El mundo mira horrorizado la enésima masacre cometida contra una pequeña franja de tierra -un territorio del tamaño de Ibiza- donde viven prisioneros más de un millón de palestinos. Una y otra vez, Gaza es castigada con fuego y sangre, con hambre y miseria, con desesperación y dolor. En un solo día, en la jornada más sangrienta desde el bombardeo de 2014, las balas israelíes y las bombas asfixiantes han dejado un reguero de 62 muertos -entre ellos siete niños y un bebé de ocho meses- y 2.700 heridos. Los francotiradores disparan a matar, por la espalda, cuando los manifestantes huyen. Incluso un sanitario ha sido asesinado a tiros. Está documentado el uso de munición explosiva.
Las cifras de las últimas semanas cantan sangre. Superan el centenar de cadáveres y a los 11.000 heridos, de ellos 3.500 por heridas de bala. La situación en los hospitales de la Franja es trágica. Los médicos extenuados operan en los pasillos, en los despachos, hasta en los aparcamientos. No hay material quirúrjico ni reservas de sangre suficiente, y abundan las amputaciones. Como en una guerra, pero del siglo XIX.
Muchas delegaciones diplomáticas y medios de comunicación, impactados por el horror, hablan de la reacción desmesurada del ejército israelí ante los disturbios de la Marcha del Retorno. «Para hacer frente a manifestaciones a veces hay que desarrollar una fuerza limitada, pero esto es desproporcianado», dice el ministro español Alfredo Dastis.
Mienten. Lo ocurrido en Gaza no es una reacción desmedida, sino un crímen deliberado, una masacre planificada. Un asesinato masivo y una actuación criminal diseñados con saña y alevosía. Los hechos están ahí para denunciarlo.
El detonante de esta carnicería ha sido la decisión de Donald Trump de trasladar la embajada norteamericana en Israel, desde Tel Aviv a Jerusalén. En realidad, tal traslado fue aprobado por el Senado de EEUU en 1995. Pero ni Clinton, ni Obama, ni siquiera el incendiario Bush se atrevieron a dar ese paso, conscientes de lo que pasaría. Jerusalén, la ciudad santa de tres religiones, es el punto más sensible de todo el conflicto palestino-israelí, la cuestión más delicada del proceso de paz (cuando aún estaba vivo).
Al reconocer oficialmente a Jerusalén como capital de Israel y deshechar la “política de los Dos Estados” vigente desde los acuerdos de paz instigados por Bill Clinton, Trump no solo estaba dinamitando cualquier posibilidad de entendimiento entre palestinos e israelíes: estaba prendiendo una mecha sobre el explosivo suelo de Oriente Medio. Jerusalén no solo es la capital del corazón de los palestinos, sino que en ella viven cerca de 300.000 árabes. Y guarda algunos de los lugares más santos del Islam.
Además, para la inauguración de la nueva embajada en Jerusalén, Trump ha escogido el 70 aniversario de la creación del Estado de Israel, que para los palestinos tiene otra significación. Es el día de la Naqba, el día que recuerda la gran catástrofe de hace 70 años: 750.000 palestinos (el 70% de la población de 1948) fueron obligados por las armas sionistas a abandonar sus hogares y a vagar como refugiados por el mundo.
Washington no solo ha diseñado el guión de esta masacre. Ha dado directrices a los actores. El ejército israelí ha dado carta blanca a sus francotiradores en Gaza para apuntar y matar. No son balas perdidas de ráfragas nerviosas los que han causado tantos muertos y heridos. Son mirillas telescópicas y proyectiles de última generación los que han taladrado carne, huesos, pulmones o cráneos, con precisión asesina.
Con esta actuación, la superpotencia norteamericana y su sicario sionista acuchillan al punto más sensible de todo el mundo árabe. Buscando crear -tras la ruptura del acuerdo nuclear con Irán- el mayor dolor, la máxima conmoción en Oriente Medio. Están dispuestos a incendiar la región con tal de detener su propio retroceso. Y el dolor de Gaza es el resorte idóneo.
Mientras Gaza aúlla de dolor o llora a sus muertos, los funcionarios de Washington se pertrechan de palabras. “Aquellos que sugieren que la violencia en Gaza tiene algo que ver con el emplazamiento de la embajada de Estados Unidos en Jerusalén están sumamente equivocados”, dijo Nikki Haley -embajadora de Trump en la ONU- antes de culpar al gobierno de la Franja por “usar a mujeres y niños como escudos humanos”. «Ningún país en esta sala actuaría con más contención que Israel”, subrayó poco antes de vetar en el Consejo de Seguridad que se formara ninguna comisión de investigación independiente para esclarecer los crímenes de guerra israelíes.
La relación entre la superpotencia norteamericana e Israel es tan antigua como la creación de su Estado hace ahora 70 años. Israel, su oligarquía, sus élites políticas y sus aparatos estatales siempre han estado vinculados a los centros de poder hegemonistas. Pero esa relación casi familiar es ahora especialmente estrecha. La complicidad criminal entre Trump y Netanyahu ha sobrepasado las más ignominiosas cotas alcanzadas por el gobierno de G.W.Bush.
Pero eso no es un signo de fortaleza de la superpotencia, sino de su declive. Al romper de forma unilateral el pacto nuclear con Irán o proteger de forma tan desvergonzada a su esbirro israelí, EEUU ahonda en su creciente soledad diplomática. La embajadora Haley se encontró sola, aislada por un muro multilateral de rechazo y condena, a Israel y a su gobierno. Cuando tomó la palabra el representante palestino para contestarle, Haley abandonó la sala, algo insólito desde los tiempos de la Guerra Fría.
La superpotencia norteamericana, dirigida ahora por Trump, es el mayor peligro para la paz mundial. Sus decisiones y maniobras no solo ponen en peligro al explosivo Oriente Próximo, sino la estabilidad de todo el planeta, la vida y la seguridad de todos los habitantes del mundo.
Sus intereses draconianos los enfrentan crecientemente con todos los pueblos del mundo, con todas las naciones de la Tierra. Su poder declina, pero cuanto mayor es su ocaso, mayor es su voracidad y su agresividad, con más violencia tratan de detener su retroceso. Su destino como superpotencia hegemonista es desaparecer, pero causarán aún mucho dolor antes de hacerlo. Bien saben eso los habitantes de Palestina.
Esta ignominia es solo el último episodio de un genocidio a cámara lenta. Los palestinos de Cisjordania soportan niveles indecibles de opresión israelí: enfrentamientos (muchos de ellos mortales) con soldados o colonos, protegidos por la política de hechos consumados y asentamientos ilegales de Netanyahu; confiscación de sus tierras o derribo de sus hogares; prohibición de construir viviendas; problemas para acceder a la educación, a la sanidad, al agua potable…
Pero todo eso palidece ante lo que llevan soportando durante décadas los desdichados habitantes de la Franja de Gaza, la llaga más dolorosa del planeta. El territorio, aquejado de una intensa superpoblación y una profunda pobreza, lleva desde 2006 aislado por tierra, mar y aire por Israel.
Gaza es una gigantesca cárcel, un montón de escombros, un enorme campo de refugiados. Su población soporta un 45% de paro, una miseria y carestía generalizadas. Y sobre todo, una purga sangrienta. Cada pocos años (en 2009, en 2014…) una devastadora ofensiva militar israelí arrasa vidas, viviendas, escuelas, hospitales… dejando a Gaza en ruinas, rabiando de dolor y muerte. No hay lugar en el mundo más arrasado, más asolado. No hay pueblo en el planeta más castigado y diezmado que los habitantes de Gaza.
Y sin embargo, los gazatíes levantan la frente y el puño. Su castigo les ha hecho indómitos. Están peleando por su tierra y por sus vidas y ya poco pueden perder sino las cadenas. La dignidad de sus miradas es directamente porporcional a la ignominia del Imperio que les condena y del perro de presa que les muerde.
Palestina -y sobre todo Gaza- es la Numancia de nuestro tiempo. Por eso apretamos el puño cuando la hieren con balas, con gases, con bombas o con hambre. Por eso la llevamos en el corazón.