México: lucha contra el narcotráfico

Guerra contra la protesta social

Como nunca antes en la historia de México, el presidente Felipe Calderón decidió declarar la guerra al narcotráfico y, por tanto, a sus bases internas dentro del Estado mexicano. Desde diciembre de 2006, esta guerra ya suma unos 30.000 muertos. No se puede entender el grado de brutalidad, antagonismo y profundidad que ha adquirido la guerra en México sin reconocer que la plaga del narcotráfico en el paí­s azteca es una herencia de los 70 años del gobierno del PRI y prácticamente una institución más de la nación.

La guerra se desarrolla a varios niveles, lo que hace difícil diferenciar lo blanco de lo negro y, en la medida que se agudiza, cobra mayor antagonismo contra los sectores más revolucionarios y vulnerables del ueblo mexicano, auténticas víctimas de esta guerra sin cuartel. Si algo se ha hecho patente desde el inicio de la guerra, es que en México no existe sólo un problema con la industria de las drogas, sino con sus aparatos de Estado: sus organismos de seguridad pública, fuerzas policiales, políticos, jueces y funcionarios. Durante años los poderes públicos venden, o vendían, una especie de “franquicias”, licencias, plazas o patentes para el tráfico. Las instituciones encargadas de la persecución del tráfico de drogas potenciaban los beneficios obtenidos del narcotráfico, que iban a parar a los altos dirigentes de estos cuerpos y hacia quienes les otorgaban cobertura desde el ámbito político. Estas licencias o franquicias de tráfico, estaban sujetas a la capacidad de los agentes públicos de revocarlas en cualquier momento y conllevaba una serie de acuerdos implícitos y explícitos, como minimizar los niveles de conflicto social y político o que no se debía ir contra la integridad personal de las autoridades, ni de personajes de fuerte presencia pública, con la excepción de los miembros de la oposición. Existía, por tanto, una especie de pirámide en cuya base se sitúan los delincuentes comunes, en un segundo nivel los agentes y jefes de la policía y, en la cúspide, autoridades políticas. Pasar del primer escalafón de delincuentes sin placa, a ser criminal con placa oficial y arma reglamentaria, supone un crecimiento exponencial de los beneficios. En este sentido el periodista Terrence Poppa cuenta que: “Una vez hablé con un investigador de la PGR. Él había grabado secretamente a otro oficial hablando del sistema de pago. Dice el tipo, ‘¿entonces es todavía el sistema 1-2-3?’. Y el otro dice, ‘sí, sí, el 1-2-3’. Y comienza ‘1 millón para el interior, 2 millones para la costa y 3 millones para la frontera’. Eso era lo que se pagaba para tomar las plazas de procurador general y en la policía” (Proceso, 7 de mayo de 2000, citado por Carlos Resa Nestares en “El estado como maximizador de rentas del crimen organizado: El caso del tráfico de drogas en México” 2001). No es casualidad que para declarar la guerra, el gobierno convocara en el 2006 a 45 mil efectivos del Ejército; sabía que sólo utilizando el ejército -no las fuerzas policiales- esta batalla podría llevarse adelante. Por lo tanto, hoy el problema, es que el orden y el sistema de “franquicias”, que ha regulado durante décadas el tráfico de drogas, se rompió tras la declaración de guerra del gobierno. Sectores revolucionarios: víctimas de la guerra Otro aspecto de la misma cuestión, son los alcances que esta guerra está cobrando sobre las libertades individuales y colectivas en la sociedad mexicana. Como señala el periodista Ignacio Ramonet (México en guerra, Le Monde Diplomatique, 10-12-2010), desde el inicio de la guerra contra el narcotráfico declarada por el presidente Felipe Calderón, hoy en México se desarrolla no una, sino tres guerras paralelas. La de los grupos de narcotraficantes entre sí por controlar territorios; la de los temidos grupos Zetas (cuyos miembros son ex militares y ex policías) que delinquen contra la población civil, y la de los militares y fuerzas especiales contra los propios ciudadanos. ¿Cómo esta guerra se ceba contra el pueblo? Cada vez es más habitual que los ataques militares contra las bandas mafiosas y de delincuentes dejen tras de sí cuantiosas víctimas civiles, son “daños colaterales” según el gobierno. Aunque hay quienes consideran que las víctimas civiles no son fruto del azar, sino de una estrategia para reprimir y atemorizar a los sectores más revolucionarios de la población; para frenar la protesta social. El luchador por los derechos humanos, el mexicano Abel Barrera Hernández, cree que la guerra contra los narcos se está utilizando para criminalizar la protesta social: “Las víctimas de esta guerra son la gente más vulnerable: los indígenas, las mujeres, los jóvenes. Se usa el ejército para intimidar, desmovilizar, causar terror, acallar la protesta social, desarticularla y criminalizar a los que luchan”. Estas denuncias abren un nuevo y preocupante capítulo de la guerra en México. Si con la excusa de la guerra se reprime a los luchadores indígenas, los defensores de los derechos humanos, los sindicalistas o las mujeres líderes comunitarias, ¿qué se puede esperar en tanto aumente la intensidad de la guerra? ¿Cuál es el futuro de las organizaciones populares? Una señal siniestra “El asesinato de la defensora de derechos humanos Josefina Reyes Sa­lazar, acaecido el pasado 3 de enero en Ciudad Juárez, Chihuahua, es un mal augurio y una señal siniestra para los defensores y las defensoras de derechos humanos en 2010. Su muerte se enmarca dentro de un contexto de guerra sucia donde la sociedad es el botín de los actores armados que han impuesto la ley del fuego. Desde que se llevó a cabo el Operativo Conjunto Chihuahua, el número de ejecuciones se ha multiplicado en el estado. Lo más grave es que el Ejército se ha enganchado en esta guerra con la misma lógica destructiva del sicariato y sin ningún respeto a las leyes y a los derechos humanos. (… ) El incremento de la violencia vinculada con el crimen organizado ha colocado a los defensores y a las defensoras de derechos humanos en el umbral de la desesperanza y la muerte. En este ambiente caótico, las autoridades han evadido su responsabilidad de garantizar la seguridad de los defensores y con gran irresponsabilidad han alentado versiones que ponen en entredicho su trabajo, para revolver sus casos con los del crimen organizado. (…) Además de los graves riesgos que enfrentan los defensores y defensoras, existe una tendencia muy marcada para desacreditar, denigrar y hasta criminalizar su trabajo por parte de las autoridades que violentan los derechos humanos. Se les ignora y se busca neutralizarlos para hacerlos más vulnerables y que sean blancos fáciles de una agresión. En el estado de Guerrero, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) otorgó medidas provisionales a 107 defensores y defensoras, mayoritariamente indígenas, ante los graves e inminentes riesgos que enfrenta desde que se consumó el artero crimen contra Raúl y Manuel. A pesar de estas medidas, las amenazas siguen focalizándose contra mujeres indígenas que han denunciado violaciones sexuales cometidas por el Ejército. (…) Paradójicamente, en nuestro país son las mujeres, las grandes defensoras de los derechos humanos, las que están enfrentando esta guerra cruenta, donde el Ejército y los policías usan todo el poder destructor para impedir que las voces femeninas sean escuchadas.” La guerra contra los defensores de los derechos humanos. Red Voltaire. 25 de enero de 2010. Abel Barrera Hernández

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