“La región de los Balcanes tiene la tendencia a producir más historia de la que puede consumir”. Winston Churchill
Hoy todos somos escoceses. Hay momentos de la historia reciente del Viejo Continente en los que los europeos se han sentido concernidos directamente por acontecimientos aparentemente locales. Ese sentimiento de estar embarcados en un destino solidario lo expresó mejor que nadie, en un discurso memorable, el asesinado presidente John F. Kennedy cuando proclamó el 26 de junio de 1963 aquel emocionante: “Soy berlinés”. Lo hizo en la capital alemana en la conmemoración del décimo aniversario del bloqueo de la ciudad por la URSS. Aquel grito, curiosamente pero con enorme lógica lanzado por un presidente de EEUU, y la progresiva construcción de Europa después de la II Guerra Mundial –que había aprendido del cierre en falso de la Gran Guerra con el vengativo y miope Tratado de Versalles de 1919– crearon la conciencia de la unidad europea.
Sólo cuando cayó el muro de Berlín en 1989 y se produjo la reunificación alemana en 1991 y concluyó la Guerra Fría, se ajustaron las fronteras como consecuencia del derrumbe de la URSS: las repúblicas bálticas (Lituania, Letonia y Estonia) recuperaron su independencia en 1991; Chequia y Eslovaquia se escindieron en la llamada Revolución de Terciopelo en enero de 1993 y también los años noventa –en proceso tortuoso y muy trágico– estalló en mil pedazos la que fuera República Socialista de Yugoslavia, un proceso de implosión de los Balcanes que ha llegado hasta la primera década de este siglo (2006, referéndum de Montenegro y 2008, independencia de Kosovo). Las características esenciales de este proceso de reajuste fueron el fracaso histórico de los regímenes comunistas y una aspiración general a la unificación final de Europa, peso pasando por la estatalización de las pequeñas naciones oprimidas entre 1945 y 1989.
La gran recesión de 2007-2008, la crisis de la izquierda europea, la insuficiencia de las fórmulas de la austeridad para superarla de la derecha, el abandono atlantista de la presidencia de Obama y la emergencia de la Rusia de Putin con afanes imperialistas (Ucrania), ha provocado la decepción europea refrescando la memoria de las identidades nacionales y, sobre todo –y esta es la clave– ha cuestionado los modelos de Estados tradicionales como marcos de convivencia en el que el bienestar resultaba sostenible y el reparto de recursos interterritoriales ecuánime y aceptado. Sólo los modelos federales más actualizados como el alemán –sometido a una revisión constitucional que ha se producido en los primeros años de este siglo– parecen sólidos, aunque tampoco exentos de problemas.
El germen de una suerte de nueva balcanización ha prendido en Europa. Pero no ya en la Europa periférica, ni en los Estados menores del Continente. Los tratados que han erigido la Unión –de Maastricht a Lisboa– daban por sentado la permanencia e intangibilidad territorial de los Estados. Sin embargo, dos fenómenos diferentes –no conectados por la historia, ni por el sistema constitucional de cada uno de ellos, ni por su presente ni por su horizonte– como Escocia en el Reino Unido y Cataluña en España, nos plantean un escenario que ayer Rajoy consideró como radicalmente contrario al espíritu de la Unión. Lo es, desde luego, pero las realidades son las que son y la aplicación de las leyes, nacionales e internacionales, son condición necesaria pero no siempre suficiente para manejar estos nuevos conflictos.
Escocia y Cataluña –allí hoy un referéndum legal y pactado, aquí un proceso soberanista ilegal, mal construido y peor impulsado– son las dos referencias de una Europa que entra en un nuevo tiempo. Añádase a Escocia y Cataluña, la llamada Padania (Lombardía y Véneto) en Italia, Flandes en Bélgica, Bretaña y Córcega en Francia y el malestar de otras regiones opulentas como el Estado libre de Baviera o el sudeste inglés y se concluirá que, aunque entre unos y otros los parecidos externos sean nulos, hay un fondo común que es el cuestionamiento del statu quo en el corazón de la Unión, por mucha legalidad, interna y europea, que establezca cláusulas de intangibilidad.
Escocia forma parte –y así será hasta marzo de 2016 si gana el “sí” en el referéndum de hoy– de la primera potencia militar de la UE y la segunda potencia económica, aunque fuera del euro. Su quiebra interna podría conducir a que Gales e Irlanda planteen sus reivindicaciones, y que el conjunto británico quedara abocado a una referéndum para salir de la Unión Europea. Que sería, además, aplaudido por los populismos –de izquierda y derecha– que van de victoria en victoria por toda Europa. Sin ir más lejos, hace cuarenta y ocho horas, en Suecia.
Un “sí” en el referéndum escocés sería el inicio de una reformulación total, un “no” daría tiempo para una recomposición y sobre todo para una reflexión imprescindible: sacar de su ocaso la política y retranquear las políticas de contabilidad, repensar el discurso europeo y el de los Estados de la Unión, sobre la base de que, aunque gane el no en Escocia y fracase, como sucederá, el proceso soberanista en Cataluña, se ha puesto en marcha una dinámica de nueva balcanización –ahora pacífica, pero destructiva de los más elevados objetivos de la Europa unida– que es muy resistente a los reveses coyunturales y que ha tomado mucho oxígeno por el apagón ideológico y político que está haciendo irreconocibles a las grandes familias del conservatismo y la socialdemocracia en el Viejo Continente.
Para España, lo que ocurra en Escocia tiene una importancia capital que, por obvia, huelga glosar: legitima la causa independentista en los Estados más consolidados de Europa y obliga –cuando el momento sea el adecuado– a que se abandone la política de manguito y oficina, de legalidad y sólo de legalidad, para afrontar el reto con un musculado discurso político y un renovado proyecto de convivencia. Quien suponga que la historia es una foto fija, que no tiende a repetirse y que siempre es pasado (el pasado siempre vuelve, escribió Ortega), que la globalización sólo consiste en internet y los vuelos low cost, está confundido.
Estamos ya en la misma clave social e intelectual del gran relator de la Europa de los primeros treinta y cinco años del siglo pasado, Stefan Zweig, una de cuya obras, y no en balde, se tituló El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Exactamente en el mundo que ahora estamos: viviendo un tiempo histórico de matriz balcánica.