecido. Al fin y al cabo, muchos ciudadanos están convencidos de que tienen poco que perder si apuestan por programas que se sitúan en los extremos. Está acreditado que a medida que se produce un ensanchamiento de las desigualdades salariales o un deterioro creciente de las condiciones laborales (empleo de usar y tirar), la polarización política tiende a aumentar. La identificación del votante con el sistema se evapora. No hay razones para permanecer dentro.
Responsabilizar a la crisis económica de este fenómeno es, sin embargo, parcial. La crisis de las clases medias es anterior al estallido de la burbuja del crédito. Su origen hay que encontrarlo en la insuficiencia de puestos de trabajo (los niveles de desempleo estructural son escandalosos en algunos países) y en el deterioro de algunos servicios públicos esenciales (deficiencias de los sistemas educativos) que antes servían de pararrayos social. Como consecuencia de ello, un número cada vez más relevante de ciudadanos se siente extraño al sistema político.
Si el modelo económico y social no es capaz de proteger a los hogares, parece evidente que no hay ninguna razón para creer en él. Sobre todo cuando en paralelo el sistema fiscal se ha apoyado fundamentalmente en los asalariados al tiempo que privilegiaba a quienes obtienen sus rentas de fuentes no salariales. Con razón Chumy Chúmez sostenía con acidez en una célebre viñeta que los contribuyentes eran en realidad unos manirrotos porque al fin y al cabo se lo gastaban todo en impuestos
Todos socialdemócratasLo paradójico es que los propios partidos que han gobernado en los países más afectados por este proceso conocen esta realidad. Y la mejor prueba de ello es que los programas electorales están preñados de una cierta socialdemocracia en sus políticas públicas. Entendido este concepto no como una identificación de carácter ideológico o partidista, sino como un espacio político meramente instrumental al que se acoge tanto la izquierda como la derecha. Al final y al cabo, la construcción de los Estados de bienestar en Europa fue fruto de un pacto histórico entre la socialdemocracia, la democracia cristiana y los partidos liberales existentes en algunos países europeos. Algo que dio lugar a aquella célebre frase de Nixon, quien proclamó en 1971: “Ahora todos somos keynesianos”.
Los nuevos partidos, desde luego, lo son. Tanto Ciudadanos como Podemos han presentado programas económicos de corte socialdemócrata, y hasta el propio Montoro es atacado frecuentemente por sus propios correligionarios por querer ser más de izquierdas que los propios socialistas. Se le acusa, de hecho, de ser un ladino socialdemócrata que ha ninguneado las raíces liberales del PP, si es que alguna vez las hubo.
La reciente reforma del IRPF, de hecho, está plagada de guiños a las clases medias y bajas a través de esa figura extraña que se denomina impuestos negativos: cuando el Estado renuncia a recaudar para asegurar un determinado nivel de renta de los contribuyentes. Con razón un sagaz analista se preguntaba estos días tras leer el programa económico de Ciudadanos: ¿Pero no había muerto la socialdemocracia? Los que están feneciendo, en realidad, son los partidos socialdemócratas.
Esta estrategia electoral, sin embargo, choca con la realidad de los hechos. Millones de hogares que antes tenían sentido de pertenencia a las clases medias se ven hoy muy cerca de la pobreza relativa. Sin duda, por la eclosión de eso que se ha venido en denominar ‘trabajadores pobres’, y que afecta no sólo a los empleados de baja cualificación, sino también a ciudadanos bien formados atrapados por una frustración creciente. Sorprende, en este sentido, ver estos días a gente muy formada dispuesta a tirar por la calle de en medio y llevarse por delante todo lo logrado en los últimos años simplemente para dar un escarmiento a una clase política que hace mucho tiempo que perdió el oremus.
Hasta hace muy poco se entendía que la erradicación de la pobreza dependía fundamentalmente de la creación de empleo, pero el nuevo orden económico internacional -que tiende a individualizar las relaciones laborales en detrimento de la negociación colectiva- lo que ha provocado es, en realidad, un deterioro sin parangón de las condiciones salariales en los países occidentales, lo que explica que ya no basta con tener una ocupación para escapar de la pobreza. De ahí que muchos gobiernos se vean obligados a echar mano de los impuestos para asegurar un mínimo de supervivencia.
Visión whig de la historiaEl problema es que esos recursos salen, precisamente, de otros asalariados con ingresos insuficientes, lo que provoca un círculo vicioso. Una especie de socialización de la pobreza. Por decirlo de una manera gráfica, se ha quebrado eso que los historiadores denominan visión whig de la historia, que se basaba en la creencia de que la historia es una progresión continúa -con altibajos en determinados procesos históricos- en pos de mayores cotas de libertad e ilustración.
Robert Reich, un antiguo secretario de Empleo de EEUU lo definió en su día de forma magistral cuando decía que el sistema se basaba en que los empresarios pagaban a los trabajadores lo suficiente para que éstos pudieran comprar lo que sus empresas vendían. Ese pacto social es el que se ha quebrado, y de ahí la radicalización de las clases medias, que progresivamente se han visto amenazadas y han ido abandonando su papel de ciudadanos para convertirse en espectadores de una realidad que se cuenta en la televisión como un producto de entretenimiento.
La situación es tan evidente que incluso una compañía con fama de imponer condiciones leoninas a sus trabajadores, como es el gigante de la distribución estadounidense Walmart, ha decidido subir el salario a sus 500.000 trabajadores (hasta los nueve dólares la hora) para que la bicicleta siga rodando.
No es un hecho aislado. El propio presidente Obama ha planteado hace unos días en su informe económico anual enviado al Congreso la necesidad de hacer una política salarial más expansiva (ya propuso el año pasado el alza del salario mínimo por hora trabajada hasta los 10 dólares) para asegurar la sostenibilidad del crecimiento y el futuro de las clases medias, cuya principal fuente de ingresos son las nóminas, no la evolución de los mercados financieros. En EEUU, de hecho, los ingresos de las clases medias -un concepto complejo pero que define los perfiles de la sociedad- ya se está planteando como el principal asunto económico para las elecciones presidenciales y al Congreso de 2016. Al menos 13 estados ya han legislado en favor de aumentar los salarios mínimos, como en Alemania.
No se está, por lo tanto, ante un fenómeno político caído del cielo o ante una respuesta puntual a un problema derivado de una crisis económica muy intensa. La erosión de los ingresos (y sus consecuencias sobre el orden político) es el fruto de una estrategia de política económica equivocada -un reciente estudio de la Caixa ha demostrado que estamos ante una salida mucho más lenta de la crisis que en la recesiones de 1981 y 1992- que ha liquidado la dignidad del salario. A lo mejor ese es el mejor antídoto para conjurar los populismos.