Estos días aparecen filtraciones y rumores en todos los periódicos acerca de las conclusiones y resultados del informe que está elaborando el comité de expertos gubernamentales constituido para articular una propuesta de reforma fiscal. Se habla de que Montoro quiere un cambio en profundidad del sistema fiscal. Es para echarse a temblar, porque cuanto más en profundidad sea ese cambio, más retrógrada será la reforma. Casi todos los rumores apuntan en la misma dirección. Y la propia constitución del grupo no obedece a otro objetivo.
En realidad, técnicamente no se necesita ningún grupo de expertos. En el Ministerio de Hacienda se hallan los mejores especialistas posibles y, además, con conocimiento de la realidad fiscal tal como es de verdad, y no como resultado de teorías y elucubraciones inaplicables, propias de las universidades o de los servicios de estudios. Pero es que la constitución de este grupo de expertos, al igual que el que se creó para reformar el sistema público de pensiones, obedece a un motivo distinto. La finalidad es revestir con razones seudotécnicas las premisas ideológicas del Gobierno, que tiene previamente decididas.
Hace ya muchos años que el sistema fiscal español entró en un proceso de claro retroceso hacia planteamientos más injustos y regresivos. Buena prueba de ello lo constituyen las dos reformas fiscales de los gobiernos de Aznar, aun cuando hay que reconocer que Pedro Solbes colaboró también decididamente en este cometido. El resultado es la situación en que nos encontramos y que el Gobierno actual no debe olvidar. La presión fiscal española es de las más bajas de toda Europa; aunque parezca increíble, es inferior a la de Eslovenia, Estonia, Chipre, Estonia, Grecia, Hungría, Malta, Polonia, Portugal y República Checa, y no digamos con respecto a los países del Norte. La diferencia con la media de la Eurozona es de diez puntos, e incluso la de países como Francia o Italia superan a la de España en 13 ó 15 puntos.
Ha sido este descenso de recaudación fiscal (y no el incremento del gasto público) el causante de que el déficit público se haya desbocado en los últimos años, y también del deterioro permanente al que se está sometiendo al Estado del bienestar. Es por eso por lo que las peticiones que desde distintos ángulos se realizan al Gobierno y las propias promesas de este acerca de la bajada de impuestos resultan tan irreales y absurdas, y hacen sospechar que lo que en el fondo se pretende no es una reducción del gravamen, sino su redistribución hacia cotas más injustas y regresivas. Por ese camino se orientan casi todas las filtraciones producidas hasta ahora: incremento de los impuestos indirectos y reducción de los directos. De una o de otra forma, se pretende reducir la progresividad del impuesto sobre la renta y, desde luego, ni hablar de corregir el mayor desafuero cometido hasta la fecha con este tributo, la separación de las rentas de capital de la tarifa general sometiéndolas a un gravamen más reducido.
En este cometido el Gobierno ha contado con un aliado muy eficaz, la Unión Europea, y pretende contar también con un pretexto muy útil, las supuestas exigencias económicas. Se comienza a escuchar ya el argumento de que para crecer hay que reducir los impuestos. Es un argumento falaz porque olvida el coste de oportunidad, es decir, el hecho de que los recursos que se dedican a disminuir los tributos no se orientan a otras finalidades que podrían contribuir al crecimiento tanto o más que la reducción fiscal.
El ministro de Economía ha comenzado ya a preparar el camino afirmando que la reforma fiscal debe tener por objeto incentivar el ahorro o, lo que es lo mismo, primar a los que pueden ahorrar, que en este país son tan solo una minoría, y muchos menos aún los que lo hacen en una cantidad significativa. Pero es muy dudoso que en los momentos presentes lo que haya que estimular sea precisamente el ahorro, cuando no hay ninguna garantía de que los recursos vayan a ser invertidos en el propio país. Quizá en una crisis de demanda como la actual la variable que se debería potenciar sea el consumo. Por esa razón no parece muy conveniente la sustitución de las cotizaciones sociales por el IVA, a no ser que lo que en realidad se pretenda sea transferir la carga fiscal de los empresarios a todos los consumidores.