SELECCIÓN DE PRENSA INTERNACIONAL

La amenaza del Tratado Transatlántico EEUU-UE

¿Es imaginable que unas multinacionales lleven ante los tribunales a gobiernos cuya orientación provoque una disminución de sus beneficios? ¿Es concebible que puedan reclamar (¡y obtener!) una generosa compensación por la falta de beneficios inducida por un derecho laboral demasiado exigente o por una legislación medioambiental demasiado expoliadora? Por inverosímil que parezca, este escenario no data de ayer. Figuraba ya con todas sus letras en el proyecto de Acuerdo Multilateral sobre Inversiones (AMI) negociado en secreto entre 1995 y 1997 por los 29 Estados miembros de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE). Divulgado in extremis, sobre todo por Le Monde diplomatique, levantó una oleada de protestas sin precedentes que obligó a sus promotores a guardarlo. Quince años después, aquí lo tenemos con nuevos ropajes.

El Acuerdo de Asociación Transatlántica (AAT) negociado desde julio de 2013 por Estados Unidos y la Unión Europea es una versión modificada del AMI. Prevé que las legislaciones en vigor de ambos lados del Atlántico se plieguen a las normas del libre comercio establecidas por y para las grandes empresas europeas y estadounidenses, so pena de sanciones comerciales para los países contraventores o de una reparación de varios millones de euros a beneficio de los denunciantes.

Según el calendario oficial, las negociaciones solo deberían concluir en un plazo de dos años. El AAT combina los elementos más nefastos de acuerdos cerrados en el pasado y los agrava. Si entrara en vigor, los privilegios de las multinacionales adquirirían fuerza de ley y atarían para siempre las manos de los gobernantes. Impermeable a las alternancias políticas y a las movilizaciones populares, se aplicarían por las buenas o por las malas ya que sus disposiciones solo se podrían enmendar con el consentimiento unánime de todos los países signatarios. Duplicarían en Europa el espíritu y las modalidades de su modelo asiático, el Acuerdo de Asociación Transpacífico (Trans-Pacific Partnership, TPP), actualmente en curso de adopción en doce países tras haber sido promovido ardientemente por los círculos de negocios estadounidenses. Ellos dos, el AAT y el TPP, formarían un imperio económico capaz de dictar sus condiciones fuera de sus fronteras: cualquier país que tratara de establecer relaciones comerciales con Estados Unidos o la Unión Europea se vería obligado a adoptar tal cual las reglas que prevalecen en el seno de su mercado común.

Tribunales creados especialmente

Dado que el objetivo de las negociaciones sobre el AAT y el TPP es liquidar secciones enteras del sector no comercial, transcurren a puerta cerrada. Las delegaciones estadounidenses cuentan con más de 600 consultores designados por las multinacionales, que disponen de un acceso ilimitado a los documentos preparatorios y a los representantes de la administración. No debe filtrarse nada. Se han dado instrucciones de dejar a los periodistas y a los ciudadanos al margen de las discusiones: serán informados a su debido tiempo, al firmarse el tratado, cuando sea demasiado tarde para reaccionar.

En un arranque de candor, el exministro de Comercio estadounidense Ronald («Ron») Kirk hizo valer el interés «práctico» de «preservar cierto grado de discreción y de confidencialidad». Puso de relieve que la última vez que se hizo pública una versión de trabajo de un acuerdo en curso de formalización, las negociaciones fracasaron, en alusión al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), una versión ampliada del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés). Este proyecto, defendido con aspereza por George W. Bush, fue desvelado en la página web del gobierno [estadounidense] en 2001, a lo que la senadora Elizabeth Warren replica que nunca se debería firmar un acuerdo negociado sin examen democrático alguno.

Se comprende fácilmente la imperiosa voluntad de sustraer a la atención del público el proceso de elaboración del tratado estadounidense-europeo. Más vale tomarse su tiempo para anunciar al país los efectos que producirá a todos los niveles: desde la cumbre del Estado federal hasta los consejos municipales pasando por los gobernorados y las asambleas locales, los cargos electos tendrán que redefinir completamente sus políticas públicas para satisfacer el apetito del sector privado en los ámbitos que todavía se le escapaban en parte. Seguridad de los alimentos, normas de toxicidad, seguro de enfermedad, precio de los medicamentos, libertad de internet, protección de la vida privada, energía, cultura, derechos de autor, recursos naturales, formación profesional, equipamientos públicos, inmigración: no hay un solo dominio de interés general que no pase por las horcas caudinas del libre comercio. La acción política de los cargos electos se limitará a negociar con las empresas o sus mandatarios locales las migajas de soberanía que tengan a bien concederles.

Ya se ha estipulado que los países signatarios garanticen que «sus leyes, sus reglamentos y sus procedimientos son conformes» a las disposiciones del tratado. No cabe la menor duda de que velarán escrupulosamente el cumplimiento de este compromiso. En caso contrario, podrían ser objeto de procesos judiciales ante uno de los tribunales creados especialmente para arbitrar los litigios entre los inversores y los Estados, y dotados de poder de pronunciar sanciones comerciales contra estos últimos.

La idea puede parece inverosímil. Sin embargo, se inscribe en la filosofía de los tratados comerciales que ya están en vigor. Así, el año pasado la Organización Mundial de Comercio (OMC) condenó a Estados Unidos por sus latas de atún etiquetadas «no perjudiciales para los delfines», por la indicación del país de origen de sus carnes importadas e incluso por la prohibición del tabaco perfumado al caramelo, ya que estas medidas protectoras se consideraban trabas al libre comercio. También infligió a la Unión Europea penas de cientos de millones de euros por negarse a importar organismos genéticamente modificados (OGM). La novedad introducida por el AAT y el TTP es permitir a las multinacionales llevar ante los tribunales en su propio nombre a un país signatario cuya política tenga un efecto restrictivo sobre la venta al por mayor.

Bajo semejante régimen las empresas podrían contrarrestar las políticas sanitarias, de protección del medio ambiente o de regulación de las finanzas establecidas en tal o cual país reclamándoles daños y perjuicios ante tribunales extrajudiciales. Estos tribunales especiales, que están compuestos de tres abogados de negocios y responden a las leyes del Banco Mundial y de la ONU, se habilitarían para condenar al contribuyente a fuertes indemnizaciones en cuanto su legislación controle los gastos de los «futuros beneficios esperados» de una sociedad.

Este sistema de «inversor contra el Estado», que parecía borrado del mapa tras el abandono del AMI en 1998, se ha restaurado a escondidas con el paso de los años. En virtud de varios acuerdos comerciales firmados por Washington 400 millones de dólares han pasado del bolsillo del contribuyente al de las multinacionales debido a la prohibición de sus productos tóxicos, debido al control de la explotación del agua, del suelo o de los bosques, etc. Bajo la égida de estos mismos tratados, los procesos judiciales actualmente en curso (en casos de interés general, como las patentes médicas, la lucha contra la contaminación o las leyes sobre el clima o las energías fósiles) hacen ascender las demandas de daños y perjuicios a 14.000 millones de dólares.

Teniendo en cuenta la importancia de los intereses en juego en el comercio transatlántico, la AAT aumentaría aún más la factura de esta extorsión legalizada. 3.300 empresas europeas están presentes en territorio estadounidense por medio de 24.000 filiales, cada una de las cuales puede considerar de un día para otro tener motivos para pedir indemnizaciones por un daño comercial. Este efecto de oportunidad superaría con mucho los costes ocasionados por tratados precedentes. Los países miembros de la UE, por su parte, se verían expuestos a un riesgo financiero aún mayor ya que 14.400 compañías estadounidense disponen en Europa de una red de 50.800 filiales. En total son 75.000 las sociedades que podría lanzarse a la caza de los tesoros públicos.

Oficialmente este régimen debía servir al principio para consolidar la postura de los inversores en los países en desarrollo desprovistos de un sistema jurídico fiable y les permitiría hacer valer sus derechos en caso de expropiación. Pero la UE y Estados Unidos no pasan precisamente por zonas de no derecho. Por el contrario, disponen de una justicia funcional y plenamente respetuosa del derecho a la propiedad. Al situarlos a pesar de todo bajo la tutela de tribunales especiales, la AAT demuestra que su objetivo no es proteger a los inversores, sino aumentar el poder de las multinacionales.

Un proceso judicial por una subida del salario mínimo

No hay ni que decir que los abogados que componen estos tribunales no tienen que rendir cuentas a ningún electorado. Invirtiendo alegremente los papeles, pueden servir tanto de jueces como defender la causa de sus poderosos clientes ( 5 ). El mundo de los juristas de la inversión internacional es todo un mundo: solo son quince para compartir el 55% de los negocios tratados a día de hoy. Evidentemente sus decisiones son inapelables.

Los «derechos» que tienen por misión proteger se formulan de manera deliberadamente aproximativa y su interpretación raramente sirve a los intereses de la mayoría. Así, el derecho concedido al inversor de beneficiarse de una marco reglamentario conforme a sus «previsiones», para lo que conviene entender que el gobierno se prohibirá modificar su política una vez que tenga lugar la inversión. Por lo que se refiere al derecho a obtener una compensación en caso de «expropiación indirecta», significa que los poderes públicos tendrán que echar mano al bolsillo si su legislación tiene por efecto disminuir el valor de una inversión, incluso en el caso de que esta misma legislación también se aplique a las empresas locales. Los tribunales también reconocen el derecho del capital a adquirir cada vez más tierras, recursos naturales, equipamientos, fábricas, etc. No hay ninguna contrapartida por parte de las multinacionales: no tienen ninguna obligación con relación a los Estados y pueden emprender acciones judiciales cuando les venga en gana.

Algunos inversores tienen una concepción muy extensiva de sus derechos inalienables. Se ha podido ver recientemente a sociedades europeas emprender acciones judiciales en contra del aumento del salario mínimo en Egipto o contra la limitación de las emisiones tóxicas en Perú ya que el NAFTA sirve en este último caso para proteger el derecho a contaminar de la empresa estadounidense Renco. Otro ejemplo: el gigante del tabaco Philip Morris, incomodado por las legislaciones en contra del tabaco de Uruguay y Australia, llevó a ambos países ante un tribunal especial. El grupo farmacéutico estadounidense Eli Lilly pretende llevar a Canadá a los tribunales, culpable de haber establecido un sistema de patentes que hace que algunos medicamentos sean más asequibles. El suministrador de electricidad sueco Vattenfall reclama varios miles de millones a Alemania por su «giro energético», que vigila más severamente las centrales de carbón y promete salir de la energía nuclear.

No existe un límite a las penalidades que un tribunal puede infligir a un Estado a beneficio de una multinacional. Hace un año Ecuador se vio condenado a pagar la cifra récord de 2.000 millones de euros a una compañía petrolera. Aún cuando los Estados ganen los juicios, deben pagar los costes judiciales y diversas comisiones que ascienden a una media de 8 millones de dólares por caso, despilfarrados en detrimento de los ciudadanos. Debido a ello los poderes públicos a menudo prefieren negociar con el demandante a defender su caso en un tribunal. El Estado canadiense se ahorró así una citación en un tribunal derogando precipitadamente la prohibición de un aditivo tóxico utilizado por la industria petrolera.

Sin embargo, las reclamaciones no dejan de aumentar. Según la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Comercio y el Desarrollo (CNUCYD), la cantidad de casos sometidos a los tribunales especiales se ha multiplicado por diez desde 2000. Aunque el sistema de arbitraje comercial se concibió en la década de 1950, nunca había rendido tantos servicios a los intereses privados como en 2012, año excepcional en términos de presentación de casos. Este boom creó un floreciente semillero de consultores financieros y de abogados de negocios.

Hace años que el Diálogo Económico Transatlántico (Trans-Atlantic Business Dialogue, TABD), un grupo de presión más conocido hoy con el nombre de Trans-Atlantic Business Council (TABC), mantiene el proyecto de un mercado estadounidense-europeo. Creado en 1995 bajo el patrocinio de la Comisión Europea y del ministerio de Comercio estadounidense, este grupo de ricos empresarios milita por un «diálogo» altamente constructivo entre las elites económicas de ambos continentes, el gobierno de Washington y los comisarios de Bruselas. El TABC es un foro permanente que permite a las multinacionales coordinar sus ataques contra las políticas de interés general que todavía se mantienen a ambos lados del Atlántico

Su objetivo, que esgrimen públicamente, es eliminar las «discordias comerciales» (trade irritants), es decir, operar en ambos continentes según las mismas reglas y sin interferencias de los poderes públicos. «Convergencia regulatoria» y «reconocimiento mutuo» forman parte de los paneles semánticos que esgrime para incitar a los gobiernos a autorizar los productos y servicios que contravienen las legislaciones locales.

Injusto rechazo del cerdo a la ractopamina

Pero en vez de predicar una simple flexibilización de las leyes existentes, los activistas del mercado transatlántico se proponen directamente reescribirlas ellos mismos. Así, la Cámara de Comercio estadounidense y BusinessEurope, dos de las mayores organizaciones patronales del planeta, han llamado a los negociadores del AAT a reunir en torno a una mesa de trabajo a una muestra de grandes accionistas y de responsables políticos para que «redacten juntos los textos de regulación» que a continuación tendrán fuerza de ley en Estados Unidos y en la UE. Por otra parte, hay que preguntarse si es verdaderamente indispensable la presencia de políticos en el taller de escritura comercial …

De hecho, las multinacionales se muestran notablemente francas en la exposición de sus intenciones. Por ejemplo, sobre los OGM. Mientras que en Estados Unidos un Estado de cada dos planea hacer obligatoria una etiqueta que indique la presencia de organismos genéticamente modificados en un alimento (una medida que desea el 80% de los consumidores del país), los miembros de la industria agroalimentaria presionan, tanto ahí como en Europa, para que se prohíba este tipo de etiquetado. La Asociación Nacional de Confiteros no se ha andado con rodeos: «La industria estadounidense querría que el AAT avance sobre esta cuestión suprimiendo el etiquetado de OGM y las normas de trazabilidad» Por su parte, a la muy influyente Asociación de la Industria Biotecnológica (Biotechnology Industry Organization, BIO), en la que está incluido el gigante Monsanto, le indigna que productos que contienen OGM y se venden en Estados Unidos puedan sufrir un rechazo en el mercado europeo. Por consiguiente, desea que el «abismo que se ahonda entre la desregulación de los nuevos productos bioquímicos en Estados Unidos y su acogida en Europa» se cierre rápidamente. Monsanto y sus amigos no ocultan su esperanza de que la zona de libre comercio trasatlántica permita imponer finalmente a los europeos su «abundante catálogo de productos OGM en espera de ser aprobados y utilizados».

La ofensiva no es menos vigorosa en el frente de la vida privada. La Coalición del Comercio Digital (Digital Trade Coalition, DTC), que reúne a industriales de internet y de las altas tecnologías, presiona a los negociadores del AAT para que levanten las barreras que impiden fluir libremente el flujo de datos personales de Europa a Estados Unidos. «El actual punto de vista de la UE según el cual Estados Unidos no proporciona una protección “adecuada” de la vida privada no es razonable», se impacientan los miembros de los grupos de presión. A la luz de las revelaciones de Edward Snowden sobre el sistema de espionaje de la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense (National Security Agency, NSA), esta tajante opinión no carece de sal. Con todo, no iguala la declaración del US Council for International Business (USCIB), un grupo de sociedades que, a semejanza de Verizon, han suministrado masivamente de datos personales a la NSA: «El acuerdo debería tratar de circunscribir las excepciones, como la seguridad y la vida privada, para asegurar que estas no sirven de trabas encubiertas al comercio».

Las normas de calidad en la alimentación también son su blanco. La industria estadounidense de la carne pretende obtener la supresión de la regla europea que prohíbe los pollos desinfectado con cloro. En la vanguardia de esta lucha está el grupo Yum!, propietario de la cadena de comida rápida Kentucky Fried Chicken (KFC) y que puede contar con la fuerza de choque de las organizaciones patronales. «La UE solo autoriza el uso de agua y de vapor en los huesos de pollo», protesta la Asociación de Carne estadounidense, mientras que otro grupo de presión, el Instituto de la Carne estadounidense, deplora el «rechazo injustificado [por parte de Bruselas] de las carnes a las que se les ha añadido beta-agonistas, como el cloridrato de ractopamina».

La ractopamina es un medicamento utilizado para hinchar el contenido de carne magra en los cerdos y bovinos. Debido a los riesgos que supone para la salud de los animales y de los consumidores está prohibida en 160 países, entre ellos los Estados miembros de la UE, Rusia y China. Para la filial porcina estadounidense esta medida de protección constituye una distorsión de la libre competencia a la que el AAT debe poner fin con toda urgencia.

«Los productores de cerdo estadounidenses no aceptarán otro resultado que el levantamiento de la prohibición europea de la ractopamina», amenaza el Consejo Nacional de Productores de Cerdo (National Pork Producers Council, NPPC). Mientras tanto, al otro lado del Atlántico los industriales unidos en el seno de BusinessEurope denuncian las «barreras que afectan a las exportaciones europeas a Estados Unidos, como la ley estadounidense sobre seguridad alimentaria». En efecto, desde 2011 esta ley autoriza a los servicios de control a retirar del mercado los productos de importación contaminados. También en esto se ruega a los negociadores del AAT que hagan tabula rasa.

Lo mismo ocurre con el gas de efecto invernadero. La organización Airlines for America (A4A), brazo armado de los transportistas aéreos estadounidenses, ha establecido una lista de los «reglamentos inútiles que perjudican considerablemente a la [su] industria» y que, por supuesto, el AAT tiene vocación de eliminar. En primer lugar figura el sistema europeo de intercambio de cuotas de emisión, que obliga a las compañías aéreas a pagar por su contaminación con carbono. Bruselas ha suspendido provisionalmente este programa. A4A exige su supresión definitiva en nombre del «progreso».

Pero donde la cruzada de los mercados es más virulenta es en el sector de las finanzas. Cinco años después de la irrupción de la crisis de las subprime, los negociadores estadounidenses y europeos convinieron que las veleidades de regulación de la industria financiera ya no eran eficaces. El marco que quieren establecer prevé quitar todas las salvaguardas en materia de inversiones de riesgo e impedir a los gobiernos controlar el volumen, la naturaleza o el origen de los productos financieros puestos en el mercado. En resumen, se trata pura y simplemente de eliminar la palabra «regulación».

¿De dónde viene esta extravagante vuelta a las trasnochadas ideas thatcherianas? Responde sobre todo a los deseos de la Asociación de Bancos Alemanes, que no deja de expresar sus «inquietudes» a propósito de la con todo tímida reforma de Wall Street adoptada tras la crisis de 2008. Uno de sus miembros más emprendedores en este caso es Deutsche Bank que, sin embargo, recibió en 2009 cientos de miles de millones de dólares de la Reserva Federal estadounidense a cambio de títulos vinculados a créditos hipotecarios. El mastodonte alemán quiere acabar con la reglamentación Volcker, piedra angular de la reforma de Wall Street, que, según él, tiene un «peso demasiado pesado para los bancos estadounidenses». Por su parte, Insurance Europe, la punta de lanza de las sociedades de seguros europeas, desea que el AAT «suprima» las garantías colaterales que disuaden al sector de aventurarse a inversiones de alto riesgo.

Por lo que se refiere al Foro de los Servicios Europeos, organización patronal de la que forma parte Deutsche Bank, se mueve entre los bastidores de las negociaciones trasatlánticas para que las autoridades de control estadounidenses dejen de meter las narices en los negocios de los grandes bancos extranjeros que operan en su territorio. Del lado estadounidense se espera sobre todo que el AAT entierre de una vez por todas el proyecto europeo de tasa sobre las transacciones financieras. Parece que ya se ha comprendido este asunto ya que la propia Comisión Europea ha considerado que esta tasa no es conforme a las reglas de la OMC. En la medida en que la zona de libre comercio trasatlántica promete un liberalismo más desbocado todavía que el de la OMC y aunque el Fondo Monetario Internacional (FMI) se opone sistemáticamente a cualquier forma de control sobre los movimientos de capitales, la raquítica «tasa Tobin» no preocupa mucho a Estados Unidos.

Pero las sirenas de la desregulación no se hacen oír solo en la industria financiera. El AAT pretende abrir a la competencia todos los sectores «invisibles» o de interés general. Los Estados signatarios se verían obligados no solo a someter sus servicios públicos a la lógica comerciante sino también a renunciar a toda intervención sobre los suministradores de servicios extranjeros que codician sus mercados. Los márgenes de maniobra política en materia de sanidad, de energía, de educación, de agua o de transporte se esfumarían. La inmigración tampoco se libra de la fiebre comercial ya que los instigadores del AAT se arrogan la competencia de establecer una política común en las fronteras, sin duda para facilitar la entrada de aquella personas que tienen un bien o un servicio que vender en detrimento de las demás.

El ritmo de las negociaciones se intensifica desde hace unos meses. En Washington se tienen buenas razones para creer que los dirigentes europeos están dispuestos a lo que sea para reavivar un moribundo crecimiento económico, aunque sea a costa de una negación de su pacto social. Aparentemente, el argumento de los promotores del AAT según el cual el libre comercio desregulado facilitaría los intercambios comerciales y, por lo tanto, sería creador de empleo pesa más que el temor a un seísmo social. Sin embargo, las barreras aduaneras que todavía subsisten entre Europa y Estados Unidos son «ya bastante bajas», como reconoce el representante estadounidense de comercio. Los propios artífices del AAT admiten que su primer objetivo no es aligerar las trabas aduaneras, de todos modos insignificantes, sino imponer «la eliminación, la reducción o la prevención de políticas nacionales superfluas», considerando «superfluo» todo aquello que ralentiza el flujo de mercancías, como la regulación de las finanzas, la lucha contra el calentamiento climático o el ejercicio de la democracia.

Es cierto que los raros estudios consagrados a las consecuencias del AAT apenas se detienen en sus consecuencias sociales y económicas. Un informe que se cita frecuentemente y elaborado por el Centro Europeo de Economía Política Internacional (European Centre for International Political Economy, ECIPE) afirma con la autoridad de un Nostradamus de escuela de comercio que el AAT proporcionará a la población del mercado trasatlántico un aumento de riqueza de 3 céntimos por cabeza y día…a partir de 2029.

A pesar de su optimismo, el mismo estudio evalúa en solo 0,06 % el aumento del Producto Interior Bruto (PIB) en Europa y Estados Unidos a consecuencia de la entrada en vigor del AAT. Semejante «impacto» es extremadamente iluso en la medida en que sus autores postulan que el libre comercio «dinamiza» el crecimiento económico, una teoría regularmente refutada por los hechos. Además, un aumento tan infinitesimal sería imperceptible. Comparativamente, la quinta versión del iPhone de Apple ha provocado en Estados Unidos un aumento del PIB ocho veces más importante.

Casi todos los estudios del AAT han sido financiados por instituciones favorables al libre comercio o por organizaciones patronales, razón por la cual no aparecen los costes sociales del tratado ni tampoco sus víctimas directas que, sin embargo, se podrían contar por cientos de millones. Pero la suerte todavía no está echada. Como demostraron las desventuras del AMI, del ALCA y de determinados ciclos de negociación en la OMC, la utilización del «comercio» como Caballo de Troya para desmantelar las protecciones sociales e instalar la junta de los encargados de negocios fracasaron varias veces en el pasado. Nada dice que no vaya a pasar lo mismo también en esta ocasión.

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