Un lector de El Confidencial recordaba recientemente la figura de Frank Serpico. Y lo hacía en relación a una noticia publicada en este periódico sobre el comisario Villarejo, un personaje oscuro, como lo ha denominado el periodista Fernando Lázaro. Villarejo ha saltado a la opinión pública por su vinculación con el caso del ático de Ignacio González, el presidente de la Comunidad de Madrid. Serpico, conviene recordarlo, se hizo célebre por la película que en los años 70 rodó Sydney Lumet sobre la mafia policial en Nueva York.
El policía Serpico había salido del anonimato en octubre de 1971, tras un reportaje publicado en The New York Times titulado Retrato de un policía honesto, que contaba su peripecia y cómo sus propios compañeros le habían dejado desangrarse tras una operación frustrada relacionada con el narcotráfico. Serpico -que aún vive- había sido disparado en la cara y las secuelas todavía le persiguen. Tras conocerse el tiroteo, un compañero suyo dijo: “Conozco al menos seis policías que dispararían a Serpico”. Otro, mucho más mordaz, se preguntó: “¿Quién puede confiar en un policía que no acepta dinero?”.
Aquella denuncia conmocionó a la ciudad de Nueva York. Hasta el extremo de que el alcalde Lindsey se vio obligado a constituir la llamada ‘comisión Knapp’ para investigar la corrupción policial, un viejo problema de la ciudad ya desde los tiempos de Hoover y su célebre Oficina de Investigación, que dio origen al FBI. La conclusión de la comisión Knapp fue que a muchos policías de Nueva York les resultaba rentable corromperse porque el cuerpo se había convertido en algo impenetrable. Puro corporativismo y falsa camaradería. No sólo para los ciudadanos sino también para los propios políticos, incapaces de meter sus narices en asuntos delicados por miedo a salir escaldados. Se había creado una especie de sociedad secreta -sin jerarquía ni estructura de mando- al margen de los aparatos del Estado y del control judicial. Un Estado dentro del Estado.
La investigación sobre el ático de Ignacio González tiene algo de ello. Hay fundadas sospechas para pensar que detrás de las investigaciones había algo más que el interés por aclarar un presunto fraude que inexplicablemente continúa varado en el ámbito judicial, y donde las relaciones de parentesco se confunden.
Material sensible
No parece razonable que una investigación sobre un alto cargo de la Comunidad de Madrid, nada menos que un vicepresidente en aquellos días, se haga al margen del control político o judicial, como aseguraron ante el juez los altos cargos de Interior citados por José María Olmo en este periódico. Pero parece también evidente que había material suficiente para ser investigado, y que llegó de una manera un tanto rocambolesca al voluminoso sumario del caso Gürtel, como se irá conociendo en los próximos días. Algo que explica la defenestración de González de forma un tanto precipitada antes de que se conozca la traca final. Hay material grabado en la ya célebre cafetería de la Puerta del Sol que se distribuirá de forma parcial a través de los canales habituales.
La existencia de un poder en la sombra dentro del mando policial es tan vieja como la propia democracia española. Tuvo su punto álgido, como se sabe, en los años 80 y 90, cuando las redacciones de los periódicos se llenaban de dossieres y falsos informes -también de material de alta calidad informativa- con fines obvios nacidos en muchos casos de las propias cloacas del Estado.
En unos casos, para desprestigiar a los adversarios políticos, y en otros para reventar determinadas operaciones económicas de gran calado a través de la extorsión, las escuchas ilegales o la construcción de falsos testigos para entorpecer la investigación. Reputados editores guardaban en sus cajones o en recintos de seguridad informes comprometidos o fotografías indiscretas que se vendían en la almoneda pública en función de intereses bastardos (la foto íntima de Marta Chávarri provocó un terremoto bancario).
Guerra sucia
Esta guerra sucia de dossieres escondía algo igualmente grave. La utilización de los medios de comunicación con fines espurios a través de mendaces informes -filtrados de forma indigna a periodistas sin escrúpulos– que en lugar de buscar la verdad pretendían influir en el debate político. Muchos de los papeles publicados en los últimos meses en pleno debate soberanista en Cataluña son verdades como puños, pero otros son tan falsos como la falsa moneda simplemente con el objetivo de socavar una cuestión que debe dirimirse exclusivamente en el plano político o judicial cuando sea preciso. Pero nunca como un ariete destinado a intoxicar a la opinión pública.
Aguas arriba el origen del problema radica en la propia debilidad del sistema político y sus ganas de enredar para obtener réditos a corto plazo ante sus adversarios. Una tentación que ha creado verdaderos engendros. Así es como se han llegado a crear compartimentos estancos, a modo de capas geológicas perfectamente identificables en función de su antigüedad, dentro de la propia policía sin que ningún responsable se atreva a desmantelarlos por miedo a resultar salpicado.
Ni lo hizo el PP cuando gobernó por primera vez, ni, por supuesto, el PSOE, que creó una auténtica red de alcantarillado con dinero público no precisamente destinado al saneamiento de la ciudad sino a algo mucho más sucio. Algo que explica la impunidad con que han trabajado siniestros policías que atesoran un buen patrimonio sin que asuntos internos husmee para averiguar su origen. Y la mejor prueba de esta inacción la ofreció el pasado viernes el ministro del Interior tras el Consejo de Ministros.
Fernández Díaz dijo sobre la reunión entre González y dos comisarios: «El PP no estaba al frente del Gobierno ni yo en el Ministerio del Interior. Tendrán que responder quienes gobernaban, aunque fuera en funciones”. Es decir, que en vez de buscarse la verdad, se pretende ignorarla simplemente porque la reunión estaba en el espacio temporal del anterior Ejecutivo. Como se ve, política de Estado.
No se está, desde luego, ante una corrupción generalizada y sería injusto extender la mancha de excrementos, pero parece evidente la existencia de manos negras con enorme capacidad de influencia en la opinión pública y que aunque sólo sea por salud democrática deben ser borradas del mapa.
El problema, una vez más, es la naturaleza del mando político, acostumbrado a crear monstruos para salvar su propio pellejo. Ignorando, de esta manera, un viejo dicho del mundo anglosajón: “No puedes tener serpientes en el jardín y esperar que solo muerdan a tu vecino”.
Así es como, al final, cada Gobierno ha tenido que convivir con policías eficaces en términos operativos -técnicamente muy preparados- que necesariamente han tenido que descender a los infiernos para hacer su trabajo, pero intocables en cuanto a su modus operandi. Probablemente, porque se ha despreciado un viejo aserto del cuerpo: ‘Hay que poner a gente limpia para investigar asuntos sucios”. Si ocurre lo contrario, pasa lo que pasa.