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La hermandad de la uva

John Fante -cuyo centenario celebramos este año, pues nació en 1909- abre esta novela con una cita de Eduardo Verga («Los Abruzos» -la región de Italia de donde provení­a su padre-) que es toda una declaración de principios: «¡La hermandad de la uva! En todos los pueblos puede verse a estos granujas haciendo el vago en la puerta de los cafés, bebiendo vino y suspirando cada vez que pasan unas faldas». Fante vuelve a hurgar en el territorio fértil de su pasado familiar -era hijo de inmigrantes italianos pobres-, pero esta vez no para contarnos su fuga, sino su retorno y con él, la reconciliación con su pasado.

Henry –el alter ego de Fante en esta novela y su narrador – es un escritor maduro, de unos 50 años, casado, con dos hijos que ya no están en casa. Una tarde recibe una llamada telefónica que lo saca de la modorra en que está inmerso en el orche de su bonita y tranquila casa junto al mar: es su hermano Mario, para contarle que sus padres, de 76 y 74 años, respectivamente, van a divorciarse; que su madre ha sorprendido en unos calzoncillos del padre una prueba inequívoca de adulterio; que los dos –muy a la manera italiana – han montado una escándalo de mil demonios en el pueblo y que ha tenido que intervenir hasta la policía. Henry sopesa volver para ayudar a resolver un conflicto que sabe insoluble y, mientras tanto, remueve las cenizas nunca del todo apagadas de un pasado dominado por la figura turbulenta del padre, el viejo Nick Molise, un tipo tiránico y orgulloso, un albañil excepcional, que “habría sido más feliz si no hubiera tenido descendencia”, porque sus hijos – piensa Henry – “habían sido los clavos que lo habían crucificado a mi madre”. Nick habría querido tener una “tribu de hijos-albañiles”, seguidores y discípulos de su arte; pero, en cambio, ha tenido que vérselas con un guardafrenos obsesionado con el béisbol, un empleadillo de banca y un “escritorzuelo”. Pero el viejo Nick no se relame sus heridas, ni le remuerde el pasado, ni va a pedir cuentas ni perdón a nadie: a pesar de sus 76 años aún puede flirtear, vanagloriarse de su trabajo y, sobre todo, beber, beber como un cosaco en el café de Roma junto a sus amigos, una pandilla de consumados borrachines. Pese a su innata pereza, a la certidumbre de que no va a sacar nada en claro y al “temor” oculto al reencuentro con el padre y con su propio pasado, Henry vuelve al pueblo, donde, contra toda lógica, va a verse envuelto, sin saber muy bien por qué, en la última y absurda “empresa” de su padre: construir un secadero de pieles en un inhóspito pueblo de montaña a dos mil metros de altura. La descabellada empresa, que va a acabar con la vida de su padre, va a terminar poco a poco, también, con la hostilidad de Henry hacia él, una hostilidad vivida y mamada desde la adolescencia. Ya cerca de la muerte, Henry comprende la secreta grandeza

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