No solo EEUU ha estado ocupando Afganistán durante veinte años. Acompañando a la superpotencia y bajo la dirección de Washington también lo han hecho diferentes misiones militares de países de la OTAN, como España.
Reino Unido y Alemania, que contaban con el mayor número de tropas en Afganistán después de EEUU, gastaron 30.000 y 19.000 millones de dólares respectivamente en el transcurso de la guerra. 450 soldados británicos y 59 alemanes han muerto en este conflicto, junto a las 102 bajas españolas.
Desde 2002, la UE ha proporcionado más de 4.000 millones de euros anuales en ayuda al desarrollo a este país, lo que convierte a Afganistán en el mayor beneficiario de la ayuda al desarrollo de Bruselas en el mundo. Y sin embargo, de poco o nada parece haber servido. Hoy cerca del 90% de la población afgana vive con menos de 2 dólares al día, y Afganistán sigue siendo uno de los países más pobres del mundo.
Este es el coste humano y económico de ser vasallos militares del Pentágono. Porque esa era la misión desde el principio. No lo decimos nosotros. “Nuestra misión era proteger a EEUU, no a Afganistán”, ha dicho Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN.
Pero no se acaba ahí la factura de la sumisión. También se da en el plano político y diplomático. Hoy el papel UE y de sus viejas potencias en el mundo es mucho más marginal que hace veinte años. Es el resultado de una política exterior de una UE que ha renunciado a tener voz propia y que consiste en ser -con más o menos reticencias- comparsa de los intereses de la superpotencia norteamericana.