El ministerio de Defensa amenazó a los familiares de las ví­ctimas del Yak-42

Impunidad de Estado

A algunos medios sólo les interesa utilizar el accidente del Yak-42 para dirimir las rencillas entre el PSOE y el PP, golpeando en la cabeza del entonces ministro de Defensa, Federico Trillo. Pero en aquel vergonzoso episodio -donde murieron 62 militares españoles que retornaban de una misión en Afganistán- aparece con indigna claridad el desprecio absoluto del Estado, transformado en un aparato frí­o e inmisericorde, hacia la vida, y la impunidad con la que comete sus desmanes.

Todos los caminos más oscuros confluyen en el accidente del Yak-42.

Primero, el por qué soldados españoles deben arriesgar su vida en una misión, la de Afganistán, que sólo obedece a los intereses de dominio norteamericanos.

En segundo lugar, por qué el ministerio de Defensa optó, sólo por ahorrar unos miserables euros que luego los altos responsables del ministerio despilfarran, por trasladar a los soldados en un tétrico avión de una compañía de quinto orden de Kirguizistán que incumplía todos los requisitos de seguridad.

Pero tras el accidente, todos los límites de la indignidad se superaron. El teniente general José Antonio Beltrán ha admitido en el juicio que Federico Trillo le transmitió una orden precisa: «Traedme los cadáveres cuanto antes». Tenían que llegar al funeral de Estado, y todo lo demás no importaba. Hasta el punto de que Beltrán reconoce que «yo estaba dispueto a traerme los cadáveres como fuera. Para mí no era impedimento para traerlos que estuvieran sin identificar».

A los familiares de las víctimas se les entregaron féretros sellados a sabiendas de que no pertenecían a sus seres queridos. Pero eso poco importaba. Lo único importante es que el funeral de Estado pudo realizarse en el horario previsto.

Cuando los familiares sospecharon, la impunidad que se auto concede el Estado estalló en toda su extensión.

Teresa Jiménez Cabello, esposa del brigada Juan Carlos Jiménez Sánchez, ha denunciado en el juicio el «machaque psicológico y maltrato a los familiares y a los propios muertos» que tuvieron que sufrir en los meses posteriores a la catástrofe.

Amparo Gil, madre del sargento Francisco Cardona, denunció que el coronel de la base de Torrejón de Ardoz (Madrid) les dirigió «amenazas» para que no dijeran «nada de lo que se pudieran arrepentir algún día», y les impidió ver el cuerpo de su hijo alegando que estaba «prohibido abrir los féretros».

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