La retirada de EEUU de Afganistán

La derrota de los siete mil días

Afganistán no es un revés más, sino la culminación de dos décadas de larga derrota para EEUU. Es una inequívoca muestra de las crecientes dificultades que tiene la superpotencia para mantenerse en todos sus muchos frentes, para gobernar un orden internacional que camina desde la unipolaridad a la multipolaridad. Y las consecuencias para la hegemonía norteamericana van para largo.

No es lo mismo marcharse de un país entonando el “misión cumplida” que retirarse, derrotado, tras una guerra de 20 años imposible de ganar, y ofreciendo al mundo imágenes humillantes.

El fracaso de EEUU en Afganistán es -tanto en el fondo como en las formas- la última expresión de su ocaso imperial, de su declive como superpotencia. Y va seguir teniendo consecuencias a corto, medio y largo plazo.

El mundo está asistiendo a una derrota sin paliativos de la nación más poderosa del planeta, de la superpotencia norteamericana. Washington ha dedicado 2,26 billones de dólares -más de 300 millones, cada uno de los más de 7.000 días de estos 20 años- a la guerra y ocupación de Afganistán, y hasta 775.000 efectivos han desfilado por el país. Los EEUU han perdido 2.448 soldados de sus Fuerzas Armadas -más casi 4.000 contratistas de empresas militares privadas- en su conflicto más largo, y otros 20.660 soldados norteamericanos han resultado heridos en combate. Todo ese esfuerzo no ha podido evitar este desenlace.

Hace ahora dos décadas, EEUU invadía Afganistán y tomaba, sin apenas esfuerzo, el control de las principales ciudades y rutas del país. Y dos años más tarde, Bush proclamaba “Misión cumplida” a bordo de un portaaviones, después de que la abrumadora superioridad militar norteamericana aplastase en cuestión de semanas al ejército iraquí.

Veinte años después, y en apenas pocas semanas, las últimas tropas estadounidenses han salido precipitadamente de Irak… y ahora de Afganistán.

Con las invasiones de Afganistán e Irak, el gobierno de G.W. Bush intentó imponer una autentica “dictadura terrorista mundial”, un nuevo orden mundial aún más unipolar, donde todos los países del mundo debían aceptar, de grado o por la fuerza, los intransigentes dictados norteamericanos.

Pero la humillante derrota afgana debilita el poder de EEUU en el mundo y acelerará el inevitable tránsito hacia un orden mundial multipolar, donde diferentes centros de poder aspiran a tratarse como iguales ante la declinante superpotencia.

No se van, han sido derrotados. Y no solo por la insurgencia armada de los talibanes o de grupos terroristas, sino por la resistencia de los pueblos afgano e iraquí, que nunca aceptaron ni a las fuerzas de ocupación ni a sus títeres locales. Por eso las estructuras creadas durante veinte años de ocupación se han derrumbado en apenas diez días

Por más que la Casa Blanca trate de disfrazar de «extraordinario éxito» el repliegue o de «rescate humanitario» de refugiados, las imágenes que llegan de Kabul retratan a unos EEUU que se van deprisa y corriendo, dejando atrás a miles de personas, pero también gran cantidad de material de guerra en manos de sus enemigos. Por más que la retirada estuviera pactada con los talibanes, queda en evidencia que eran incapaces de sostener por más tiempo su ocupación del país.

EEUU se ve obligado a marcharse de un país con un enorme valor geoestratégico. Y no por sus riquezas naturales, sino por su ubicación geográfica en el corazón de Asia Central.

Un fruto maduro del ocaso imperial… que a su vez lo retroalimenta

EEUU es la única superpotencia, y conserva un poder político-militar inalcanzable para cualquier otra nación o grupo de naciones. Pero desde hace varias décadas, la lucha del conjunto de los países y pueblos del mundo ha golpeado sin cesar a EEUU, colocándole en un progresivo pero irreversible «ocaso imperial».

El poder de Washington es gigantesco, y nadie debe esperar que se derrumbe como un castillo de naipes ni que colapse en poco tiempo. Pero Afganistán no es un revés más. Es una inequívoca muestra de las crecientes dificultades que tiene la superpotencia para mantenerse en todos sus muchos frentes, para gobernar un orden internacional que camina desde la unipolaridad a la multipolaridad. Esta derrota, un fruto largamente madurado de su ocaso, tiene y tendrá hondas consecuencias y alimentará aún más su decadencia.

En primer lugar, EEUU se ve obligado a marcharse de un país con un enorme valor geoestratégico. Y no por sus riquezas naturales, sino por su ubicación geográfica en el corazón de Asia Central. Está en el vientre del espacio exsoviético y de unas repúblicas -Turkmenistán, Uzbekistán, Tayikistán- por donde ahora confluyen los intereses de Rusia y China, y por donde habrá de transitar la Nueva Ruta de la Seda. Afganistán está en la frontera nororiental de Irán, uno de los enemigos regionales de EEUU en Oriente Medio, y se recuesta sobre el borde norte de Pakistán, un polvorín geopolítico cuyos conflictos son claves para modular a otro gigante cercano, la India.

Mapa de Afganistán y sus países vecinos. Enciclopedia Británica

Pero sobre todo Afganistán estaba reservado para clavar un puñal en la espalda de China, el principal enemigo geoestratégico de la superpotencia. Debido al avispero en el que pronto se convirtió el conflicto afgano, EEUU nunca pudo usar al país centroasiático como base de operaciones para intervenir en la región china de Xinjiang, donde Washington ansía explotar las revueltas de los uigures musulmanes con el gobierno de Pekín. Pero desde esta ubicación, la superpotencia trataba de cercar a China desde atrás. Ya no lo podrá hacer.

En segundo lugar, la credibilidad de la superpotencia queda dañada, tanto ante sus enemigos como ante sus aliados.

Coincidiendo con la crisis afgana, la vicepresidenta Kamala Harris realizaba una gira por Singapur y Vietnam para tratar de incidir en el conflicto territorial que ambos mantienen con Pekín en el Mar del Sur de China. Pero no parece haber obtenido sino magros resultados.

«¿Va a confiar Taiwán en EEUU para mantener su pulso soberanista con Pekín, a la vista de lo sucedido en Afganistán? ¿Lo harán los países del sudeste asiático, India, Japón o Australia? ¿Lo va a hacer una UE que secunda a regañadientes a EEUU en sus pleitos contra China?» se pregunta Xulio Ríos, director del Observatorio de la Política China.

Más aún si hablamos de aventuras militares. En una reciente entrevista a una televisión española, un analista norteamericano mostraba su inquietud. «Un aliado como España ha dedicado 4.000 millones de euros y 27.000 efectivos a Afganistán. Y se ha dejado en el terreno 102 muertos. ¿Y todo para qué? Con este resultado, ¿van a volver a sumarse los aliados a las misiones que les propongamos?».

La derrota afgana afecta al valor de la amenaza militar norteamericana. Irak y Afganistán han vuelto a demostrar la lección de Vietnam: la superioridad bélica del Pentágono es abrumadora e invencible en el corto plazo, pero se revela completamente incapaz de retener el dominio de un país en el medio-largo plazo si se responde con la táctica de guerrillas.

Pero también pone en cuestión las ínfulas “democratizantes” y “civilizadoras” del imperialismo norteamericano. Veinte años de ocupación han sido incapaz de construir un Estado sólido y vinculado a Washington, capaz de actuar como virrey de sus intereses en la zona. Tampoco ha sido capaz de encuadrar ideológicamente a la población afgana, ni de transformar las bases económicas de un país cuyo motor del PIB sigue siendo ser el principal exportador mundial de opio.

La derrota estadounidense beneficia en primer lugar a su gran enemigo geopolítico, China, que ve como EEUU se marcha de su parte trasera.

Por último, la humillación afgana lesiona el prestigio del nuevo presidente, Joe Biden, y de la línea que representa. En el plano interno su popularidad es la más baja desde que llegó a la Casa Blanca. En el plano internacional, el mandatario ha perdido todo el brillo de su «América is Back» desplegado en su gira europea, en las cumbres del G7 o de la OTAN.

Donde hay perdedores… hay ganadores.

La derrota estadounidense beneficia en primer lugar a su gran enemigo geopolítico, China, que ve como EEUU se marcha de su parte trasera, y que el cerco con el que Washington intenta contener su ascenso queda debilitado. China trata de no tener en Afganistán un gobierno hostil. A cambio de la «no injerencia sus asuntos internos, los talibanes han prometido a Pekín no interferir ni en Xinjiang ni en sus inversiones. Pero los tratos de los talibanes con el gobierno norteamericano, y sus vínculos con grupos islamistas del Turkestán Oriental hacen que Pekín recele.

Por las mismas razones, la salida de EEUU de Afganistán supone un enorme alivio para Irán, que ya no estará amenazada por las bases norteamericanas en suelo afgano en su frontera oriental. Otro ganador es Pakistán, cuyas autoridades esperan beneficiarse de la larga complicidad que existido con unos talibanes que a menudo se refugiaban en suelo pakistaní. Y todos esperan que Rusia -y tras Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán- no tarden en reconocer al nuevo Estado Islamista y en tratar de hacer negocios con los talibanes.

Pero hay más. Es previsible que una eventual estabilización de Afganistán -algo en lo que están interesados todos sus vecinos, comenzando por China- potencie e impulse el macroproyecto chino de la Nueva Ruta de la Seda, uno de cuyos ramales pasaba por los vecinos exsoviéticos, y el otro por Pakistán. Los avances en la construcción de este corredor ferroviario estrecharán los lazos entre Pekín, Islamabad y Teherán, pero también con las repúblicas exsoviéticas. ¿Es pensable incluso, en el futuro, un «ramal afgano»?. El tiempo dirá.

Tropas españolas en Afganistán

Las consecuencias para Europa

La factura de la sumisión a EEUU

La derrota afgana también supone un alto precio -en vidas, en millones de euros y en prestigio internacional- para los aliados y vasallos europeos de EEUU. Es el lamentable coste de la sumisión al Imperio.

No solo EEUU ha estado ocupando Afganistán durante veinte años. Acompañando a la superpotencia y bajo la dirección de Washington también lo han hecho diferentes misiones militares de países como España. Reino Unido y Alemania, que contaban con el mayor número de tropas en Afganistán después de EEUU, gastaron 30.000 y 19.000 millones de dólares respectivamente en el transcurso de la guerra. 450 soldados británicos y 59 alemanes han muerto en este conflicto, junto a las 102 bajas españolas.

Desde 2002, la UE ha proporcionado más de 4.000 millones de euros anuales en ayuda al desarrollo a este país, lo que convierte a Afganistán en el mayor beneficiario de la ayuda al desarrollo de Bruselas en el mundo. Y sin embargo, de poco o nada parece haber servido. Hoy cerca del 90% de la población afgana vive con menos de 2 dólares al día, y Afganistán sigue siendo uno de los países más pobres del mundo.

Este es el coste humano y económico de ser vasallos militares del Pentágono. Porque esa era la misión desde el principio. No lo decimos nosotros. “Nuestra misión era proteger a EEUU, no a Afganistán”, ha dicho Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN.

Pero no se acaba ahí la factura de la sumisión. También se da en el plano político y diplomático. Hoy el papel UE y de sus viejas potencias en el mundo es mucho más marginal que hace veinte años. Es el resultado de una política exterior de una UE que ha renunciado a tener voz propia y que consiste en ser -con más o menos reticencias- comparsa de los intereses de la superpotencia norteamericana.

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