Tensión entre las dos Coreas

Incidente «made in USA»

El intercambio de fuego de artillerí­a en la pení­nsula coreana ha vuelto a elevar la tensión en la región por enésima vez. Si no resulta fácil saber con exactitud la causa real del nuevo enfrentamiento, más difí­cil aún es prever la resolución de una contienda a la que no se ve salida. Aunque si hubiera que buscar un ganador del reavivamiento del conflicto, éste seria sin duda la nueva lí­nea de Obama de contención a China.

Las alarmas saltaban en las cancillerías mundiales en la madrugada del asado 23 de noviembre, cuando la artillería norcoreana lanzaba un centenar de proyectiles contra la isla de Yeonpyeong, habitada por 1.700 personas, con el resultado de dos soldados y dos civiles norcoreanos muertos. El argumento de Pyongyang, capital de Corea del Norte, para justificar el lanzamiento de obuses es que 70.000 soldados surcoreanos habían sido movilizados para hacer ejercicios militares justo en la frontera marítima entre el norte y el sur, un territorio en disputa entre ambas. Corea del Sur, por su parte, admitió haber disparado proyectiles en aguas que la República Democrática de Corea considera territorio suyo más de una hora antes de que se produjera la respuesta del norte. Tensión local, contención regional En el estallido del conflicto se entrecruzan distintas contradicciones regionales sobre un telón de fondo global que hace referencia a la nueva línea táctica que la administración Obama está desplegando por todo el planeta –y de forma particularmente intensa en Asia y en las aguas que rodean a China– cuyo objetivo cada vez más nítido es la contención “multilateral” de China. La prensa occidental no ha dudado ni un sólo minuto en cargar todas las culpas sobre Corea del Norte. Pero las cosas no son tan claras como pretenden presentarlas. Si Corea del Sur hubiera querido evitar la confrontación, lo más sencillo era no haber disparado proyectiles en una área que el norte reclama como propia. Sobre todo teniendo en cuenta que ya el régimen norcoreano había denunciado que las maniobras militares estaban “simulando una invasión del norte”, advirtiendo que tendrían una respuesta apropiada. Movilizar 70.000 soldados durante una semana y a lo largo de una línea fronteriza en disputa no es precisamente lo que en términos diplomáticos puede calificarse como una actitud preventiva y cautelosa. Mucho más cuando, como reconocía la CNN el mismo día del ataque, “fuerzas estadounidenses han estado proporcionando cobertura a los surcoreanos en el ejercicio militar”. Algo, por otra parte, perfectamente sabido dado el nivel de integración subordinada del ejército surcoreano con el Pentágono. Por su parte, Corea del Norte, pese a aparecer como la vencedora momentánea de la escaramuza, “al tratar de apagar su sed de desquite, en palabras del Diario del Pueblo de Pekín, está bebiendo puro veneno. Paso a paso se está metiendo de cabeza en un callejón sin salida”. Por más que su principal aliado y valedor internacional, China, trata de encontrar una salida diplomática consensuada mediante el impulso de las negociaciones “a seis bandas”, las reacciones extremas de Pyongyang –preñadas en demasiadas ocasiones de un aventurerismo de tipo casi suicida– la mantienen sumida en el aislamiento político y la miseria económica, que empeoran después de cada incidente. El primer vector Desde la llegada de Obama a la Casa Blanca y de Hillary Clinton al Departamento de Estado, Washington ha trasladado el grueso de su potencia de fuego político, diplomático y militar a Asia, buscando crear una línea de contención que impida, o cuanto menos dificulte, la expansión de la influencia china más allá de su escenario cercano. El reforzamiento de los vínculos políticos y militares claves en el Lejano Oriente, con el triángulo Taiwán-Japón-Corea del Sur como primera línea de contención es uno de los vectores clave en el desarrollo de esta nueva línea táctica. Y el recrudecimiento de las tensiones en la península coreana, y por extensión en el Mar Amarillo, lo refuerza objetivamente por una doble vía. De un lado, al revitalizar y poner en primer plano nuevamente la amenaza militar –real o supuesta– de Corea del Norte, presiona a Seúl para que se entregue todavía más en manos norteamericanas. Lo cual a su vez consolida la reconducción del país, una vez descabalgadas del gobierno las fuerzas partidarias de una mayor autonomía, hacia un alineamiento más cerrado con Washington, cuyo envés es una mayor confrontación con Pekín. Por el otro, la escalada militar que ha seguido al incidente permite nuevamente al Pentágono maniobrar directamente con sus fuerzas navales en el Mar Amarillo, frente a las costas mismas de China. Lo que se traduce automáticamente no ya en una demostración de su poder militar –que podría funcionar en otras partes, pero que es dudoso que amedrente a Pekín–, sino en algo infinitamente más práctico como señalar el firme respaldo de la superpotencia a la República de Corea y Japón en caso de conflicto militar con Pongyang. Además de que las mismas maniobras navales conjuntas con Seúl permiten a Estados Unidos –como ya hizo el pasado mes de junio en unos ejercicios similares– recoger cuidadosamente información geográfica y militar de algunos países asiáticos, especialmente de China, bordeando sus vastas aguas. Todos hablan de la provocación norcoreana, pero viendo sus resultados y el marco general en que se produce, todo apunta más bien a que estamos ante unos de esos típicos incidentes “made in USA.”

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