Tras semanas de protestas que no bajan de intensidad, el gobierno conservador de Sebastián Piñera ha pasado de «declarar la guerra» al movimiento popular… a dar su brazo a torcer. Ahora, los partidos del régimen -de la derecha de Piñera a la socialdemocracia- se plantean cambiar la Constitución vigente -promulgada por Pinochet en 1980 y que consagra un modelo político, económico y social de dominio descarnado de la oligarquía y el capital extranjero sobre la población- por una nueva Carta Magna que dé cabida a las demandas de la calle.
La revuelta ciudadana comenzó hace un mes por la enésima subida de las tarifas de metro, pero hizo estallar un polvorín social que estaba a la espera de una chispa. Son casi cuatro décadas en las que las clases populares chilenas han visto degradarse continuamente sus condiciones de vida y de trabajo, a través de gobiernos -conservadores o socialdemócratas- que han consagrado un modelo ultraliberal, donde las pensiones son privadas, la educación y la sanidad están cada día más degradadas, y los atracos legales en las tarifas de la luz, el agua, el transporte o los servicios están a la orden del día.
Un magma de malestar se ha ido acumulando de forma sorda y subterránea en un país donde el 70% de la población no llega a los 770 dólares al mes, y donde el 60% de las familias están endeudadas con unos bancos que cobran intereses extremadamente usurarios. Hasta que ha brotado, incontenible, llenando calles, avenidas y plazas.
Todo ese sistema general de saqueo inmisericorde contra las clases populares tiene su marco legal en una Constitución en la que la dictadura de Pinochet dejó los intereses oligárquico-imperialistas (en particular de unos EEUU que siguen interviniendo hasta la médula en la vida política chilena) «atados y bien atados».
Por eso, entre las muchas demandas del movimiento popular, la del proceso constituyente ha acabado siendo una de las principales. Piñera y el centroizquierda socialdemócrata -la antigua Concertación socialista y democristiana de Aylwin, Lagos, Frei o Bachelet–, que al principio trataron de evitar desechar la vieja Carta Magna, han acabado claudicando ante la exigencia de las calles, aunque eso no ha hecho disminuir las protestas.
Ahora la batalla se ha trasladado a la fórmula en como será elaborada la nueva Constitución. La clase dominante, los partidos del régimen y los centros de poder apuestan por una «Convención Constituyente»: un grupo de diputados y algunos delegados de designación libre darían forma a un nuevo texto. Una «ruptura pactada, como la de Fraga», que diría alguien que haya vivido la Transición española.
Por contra, las fuerzas de la izquierda -el Partido Comunista o el Frente Amplio, mucho más cercanos al sentir de las protestas- exigen una «Asamblea Constituyente», formada íntegramente por delegados surgidos de una elecciones convocadas expresamente para ese fin, y en las que previsiblemente la izquierda menos encuadrada obtendría una mayoría de representantes.
El plebiscito será en la primavera de 2020. Pero mientras tanto, en la aguda lucha de clases que atraviesa Chile, los trabajadores y el pueblo ya han conseguido que un régimen que parecía inmune a los cambios («el oasis de Sudamérica», como lo llamó un incauto Piñera poco antes del estallido), tenga que aceptar muchas de sus exigencias.