Tras semanas de una gran inestabilidad, la estrategia del golpe blando instigada desde Washington y los sectores más reaccionarios de la oligarquía boliviana, con el decisivo pronunciamiento del Ejército y la policía, ha forzado a Evo Morales a renunciar y pedir asilo en México. Los enfrentamientos en las calles se recrudecen en un clima cercano al conflicto civil.
El clima de golpe de Estado en Bolivia se viene gestando desde meses antes de las elecciones. Esta campaña electoral, en la que el Movimiento al Socialismo (MAS) partía con un apoyo electoral ciertamente erosionado -fruto en gran parte de años un malestar cultivado por el bombardeo mediático por parte de la derecha- ha sido la ocasión que esperaban los centros de poder imperialistas y la oligarquía criolla (principalmente las élites separatistas de la rica región de la Media Luna) para echar toda la carne en el asador de su estrategia de golpe blando para derribar a Evo Morales.
La mecha se prendió la noche del recuento electoral, el 20 de octubre. Con el 84% de los votos escrutados, Morales iba el primero en el conteo, pero con una ventaja levemente inferior al 10% respecto a su perseguidor, el derechista Carlos Mesa. Algo que abocaba a una segunda vuelta. Entonces el sistema informático tuvo un bloqueo, y cuando volvió en sí, con el 96% de los votos escrutados, Evo Morales tenía el 46,86% de los votos frente a un 36,72% de Mesa. Algo que daba la presidencia al MAS en la primera vuelta.
La Organización de Estados Americanos (OEA), un organismo fuertemente alineado con Washington, lanzó dudas sobre «el cambio de tendencia en el escrutinio». El gobierno boliviano argumentó que las últimas zonas de las que llegan los votos son las rurales, donde el MAS tiene su bastión electoral, y que históricamente Morales siempre sube al contar los últimos votos. Y ofreció a la oposición y a la OEA realizar una auditoría para comprobar la validez del recuento.
Carlos Mesa acusó a la autoridad electoral (TSE) de fraude, llamó a desconocer sus resultados y a sus simpatizantes a lanzarse a las calles. La violencia estalló en diferentes departamentos, con la quema de tres oficinas regionales del TSE y linchamientos de militantes del MAS. La fase «cívico-tumultuaria» del golpe blando, con enfrentamientos, disturbios y heridos, pronto alcanzó su punto álgido.
El nuevo recuento de votos volvió a confirmar que pese a algunas irregularidades, el MAS consiguió una diferencia de 10,55% frente a su inmediato contendiente. Pero Mesa volvió a rechazar los resultados y tanto Washington como la UE exigieron “la realización de una nueva votación que decida el resultado en una segunda vuelta”.
El Bolsonaro de Santa Cruz
Tras semanas de enfrentamientos, ya con muertos encima de la mesa, las movilizaciones anti-Evo pasan a estar lideradas por un personaje aún más tenebroso y proyanqui que Carlos Mesa: el ultracatólico Fernando Camacho, presidente del Comité Cívico de Santa Cruz y apodado el «Bolsonaro de Bolivia».
Camacho es un representante puro de la oligarquía cruceña, la zona más rica de Bolivia, que durante años, e instigados por los centros de poder hegemonistas, han impulsado el secesionismo de los departamentos de la Media Luna. Su familia controla importantes compañías vinculadas a los seguros, el gas y los servicios, con vínculos con el capital extranjero, y es un importante miembro de una de las dos grandes logias masónicas de la zona (Los Caballeros del Oriente).
En su juventud, Camacho fue vicepresidente de la Organización Juvenil Cruceñista, un grupo de choque violento de extrema derecha. Ahora se ha autoproclamado líder de la oposición, llamando -biblia y rosario en mano- a una «santa cruzada» contra Evo y sus seguidores.
El Ejército y la policía dan el golpe de gracia
El 8 de noviembre, tres unidades policiales se amotinan en Cochabamba, Sucre y Santa Cruz. A lo largo de la noche y durante la madrugada del siguiente día, el motín de los opositores se extiende al resto de los departamentos de Bolivia, que asaltan e incendian domicilios de militantes y dirigentes del MAS.
Dos días más tarde, y ante el informe parcial de la OEA donde se habla de «contundentes» irregularidades en el proceso electoral, Morales convoca nuevas elecciones en Bolivia y un cambio total de los componentes del TSE.
De nada sirve. El Golpe está en su fase terminal y las cúpulas de los aparatos represivos -la verdadera clave del poder, que al igual que en el Chile de Pinochet, durante largos años se han dejado cortejar por el gobierno del MAS ocultando sus verdaderas lealtades- dan el golpe de gracia. El Ejército y de la policía “piden educadamente” (y con los fusiles en la mano) la renuncia del presidente Morales, que para evitar un baño de sangre dimite el 10 de noviembre.
Morales acepta el ofrecimiento de asilo político por parte del gobierno mexicano y sale del país, mientras una turba destruye su residencia. Columnas de miles de mineros y de militantes del MAS llegan desde el altiplano a La Paz para impedir un Golpe de Estado en proceso. Al cierre de esta edición, los choques armados entre golpistas y partidarios de Morales son cada vez más violentos, en un clima que camina hacia el precipicio de un enfrentamiento civil.