SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

La losa de la deuda exterior

Al cumplirse siete años de crisis, y cuando desde los estamentos oficiales se afirma que estamos saliendo de ella, resulta conveniente preguntarnos por su origen para comprobar si las causas que la engendraron han dejado de existir y si ha desaparecido el peligro de que puedan resurgir.

En mi opinión (y así lo he escrito en varias ocasiones, entre otras en “La trastienda de la crisis” (capítulo 8), y en “Contra el Euro” (capítulo 5)), para entender la larga crisis que está sufriendo España, y en general la Eurozona, no comparable con ninguna otra conocida por lo menos en las cinco últimas décadas, hay que remitirse al endeudamiento exterior contraído en los años previos, a partir de la creación de la Unión Monetaria. En el periodo 2002-2008, la deuda exterior neta de España se multiplicó por cuatro. Pero, frente a lo que se suele afirmar, no era el sector público el que se había endeudado desproporcionadamente, sino el sector privado, especialmente los bancos. Hoy ya se admite de forma generalizada que en aquella época, en la que se saludaba tan eufóricamente la marcha de la economía, determinados países, entre los que se encontraba España, crecieron a crédito, cuya contrapartida era un progresivo incremento del déficit por cuenta corriente en la balanza de pagos. Nuestro país, entre otros, gastaba más de lo que producía.

En lo que ya no hay tanta unanimidad, o al menos se pretende cubrir con un tupido velo, pero que no por ello resulta menos cierto, es que este crecer a crédito solo fue posible por nuestra pertenencia a la Unión Monetaria. Sin tener la misma moneda los banqueros de los países con superávit no hubiesen prestado a los bancos de los deficitarios, al menos en la misma cuantía en que lo hicieron. Sin el euro, la devaluación o revalorización de las monedas nacionales habría impedido que los déficits y superávits de las balanzas de pagos alcanzasen los niveles a los que llegaron. Buena muestra de ello fue lo que ocurrió a principio de los años noventa con las cotizaciones de las divisas que pertenecían al Sistema Monetario Europeo.

Todo ello es de sobra conocido, como también que se llegó a un punto en el que los acreedores comenzaron a recelar de que los deudores pudieran pagar, desencadenando la desconfianza en los mercados, y el conflicto y la involución en la economía. A estas alturas no hay demasiada duda acerca de que el origen último de la crisis que estamos sufriendo se encuentra en el gigantesco endeudamiento exterior, así como en los desmedidos desequilibrios alcanzados en las balanzas de pagos, cara y cruz de la misma moneda; y, como telón de fondo, el euro sin el cual no se hubiera dado ni lo uno ni lo otro. En consecuencia, si queremos saber la consistencia que tiene la llamada recuperación, lo que ahora tenemos que preguntarnos es hasta qué punto subsisten los factores anteriores y, en cualquier caso, si se mantiene el peligro de que vuelvan a producirse los mismos desequilibrios.

Después de someter durante siete años a la población a sacrificios y privaciones, no hemos reducido un ápice el stock del endeudamiento exterior neto que se mantiene ligeramente por encima del 100% del PIB. Tan solo ha habido un cambio de composición, una traslación de la deuda del sector privado al sector público. Nos cabe el dudoso honor de que nuestro endeudamiento exterior neto se encuentre en términos relativos a la cabeza de todos los países desarrollados.

Es verdad que en estos años, como arguyen algunos, esta cifra se ha mantenido más o menos constante, sin incrementarse, ya que se ha ido reduciendo el déficit por cuenta corriente hasta el punto de que el pasado ejercicio esta magnitud se convirtió en superávit. Existe, sin embargo, un cierto espejismo en este planteamiento. En primer lugar, porque ha sido la propia crisis la que ha cerrado la brecha existente en nuestra balanza de pagos, pero basta con que la economía repunte débilmente, como está ocurriendo en la actualidad, para que el signo se invierta. Se prevé que en este ejercicio el superávit del año pasado se transforme en déficit. En segundo lugar, porque el stock de deuda actual es tan elevado que no es suficiente detener su crecimiento, sino que resulta imprescindible que se reduzca, lo que parece casi imposible.

La deuda exterior constituye una losa sobre nuestra economía, tanto más cuanto que está nominada en una moneda que, si bien es la nuestra, no controlamos, lo que nos deja al albur de los mercados y del BCE, tal como hemos tenido ocasión de experimentar en los primeros años de la crisis. La pérdida de soberanía es muy considerable y la incertidumbre y la inseguridad de cara al futuro, casi totales. Diríamos que para nuestra economía es imprescindible la disminución del monto de deuda exterior, pero ¿es posible?

Cuando la deuda está nominada en la propia moneda, un procedimiento clásico para este fin consiste en la devaluación del tipo de cambio. Así han actuado en la crisis, por ejemplo, EE.UU., Gran Bretaña y Japón, que han depreciado su moneda con respecto al euro. Los acreedores europeos que tuviesen activos nominados en las monedas de estos países han sufrido una quita considerable en sus créditos y, además, de forma solapada y discreta). Pero, este recurso está inhabilitado dentro de la Eurozona; España, Portugal, Irlanda o Grecia no pueden devaluar su moneda con respecto a los acreedores alemanes.

Un crecimiento sostenido y unas tasas de inflación moderadamente elevadas ayudarían también a reducir el stock de deudas. Pero la política económica impuesta por Alemania (impuesta porque los tratados se lo permiten) va en una dirección totalmente contraria. La Eurozona está al borde de una nueva recesión y con unos índices de precios que oscilan alrededor de cero, lo que constituye el peor escenario para los deudores.

No parece que haya muchas posibilidades de que se reduzca el endeudamiento de los países del Sur, incluso puede llegar a incrementarse. No obstante, tampoco parece que sea muy factible que la situación actual se mantenga. Todo indica que, antes o después, la Eurozona se tendrá que enfrentar a una restructuración de la deuda. El desenlace lógico de todas las crisis de deuda (y la de la Eurozona lo es) es la reestructuración. Bien es verdad que con casi toda seguridad afectará a varios países a la vez, dada la interconexión que existe entre ellos y que la de uno influirá en las de los otros. De todas las formas, las reestructuraciones de la deuda, al igual que las devaluaciones, del tipo de cambio, no se pueden anunciar, hay que acometerlas a traición, de improviso; se hacen pero no conviene hablar de ellas, especialmente no conviene que lo hagan los Gobiernos y aquellos que aspiran a serlo.

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