SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

La Diada de un perplejo

Soy un madrileño que desde hace cinco años tiene casa en Barcelona y pasa aquí buena parte de su tiempo. Conservo mi casa y mi vecindad madrileña, y la familia la tengo repartida. De mi prole dos son madrileños, otras dos catalanas, y catalana de cuna, lengua y sentimiento, es la mujer con la que vivo. Una situación que me aboca a una continua perplejidad. Como era de esperar, esta Diada de 2013 no ha hecho sino agudizarla.

Perplejo me siento a este lado del Ebro, cuando me dicen que la mayoría de los catalanes quieren que esto sea otro país y pienso en que mi mujer y las dos niñas que aquí han nacido y se crían hayan de pasar a ser extranjeras en el Madrid donde también tienen su casa. O que yo haya de ser extranjero en esta tierra donde jamás hallé la menor extrañeza, tan sólo matices culturales y una lengua que no sólo respeto sino por los que me he interesado desde el principio, y no como uno se interesa por lo exótico, sino como cualquiera se siente inclinado a indagar en lo propio. Quizá sea porque mi padre, hijo de un militar andaluz destinado en Berga y Manresa en los 40, y que aprendió a hablar en catalán, siempre me transmitió que no me era ajeno.

Sinceramente, no lo veo, ni veo la necesidad, cuando todo lo que se alega, en síntesis, son errores de gestión que ha padecido con dureza análoga el resto de la sociedad española y que, desde Barcelona (o Lloret de Mar), se cometen de forma esencialmente idéntica a cómo se han cometido en Madrid (o en Marbella).

Pero no menos perplejo me siento cuando en Madrid me encuentro con personas que no entienden que lo que está pasando en Cataluña –lo que ha pasado en esta Diada de 2013 pero ya lleva un tiempo gestándose– no es ninguna tontería ni algo que pueda zanjarse apelando a la rutinaria sujeción a una Constitución del siglo pasado, tan superada por los hechos de este siglo que nadie en su sano juicio convocaría un referéndum para que los españoles la ratificaran con el cálculo de ganarlo. Ni siquiera, o mucho menos, cabe despacharlo imputando todo el estropicio a un adoctrinamiento maquiavélico de los catalanes que deja a éstos como idiotas manipulables y, de paso, a los responsables de mantener la solidaridad entre españoles como unos incompetentes de tomo y lomo que no han sabido contrarrestar, por la vía de los argumentos, esa propaganda independentista.

Hay en Cataluña un sentimiento, extendido, fundado en la Historia (ya sabemos que siempre algo manipulada, aquí y en Pekín), y alimentado y empujado hacia la ruptura por graves torpezas cometidas por quienes tenían la responsabilidad de mantener la cohesión entre los españoles. Esto no se arregla desde el voluntarismo, sino desde la razón y a través de una delicada labor de reingeniería constitucional que Rajoy, el rey de la inercia, y Zapatero, el de la baraka, han omitido temerariamente.

Ahora no basta con decirles a los catalanes cosas que son verdad y que los apóstoles de la secesión minimizan (verbigracia, cuánto costará el kilovatio en una Cataluña que no pueda contar con la electricidad casi gratis de las cuencas del Tajo y del Duero, o cuántos Seat se venden al norte de los Pirineos y cuántos al oeste del Ebro). Hay que rehacer, quizá inventar, un sentimiento comunitario inclusivo y respetuoso de las diversas conciencias nacionales que, nos guste o no, coexisten en España.

Si nadie trabaja para levantar ese edificio, los que alzan la piqueta a la sombra de Rafael Casanova (que español nació y murió, y no precisamente por la fuerza) seguirán ganando terreno. Al final del viaje, todos seremos más pequeños e irrelevantes (aún) de lo que ya somos los españoles y los catalanes cuando nos comparamos con los que viven en otros países del mundo. Y en la selva feroz que es éste, y también esa Europa a la que ingenuamente nos acogemos, el tamaño, desengáñense, sí que importa.

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