SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

La calle y el vací­o democrático

La atonía del Parlamento y el ensimismamiento de los partidos políticos, dedicados a la autopropaganda y a ensalzar estos días su querida Transición, han convertido a la calle en el centro de las demandas o las protestas de la gente, lo que no es objetable desde el punto de vista democrático. En cambio, si es rechazable la violencia, aunque debe decirse que se produce de forma aislada y excepcional y que, por tanto, no se invalida la importancia del ejercicio del derecho de manifestación que se va extendiendo por España. La cuestión es por qué aumentan las protestas y qué hacen los poderes públicos ante las mismas. Lo primero viene explicado por la profundidad y extensión de los problemas y la percepción de que no se acierta con su resolución y, en cuanto a lo segundo, se constata el escaso interés por atender las demandas pacíficas, con la devaluación consiguiente del ejercicio del derecho de manifestación. Una visión errónea de la democracia que da alas a los que piensan que los gobernantes solo atienden a aquellos que plantean sus reclamaciones ejerciendo la violencia. Ya ha habido varios ejemplos de ello y sería conveniente rectificar las actitudes, si no queremos que la paciencia se transforme en ira contra el poder.

No se percibe la solución de los problemas

La fórmula de debatir poco y del recurso al decreto-ley, que es la traducción del viejo “ordeno y mando”, con los resultados dramáticos que conocemos, ponen de manifiesto a los ojos de cualquier observador que España está mal gobernada y que carece de respuesta institucional a los males que padecemos: el país se sostiene por las inercias casi mecánicas de una economía medianamente desarrollada, arropadas por la superestructura política y mediática, que se empeña en transmitir a la sociedad mensajes simplistas para encubrir las carencias y las amenazas que se ciernen sobre la vida y el bienestar de los españoles. Así llevamos siete interminables años, aguantando chaparrones y latigazos en medio de un mar sin orillas en el que resulta difícil mantenerse a flote.

Creo, y así lo he manifestado en anteriores ocasiones, que la magnitud de los problemas nacionales, y la percepción de que los gobernantes parecen incapaces de ordenar su resolución, ha extendido sentimientos de fatalismo en la sociedad española ante la falta de iniciativas y de propuestas distintas a la proclama repetida de los recortes sociales y de la obediencia a lo que indiquen la Unión Monetaria y los acreedores de nuestro país. El presidente del Gobierno no se cansa de repetir que las cosas están mejor, aunque no se note, y que los cambios vendrán de Europa, como si en las instituciones europeas conocieran de verdad qué necesitamos los españoles. En mi opinión, se trata de un discurso pobre que, nutrido por tantos abusos y arrogancia, va colmando la paciencia de la gente y llenando las ciudades de protestas. Y el peligro de todo eso es que la insensibilidad ante las mismas termine rompiendo la cuerda, convirtiéndolas en problemas de orden público.

La sordera del poder es un explosivo peligroso

Estamos en un país sometido a la dictadura de lo políticamente correcto, eufemismo para encubrir la intolerancia hacia las críticas al poder, en el que no resulta fácil romper el cordón sanitario con el que se pretende mantener el dominio de unos pocos que se presentan como administradores casi exclusivos de lo público, gracias a un tejido jurídico-constitucional impermeable a las necesidades sociales y demasiado olvidadizo de los valores que deben inspirar el buen gobierno. Por eso, todo aquello que contribuya a educar a la sociedad y a fortalecer los sentimientos de exigencia cívica y de participación política ha estado desterrado de la política española. Y así nos va.

Pero todo en la vida tiene límites y ha tenido que ser la crisis desencadenada hace siete años la que ha dejado al desnudo la fragilidad no sólo de nuestra economía sino también de nuestro orden político. Este se muestra incapaz de enfrentar los problemas y se resiste a reconocer su fracaso, para abrir otras vías y caminos con el objetivo de cambiar aquello que no funciona en beneficio de los ciudadanos. No solo no se estimula el cambio, sino que se vende y ejecuta un mensaje que además de injusto es profundamente desmoralizador: los que gobiernan ahora y quienes les sustituyan deberán administrar la pobreza creciente, cargando el peso en los débiles, sin la menor exigencia hacia sí mismos, cuyo privilegio de dominio político es incuestionable. La esperanza de mejora que al principio se situaba en un semestre o en el año siguiente, se retrasa en todos los estudios y prospectivas a cinco o diez años, lo que convierte ésta travesía del desierto en insoportable. El servicio de estudios de Barclays estima que hasta 2030 la deuda pública se mantendrá en el 100 por 100 del PIB. Como estimación, es ilustrativa de nuestros pesares.

Por eso, hay que reconocer que las llamaradas de descontento, unas pacíficas y otras no tanto, son el resultado de incurias y torpezas acumuladas, amén de hacer oídos sordos al clamor de las calles y plazas de España. Los sordos y sus portavoces se escudan en que los manifestantes son minoritarios. Y es verdad que lo son. Siempre ha sido así, incluso en los momentos revolucionarios, pero son la parte visible de un iceberg que puede terminar rompiendo el casco de un buque tan vacío de democracia y de soluciones como lleno de corrupción y de incompetencia. Repetimos la misma historia, que nunca se aprende, hasta que un día nos encontremos en medio del remolino sin saber cómo salir de él, porque cuando surgen los maidanes de Kiev, por cierto muy aplaudidos desde muchos medios españoles, o los modestos gamonales de Burgos, desaparecen las razones democráticas y se entra en los túneles del autoritarismo. De todos depende, y del gobierno principalmente, que no se ahonde el vacío democrático y que se atiendan las llamadas de los millones de españoles hartos de discursos vacuos y de promesas incumplidas.

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