Mientras el país se desliza hacia una crisis de magnitud desconocida, nuestra clase política anda de cacería. La batida se inició hace unas semanas en un lugar tan poco propicio para las actividades cinegéticas como Madrid. Más sorprendente que esto, sin embargo, fue que la caza tuviera un componente caníbal.
Miembros de la misma esecie, el PP madrileño, disparándose entre sí con la misma fruición e idéntica munición: los dosieres secretos obtenidos mediante el espionaje de unos contra otros, de todos contra todos en la carrera por ser los primeros en ocupar en breve plazo el sillón del sentenciado Rajoy. Y tras ellos, proporcionando los cartuchos necesarios para el día a día de la matanza, el diario El País, prolongación directa de una parte de la dirección del PSOE. Aún no se habían apagado los ecos de la primera, cuando ya estaba en marcha la segunda montería, la que se libra estos días en torno a la trama de corrupción surgida en las cercanías de la anterior dirección nacional del PP encabezada por Aznar. E incrustada, tras la pérdida del poder en 2004, en sus dos principales bastiones electorales. Madrid y Valencia. Si en la primera las piezas a abatir eran caza menor, en esta segunda ya son piezas mayores. La munición necesaria es por tanto más gruesa y los suministradores de mayor rango. Con el ministro de justicia, Bermejo, como montero mayor del reino, poniendo a las rehalas tras la pista. Lo conocido estas primeras semanas del año sobre la clase política de nuestro país es digno de una tercera entrega de “La escopeta nacional”, la película donde Berlanga retrataba las corruptas entretelas del poder en la España de los años finales del desarrollismo franquista. Cacerías de “nuevos señoritos” que sirven de escenario para los cambalaches de los magnates de toda la vida y los nuevos ricos del ladrillo, políticos que ofrecen sus servicios por sabrosas comisiones, servidores del Estado prevaricando a conciencia y, totum revolutum, formando el entramado de corrupción de un nuevo régimen cuyas reminiscencias del anterior son tan acusadas, que hasta un “yernísimo”, como si de un Marqués de Villaverde redivivo se tratara, aparece en el centro de la trama de la utilización de los poderes del Estado con fines particulares. Y mientras la clase política y las distintas castas que la forman se entregan a sus juegos, el número de parados camina imparable hacia los 4 millones en pocos meses, las ventas de las empresas caen a un ritmo del 15,8%, el consumo retrocede un 14%, la matriculación de turismos se hunde un 42%; el índice de comercio al por menor retrocede un 6,1%; los bienes de equipo un 11,8%; el consumo de gasóleo se retrae un 9,6% y la producción industrial se da un histórico batacazo del 19,6%. El 1 de marzo, en Euskadi y Galicia, los electores tenemos la oportunidad de empezar a poner fin a este estado de cosas. Aunque sólo fuera por esto, por la necesidad de regenerar democráticamente un modelo que impide que las demandas populares puedan expresarse políticamente y por la no menos acuciante de relevar a unas castas político-burocráticas que han hecho de la separación de poderes una farsa, de la utilización de los recursos del Estado un modo de vida, y de su troceamiento en 17 reinos de taifas el botín a repartir, vale la pena votar el 1 de Marzo a Unión Progreso y Democracia, el partido de Rosa Díez. Una fuerza política que además de garantizar la unidad, la igualdad y la solidaridad, impulsar una salida a la crisis favorable a los trabajadores y al país, recoger las mejores tradiciones de la izquierda en la lucha por la libertad y comprometerse a responder ante sus votantes, representa también, como decía recientemente un conocido columnista, “unas maneras nuevas y más democráticas de hacer política (…) la única novedad y aire fresco que entra en la política española”.