Dijo Raimon Panikkar que nuestro enemigo es la dualidad. Esto ocurre tanto en la vida individual como en la vida social, y no digamos en la política, donde los hiperdualismos, cada vez más agresivos y confrontadores, hieren todas las sensibilidades y dañan nuestros sueños de un mundo mejor y de una sociedad cada vez más amable. Pero, tal vez, todo esto tenga una cura, aunque esta se vislumbre en lontananza.
Para empezar, la palabra amable tiene un doble sentido, es adual. Por una parte, una persona amable es aquella que es capaz de amar. Dostoievski dijo que lo importante era amar, más que ser amado. Por otro lado, amable es un ser humano que merece ser amado. En la actualidad vivimos en unas sociedades que cada día que pasa se tornan en menos amables y en menos humanas, es decir, en más desagradables para la mayoría, afectando a muchos ámbitos de la vida. Una parte de la juventud se nos aparece como crecientemente violenta y trastornada. Desde en la política, pasando por la familia, a la crisis del Covid y la económica, acabando en el individuo y casi con él, mucha gente dice “estar harta”. Algo negativo que no somos capaces de controlar ni comprender está ocurriendo a todos los niveles, sean personales, familiares o sociales. Ni siquiera sabemos hacia dónde nos está llevando toda esta vorágine, pero sospechamos que a nada bueno.
La pandemia del Covid ha sacado a la luz muchas de estas frustraciones y miedos, lo que no deja de ser lógico y comprensible. Los avances tecnológicos no nos están convirtiendo en más felices o seguros de nosotros mismos, ni mucho menos. La irrupción en la vida moderna de una peligrosa dependencia de internet tiene sus pros y sus contras. En muchas ocasiones, las redes sociales están sacando lo peor de la naturaleza humana a la superficie, cual nuevo e incurable cáncer metastático y diseminado. Ahí, en medio de una impunidad absoluta, toda feroz crítica, los inacabables mensajes de odio, el habitual “todos contra todos”, no se compensa por unos aburridos y narcisistas “me gusta”.
Los avances tecnológicos no nos están convirtiendo en más felices
El visionario Umberto Eco dijo que las redes sociales habían sacado a la luz a todos los idiotas del mundo. La informática ha hecho que cualquier deficiente se pueda creer un superdotado, estimulando el gran pecado de la humanidad actual: un narcisismo cada vez más malignizado. En esa misma línea, las noticias que nos han llegado de algunos de sus principales genios, llámense el ya fallecido Steve Jobs o Mark Zuckerberg, no nos trasmiten que hayan sido o sean muy buenas personas. Al menos nada amables. Como Donald Trump, con diferencia el menos amable y más desagradable narcisista y megalómano de todos los presidentes que ha dado la historia de los Estados Unidos. Por fin, con ese nuevo invento de inteligencia artificial, llamado “Meta”, ya no se distinguirá lo que es la vida real de la imaginada, antesala esto de una esquizofrenia global en línea con la psicótica Alicia y su “maravilloso” submundo al otro lado del espejo de la realidad, tecnología que trata de que la vida humana acabe viviendo con la niñita Alicia en un País de las Pesadillas.
En el origen del aumento de una imposible de medir infelicidad social, tiene mucho que ver el miedo. Se tiene miedo a todo. Miedo a que deje de funcionar Facebook o WhatsApp durante unas horas. Reaccionamos con algo parecido a un ataque de terror si creemos que hemos perdido el móvil o nos lo hemos dejado en casa. La inseguridad personal también está en auge. Los ataques a indigentes o las agresiones a personas mayores o indefensas casi están dejando de ser noticia. Parezca o no, la raíz del problema es que tenemos miedo a crecer, a esforzarnos un poco más en madurar sanamente, a ser algo más pacientes, a escuchar a otros, confundiendo la humildad con debilidad, cuando son todo lo contrario. Y sobre todo a cambiar de conciencia. Nadie ha dicho que lograr todo eso sea nada fácil.
Sí, todos queremos cambiar el mundo, pero la ansiedad y la frustración nos pueden, y al final nadie parece saber cómo hacerlo en paz. La política profesional, al menos en este país, avergüenza por su falta de amabilidad y educación entre los diferentes intereses y partidos. Los ataques personales tiñen el parlamento del tinte de una mamarracha chabacanería difícil de soportar por cualquier espíritu sensible. A pesar de que hay políticos amables, unos por su sinceridad y sana conciencia y naturaleza, aunque otros por motivaciones más oscuras e interesadas, lugar donde los egos y sus narcisismos dirimen sus diferencias en un cada vez más agrio campo de batalla. Aunque no es tan difícil distinguir a unos de los otros. Lo que sí sabemos es que para cambiar nuestro mundo primero tenemos que cambiarnos a nosotros mismos. Es lo que dijo el siempre amable Dalai Lama. Lo que necesitamos es cambiar de conciencia, evolucionar ascendentemente, descubrir lo mejor que aún tenemos oculto y sin descubrir dentro de nosotros mismos. En definitiva, aprender a ser amables a cualquier precio y bajo cualquier circunstancia.
Tal vez no sea tan difícil echar a andar por un nuevo camino
Seremos lo que somos y hemos de tratar de comportarnos como tales: seres humanos. No hay que tener miedo a eso. Y no sólo podemos o debemos ser amables y humanos con los demás, sean amigos o no, sino igualmente con los animales de cuatro patas. Al final, el que no es amable con otros y consigo mismo, no merece ser querido, deseado o amado. Por mucho que se haya de confesar que parece imposible ser amable con todo el mundo. Así que habrá que elegir.
Tal vez no sea tan difícil echar a andar por un nuevo camino que nos dirija hacia todo estos cambios. Podemos empezar por imitar a las personas más amables, que son las más dichosas. Esto le hace feliz a uno mismo, que va sintiendo progresivamente que el sentido de su vida se va transformando y enalteciendo un día detrás de otro. Y la mejor manera de hacerlo es dar las gracias a los demás, siempre y por todo. Desde al camarero o camarera que te sirve en un bar a retornar el agradecimiento que te trasmite un mendigo por haber hecho el gran esfuerzo de meter tu mano en el bolsillo para darle una ayuda en vez de pasar de largo. Al fin y al cabo, la principal diferencia entre ellos y nosotros, es que ellos no tienen absolutamente nada. Sirva como ejemplo.
Ya que hoy en día se viraliza la malevolencia y la estupidez por esas demoníacas redes sociales mucho más fácilmente que la benevolencia o la sabiduría, estas líneas proponen viralizar el hecho de agradecer a la vida los más mínimos detalles que salgan a nuestro paso día a día, sean placenteros o dificultosos. Nunca se sabe. Las cosas más pequeñas pueden tener el mayor y más inesperado efecto a medio o largo plazo. Así que demos las gracias por todo y a ser posible a todos. Gracias por hacerlo. Gracias por cambiar el mundo. Ello es posible, pero no sin tu ayuda.
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* Salvador Harguindey es médico oncólogo y escritor.