La primera ola democratizadora en la era del capitalismo consumista tuvo lugar en el sur de Europa en la segunda mitad de los años setenta del siglo pasado. Portugal, Grecia y España, por este orden, dejaron atrás sus respectivas dictaduras entre 1974 y 1977. Italia, único país de la región con democracia parlamentaria, consiguió atravesar la Guerra Fría en medio de una gran tensión social y con mucho juego subterráneo, sin presidencialismo a la francesa y sin apenas tocar una coma de la constitución antifascista de 1948. Los ‘años de plomo’ italianos (1967-1989) dejaron más de cuatrocientos muertos y dos mil heridos en atentados terroristas de distinto signo. En el mosaico yugoslavo, la hibernación del mariscal Tito, después de algún intento liberalizador de una autocracia socialista comunicada con Occidente, comenzó a gestar las futuras tragedias balcánicas. La pequeña y pobre Albania, en manos del estalinista Enver Hoxha, era un manicomio. Las dos dictaduras ibéricas, perpetuadas por el interés geoestratégico de Estados Unidos e Inglaterra y por la habilidad de Salazar y Franco en el manejo del anticomunismo, ya no servían para gestionar una sociedad de consumidores a finales de los años sesenta. Ya no eran útiles, pero aguantaron unos años más. El salazarismo, administrado en 1974 por el profesor Marcelo Caetano, fue derribado, sin apenas derramamiento de sangre, por una sorprendente y heroica revuelta de los jóvenes militares descontentos con las guerras coloniales en Mozambique, Angola y Guinea-Bissau. El Abril portugués fue democrático, pero algunos capitanes y comandantes vieron en el Movimiento de las Fuerzas Armadas una reencarnación del rey Sebastián que, según cuenta la mayor leyenda de Portugal, algún día regresará de entre la niebla trayendo consigo el buen gobierno. La revolución se aproximó a un punto crítico en otoño de 1975, cuando el Partido Comunista y el ala más izquierdista del movimiento militar estuvieron a punto de tomar Lisboa e imponer su línea al Parlamento. El temor a la guerra civil les frenó y después vino el golpe de péndulo socialdemócrata. El general Franco murió en la cama y su heredero a título de rey supo pilotar una transición gradual, sin espasmos revolucionarios, ni nacionalizaciones de la banca, soportando la presión de los militares ultras y del terrorismo de ETA, basado en una aleación extrema de nacionalismo, seminarismo y marxismo-leninismo. El punto más innovador del gradualismo español consistió en la ‘devolución’ de la autonomía a catalanes y vascos, rehogada inmediatamente por una descentralización regional de carácter general, de la que la derecha se arrepintió pronto, dando inicio a una dialéctica de fortificación del Centro político que, tres décadas después –ya sin terrorismo–, está provocado una fuerte crisis política con Catalunya. La transición española mantuvo prácticamente inalterada la gestión liberal de la economía, instaurada por el Plan de Estabilización de 1959. Recibió muchos honores internacionales, pero también dejó un rastro trágico: al menos dos intentos de golpe de Estado, uno de ellos a punto de consumarse en 1981, y 591 víctimas mortales, entre atentados de ETA, acciones antiterroristas ilegales, represión de protestas y otros episodios. Grecia se sacó de encima la dictadura de los coroneles pocos meses después de la revolución portuguesa. En julio de 1974, la junta de Atenas se metió en un lío nacionalista y no supo como salir de él. Cometieron el mismo error que años después repetirían los militares argentinos en las islas Malvinas. Invadieron Chipre para excitar el chovinismo panhelénico, provocaron una airada reacción de la dictadura militar turca, dejaron a la OTAN perpleja (Grecia y Turquía ya pertenecían a la Alianza) y la ‘enosis’, la mitificada unión de Grecia y Chipre, les estalló en las manos. Mientras dimitía la junta, el avión del presidente de la República Francesca aterrizaba en el aeropuerto de Atenas, llevando a bordo al hombre encargado de pilotar una transición prudente y proeuropea, que no fomentaría el regreso de la monarquía, abolida por los militares. El protegido de Francia se llamaba Konstantinos Karamanlis. Había sido primer ministro antes de la dictadura y era el antagonista conservador del patriarca socialista Andreas Papandreu. Dos dinastías. La pelea la prosiguieron, años después, Kostas Karamanlis, sobrino del restaurador, y Giorgios Papandreu, hijo del fundador del Pasok, ahora a punto de crear un nuevo partido con vocación de bisagra ante el jaleo electoral que se aproxima. Grecia fue sobreprotegida por el poder europeo. El presidente francés Valery Giscard d’Estaing sería el gran valedor de un rápido ingreso griego en la Comunidad Económica, en 1981, cinco años antes que España y Portugal. La Alemania reunificada, deseosa de un mercado europeo lo más amplio posible, no puso impedimento al ingreso de Grecia en el euro en el 2002, pese a las dudas que podía provocar un país dominado por un salvaje clientelismo político, sin censos catastrales fiables y con un concepto de la disciplina fiscal muy alejado de los parámetros luteranos. Grecia, convendrá no olvidarlo estas próximas semanas, es un enclave geoestratégico de primer orden: pieza del polvorín balcánico, aún no pacificado del todo; vínculo con Rusia a través de la Iglesia cristiano-ortodoxa; tensa enemistad con la vecina Turquía, históricamente irresoluble. El puerto de El Pireo, controlado por los chinos, base del tráfico comercial que viene de Oriente por el estrecho de Suez y cancela del Mar Negro. Islas muy codiciadas. Un país al que la Europa que pretende absorber Ucrania, en tensión con Rusia, difícilmente puede renunciar. En Bruselas, en Berlín y en Varsovia lo saben. Conviene tenerlo claro antes de que a finales de enero comience a sonar el ‘sirtaki’ de la reestructuración de la deuda. Las elecciones griegas que se avecinan serán importantísimas. La Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional enviarán severos mensajes de advertencia a los electores. El FMI ya lo ha hecho, de forma muy descarnada. Pero la geografía también tiene su ley. Sin la geografía, Grecia no estaría en el euro. Casi cuarenta años después de aquella ola democratizadora en el interior de la Guerra Fría es fascinante observar cómo el sur de Europa vuelve a ser una cadena crítica, como consecuencia de la crisis de la deuda y del estrés político de unas sociedades que no han podido, no han sabido y no han querido adoptar el modelo socioeconómico alemán, basado en una potente industria exportadora, el ahorro, una constante capacidad de pacto interno, elevada disciplina social y una profunda aversión a la inflación, identificada como el gran desencadenante del Mal hitleriano. Con más intensidad que las del 2012, que tuvieron un carácter casi trágico, las próximas elecciones griegas se acabarán convirtiendo una votación sobre las relaciones de toda la periferia meridional europea con Berlín y Bruselas. Elecciones griegas de gran interés para Francia e Italia, cuyos gobiernos de centro izquierda llevan meses intentando empujar a Alemania a una política de mayor estímulo de la economía, para sortear mejor la presión del Frente Nacional francés, de los ‘arrabbiati’ de Beppe Grillo y de una Liga Norte que se está olvidando de la Padania para ocupar espacios de malestar social que pertenecieron a Silvio Berlusconi en el sur de Italia. La trabajosa elección del nuevo presidente de la República, a mediados de enero, será prueba de esfuerzo. Después vendrán las elecciones municipales y regionales españolas (mayo) e inmediatamente después, las legislativas portuguesas (junio). El dominó incluye también a la inquieta Catalunya, que no es Ínsula Barataria. La Catalunya de los diez partidos en densa competición también forma parte de la cadena crítica del sur de Europa, como iremos viendo en próximos episodios.