Manuel Lozano Leyva

La gran oportunidad global

Sobre el cambio climático hay dos frases tan recurrentes que se han convertido en latiguillo: “hay un amlio consenso en la comunidad científica…” y “la mayoría de los científicos sostiene que…”. Desde Galileo sabemos que la solidez de los fundamentos científicos reside en que ni se consensúan ni se votan. La ciencia aún no ha demostrado que el clima esté cambiando. No hay certeza siquiera de que la supuesta causa sea un aumento de la temperatura del planeta y menos de que ésta pueda ser debida al efecto invernadero provocado por los gases que el transporte y la industrialización general emite a la atmósfera. La razón de la falta de conclusión científica es que el problema es extraordinariamente difícil de analizar por la complejidad de la Tierra como sistema físico. El interior del planeta tiene una dinámica compleja que hace que las placas tectónicas evolucionen lenta pero inexorablemente. Esto conlleva un calentamiento por fricción que además genera fenómenos violentos como los volcanes. La atmósfera y la hidrosfera a su vez son sistemas altamente inestables y no lineales. La variabilidad de la actividad solar complica el problema, así como muchos otros factores astronómicos y físicos. Todo el poderío supercomputacional y la sofisticada finura de los satélites meteorológicos no han ofrecido aún pruebas irrefutables. La primera consecuencia es, aunque parezca axiomática o perogrullada, que el llamado “negacionismo” no tiene base científica alguna. Tampoco el “catastrofismo” debería ser una actitud ante la falta de conclusiones claras. Sin embargo, lo que nos ofrecen los datos hasta ahora es tan inquietante que hay que afrontar el problema.De lo que la ciencia nos alerta por ahora es que los posibles escenarios son sólo tres. Primero, no hay cambio climático; segundo, hay cambio climático que podemos paliar; y tercero, hay un cambio climático inevitable. Las decisiones a tomar son dos: no hacer nada o reducir las supuestas causas. No hacer nada suponiendo el primer caso es jugar a la lotería, en el segundo es jugar a la ruleta rusa y en el tercero nos lleva a disfrutar unos y rezar los demás. Lo lógico pues es intentar aminorar las causas reales o hipotéticas reduciendo emisiones de gases de efecto invernadero, o sea, independizarnos en la medida de lo posible del petróleo, el carbón y el gas. Por más que optimicemos el consumo de energía y tratemos de cambiar el modelo de desarrollo, lo anterior no puede hacerse más que estableciendo una pinza entre las centrales nucleares respaldando las fuentes de energía renovable. Esta guerra contra los combustibles fósiles conlleva ventajas geoestratégicas (independencia de países, digamos, “poco amables”), medioambientales (al margen del cambio climático, por ejemplo, evitando el chapapote y la emisión de compuestos de azufre y mercurio que acompañan al petróleo en muchos casos), tecnológicas (nuevos campos de investigación científico-técnica), laborales (infinidad de puestos de trabajo), financieras (oportunidad de negocio por reactivación de la economía), etc. Pero hay una ventaja que arrolla a todas las demás: afrontar globalmente un desafío tomando conciencia todos por primera vez de ciudadanía global.En los tres escenarios apuntados anteriormente, el único peliagudo es el tercero, o sea, que el cambio climático sea inevitable hagamos lo que hagamos. La consecuencia es que dentro de un siglo pensaremos en el pasado estando helados o asfixiados y con caras de lelo en un marco desastroso, pero al menos con la convicción de que se hizo lo que se pudo. Además, con el inmenso plus de saber que podemos unirnos como especie para protegernos y cuidar el planeta.

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