Centenario Elia Kazan

La castración de Hollywood

Cuando Elia Kazan recibió el Oscar honorí­fico en 1998, la comunidad progresista de Hollywood se negó a olvidar pasadas afrentas. Algunos destacados actores y directores norteamericanos mostraron su repulsa pública a que se honrara a uno de los más renombrados delatores de la caza de brujas. Estos dí­as se cumple el centenario del nacimiento del director de origen greco-turco, en cuya trayectoria está personificada la tensión entre la arrolladora creatividad cultural de la sociedad norteamericana y las exigencias del imperio que, a través de la pesadilla macarthysta, acabaron por castrar la fábrica de sueños de Hollywood.

Uno de los rincipales centros culturales del siglo XX A veces, el pensamiento de cierta izquierda, poseído por una rigidez soviética, es incapaz de comprender la vida en toda su compleja fecundidad. Al mirar hacia EEUU sólo es capaz de ver un imperio omnipotente, y no una sociedad viva, en permanente ebullición, y en constante pugna con los intereses y exigencias del imperio. En el terreno cultural esta contradicción ha derivado en un enfrentamiento antagónico, que estalló virulentamente tras la entronización de EEUU como única superpotencia. EEUU ha sido uno de los principales focos de irradiación cultural del siglo XX, cuna y origen de algunas de las mejores creaciones. Una realidad inseparable de las características de la sociedad norteamericana. El extraordinario dinamismo del capitalismo norteamericano -creado “de nueva planta”, sin sustrato feudal alguno, con un alto grade de “movilidad social”, y sin arrastrar las “rigideces” que imperan en otras formaciones sociales, como las europeas- se traslada al conjunto del cuerpo social, capaz de desplegar -y no sólo en el terreno económico- extraordinarias potencialidades. El mundo de la cultura ha contemplado durante el último siglo un torrente de creatividad con epicentro en EEUU. Allí se origina uno de los más importantes fenómenos culturales contemporáneos, la portentosa difusión de una cultura de masas -democratizando, a un nivel, el acceso a la cultura- y la salud de una cultura popular capaz de una extraordinaria influencia social y de elevarse a cotas antes reservadas sólo a la la alta cultura de élite. Hablamos del jazz y del blues, pero también del cine, arte de masas por excelencia. Pero también de una literatura donde encontramos nombres capitales como Walt Whitman y Poe en el XIX, o Faulkner y Hemingway en el XX. Y en la carrera y la vida de Elia Kazan se encarnan buena parte de esas virtudes. Kazan bebe del fecundo torrente del gran cine clásico norteamericano. No en vano confesó -como lo hizo Orson Wells- que había aprendido a hacer cine con las películas de John Ford. En algunas de las grandes películas de Kazan (“Un tranvía llamado deseo”, “América, América”, “Al este del Eden”, “Viva Zapata”…) se adivina todavía el aliento del mejor cine norteamericano. Al que Kazan también contribuyó, fundando el mítico Actors Studio donde se formaron varias generaciones de los mejores actores, desde Marlon Brando, James Dean o Montgomery Clift hasta Paul Newman o Al Pacino. Pero Kazan procede del mundo del teatro, de ese Broadway que, en los años cuarenta y cincuenta, erá un hervidero de creatividad y progresismo. En la meca del teatro neoyorquino triunfaban los radicales montajes de Orson Wells o las punzantes obras de Arthur Miller. El encuadramiento forzoso Y es aquí donde tropezamos con el rostro oscuro del imperio, y también con la cara más negra de Elia Kazan. El cine y el teatro norteamericanos, Hollywood y Broadway eran entonces un centro cultural de marcado carácter progresista. En el teatro, Orson Wells se atrevía a montar en Broadway versiones de Macbeth protagonizadas sólo por actores negros, transformando el clásico shaquesperiano en un alegato contra la segregación racial, o ambientar “Julio Cesar” en la Italia mussoliniana y transformarlo en una obra antifascista. En ese universo teatral, Elia Kazan participó desde su fundación en el Groupe Theatre, una de las compañías más innovadoras y radicales… y también una de las más progresistas, de abiertas simpatías marxistas. El mismo Elia Kazan frecuentaba, antes de su transformación en delator, círculos de simpatizantes comunistas. Otro tanto ocurría en el cine. No hay más que recordar la profusión de grupos de apoyo a la República española encabezados por estrellas de Hollywood como Errol Flyn o John Ford. O traer a la memoria que, al final de la IIª Guerra Mundial, en Hollywood se juntaron Eissenstein, Berltot BBrecht y Buñuel, tres de los nombres más a la izquierda de todo el panorama cultural del siglo XX. Aquello ya fue demasiado. EEUU saldría de la contienda como única superpotencia cultural, y las necesidades de expansión del imperio exigían encuadrar férreamente el flanco interno. Es entonces cuando se desató la tétrica caza de brujas del senador McCarthy. Por supuesto, Eissenstein, Brecht o Buñuel habían sido expulsados de Hollywood sin permitirles filmar un solo plano. Pero grandes estrellas norteamericanas, como Achaplina o Wells -demasiado a la izquierda, demasiado grandes para Washington- se vieron obligados a hacer las maletas. El teatro y el cine norteamericanos fueron ferozmente encuadrados, y brutalmente podados del progresismo que era inasimilable para el imperio. Y, en esa situación límite, se comprobó la madera de que estaba hecho cada cual. John Huston, Bogart o Bacall se manifestaron contra la caza de brujas… mientras Elia Kazan se convirtió en uno de los más renombrados delatores. Kazan denunció a cada uno de los miembros de los círculos de simpatizantes marxistas que antes frecuentaba. Clifford Odets, Lee Strasberg y Stella y Luther Adler, que habían fundado con él el Groupe Theatre, fueron delatados por Kazan y excluidos de la escena. Actores como John Garfield -que había protagonizado algunas de las cintas de Kazan y era uno de los nombres más cotizados- fueron marginalizados. El director de origen turco-griego llegó a filmar, con “La ley del silencio”, una apología de la delación y de la brutal represión que entonces se desataba en EEUU hacia el movimiento obrero más revolucionario. El bisturí del imperio cortó de cuajo lo que resultaba incómodo para la superpotencia… Y castró irremediablemente la prodigiosa creatividad que había demostrado el cine y el teatro norteamericano. Pocas veces se ha demostrado en los hechos la absoluta incompatibilidad entre la cultura y el imperio con en los años cincuenta en EEUU. Fue el imperio, con la mano interpuesta de McCarthy, quien secó los fecundos manantiales culturales que habían alimentado el cine clásico norteamericano o el mejor teatro de Broadway. La pesadilla penetró en la fábrica de los sueños, y todos salimos perdiendo. Hollywood o Broadway han seguido ofreciéndonos destellos de lo que antes fueron, pero lo que había sido un organismo sano estaba definitivamente castrado.El De Verdad digital también lo haces tú: Contribuye con la calidad del De Verdad digital puntuando este artículo y enviando tu comentario. 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