¿Cómo es posible que todo este horror haya sido durante tanto tiempo invisible? ¿Cómo es posible que no nos hayamos dado cuenta de él mucho antes? ¿Qué veladuras nos han impedido verlo? Y lo que resulta más incomprensible todavía, ¿cómo es posible que todavía hoy algunos sectores de la población, sobre todo en la izquierda, entre la gente progresista, sea incapaz de verlo?
Desde hace ya mucho tiempo un grito, el de las víctimas, recorre Euskadi. Sin embargo, no es sino de unos años a esta parte –cuando las víctimas y quienes valientemente se han puesto de su lado han comenzado a organizarse– que sus gritos han comenzado a escucharse en toda España. Son ellos los que nos han permitido empezar a darnos cuenta del terror que se vive allí. Podríamos decir –aunque suene muy duro– que los alaridos de las víctimas son los que han hecho posible que empezáramos a abrir los ojos y ver el horror que el pueblo vasco está sufriendo día tras día.
Sin embargo, aunque hayamos empezado a rasgar el velo de los horrores –y a medida que más lo desgarramos nuevas y mayores infamias descubrimos– queda una cuestión, sangrante, en el tintero.
¿Cómo es posible que todo este horror haya sido durante tanto tiempo invisible? ¿Cómo es posible que no nos hayamos dado cuenta de él mucho antes? ¿Qué veladuras nos han impedido verlo? Y lo que resulta más incomprensible todavía, ¿cómo es posible que todavía hoy algunos sectores de la población, sobre todo en la izquierda, entre la gente progresista, sea incapaz de verlo?
Romper con la amnesia
Ya hace muchos años, el historiador mexicano Ernesto Krauze decía que si España quería encontrar su auténtico lugar en el mundo, debía olvidar el olvido de su pasado en que estaba viviendo, romper con la amnesia con la que España ha querido vivir con respecto a su pasado. Un pasado que resulta incomprensible sin partir de la intervención exterior sobre nuestro país como la clave de nuestra historia en los dos últimos siglos. Había que olvidar el pasado porque enfrentarse a él era darse de bruces con la intervención exterior que nos ha tenido paralizados, ensimismados en nosotros mismos, en nuestros conflictos y rencillas. No hace falta extenderse demasiado en el famoso Memorándum del Foreing Office británico de mediados del siglo XIX donde establecía que a España había que mantenerla completamente ocupada, absorbida, ensimismada en sus asuntos internos para impedir que surgieran las “imprevisibles reacciones de carácter nacionalista del pueblo español”.
La historia de los dos últimos siglos en nuestro país es, en sustancia, la historia de la intervención de potencias extranjeras empeñadas en azuzar disputas, agudizar rencillas, promover enfrentamientos de todo tipo a fin de mantener al país, a sus fuerzas de progreso, a sus proyectos de transformación, divididas, enfrentadas, paralizadas. Exacerbar cualquier tipo de conflicto interno, antagonizar cualquier diferencia, endemoniar cualquier rivalidad, pero no con demonios familiares, sino con demonios traídos desde fuera. Ésta ha sido la táctica preferida por los centros de poder mundial para dominar a España.
Sin embargo, la izquierda en España casi nunca ha tenido en cuenta que esta intervención de las potencias imperialistas constituye el origen principal de la opresión y la explotación que sufre nuestro pueblo.
El pensamiento jibarizado
Aquí se ha perseguido al cura, sin tocar nunca el poder del Vaticano sobre nosotros; se ha ido contra las grandes fortunas especulativas o contra el patrono local, olvidándose de los grandes capitales franceses e ingleses en el pasado o de las multinacionales americanas o alemanas del presente; se ha combatido al guardia civil, al general africanista o al legionario, despreciando el papel de las fuerzas de intervención extranjera, de las bases militares yanquis o del mando norteamericano de la OTAN sobre el ejército español. Y se ha apreciado el carácter antifranquista de la lucha de ETA, sin reparar que la fragmentación de España era el sueño apetecido por los principales explotadores de su pueblo.
Una auténtica asignatura pendiente para la izquierda que ante la pregunta: ¿quién es el enemigo?, históricamente casi siempre ha respondido: el Estado español, los oligarcas españoles, los banqueros españoles, el Ejército español… Jamás ha tomado en cuenta que vivimos en la época en la que el capitalismo se ha internacionalizado de tal forma que los principales dueños de los países de segundo o tercer orden no son los oligarcas locales, sino los grandes capitales mundiales, las grandes potencias imperialistas que dominan económica, política y militarmente lo que sucede dentro de nuestras fronteras. Las oligarquías de países como el nuestro establecen relaciones de alianza y de dependencia que les permiten mantener la explotación económica y la opresión política sobre el pueblo, pero que a su vez las mantienen subyugadas al interés de los grandes centros de poder mundial.
Ha sido mayoritariamente una izquierda que ha atendido a lo inmediato, a lo más cercano, mostrándose incapaz de comprender que detrás del reaccionario poder local se escondía el verdadero amo que decide el destino del país: el imperialismo. Después de más de 200 años girando en torno a las órbitas de las potencias más poderosas de cada momento, la izquierda española sigue sin tener conciencia plena de que nos han convertido en poco más que un satélite. La radicalidad con que se ha enfrentado a los poderes locales corre en paralelo con la ceguera ante los poderes imperiales y su delegados.
Es tan grande y profundo el proceso de descerebramiento de la izquierda en España que en multitud de ocasiones, lo progresista se ha identificado con alternativas de sumisión y entrega a las potencias imperialistas bajo el epígrafe de “modernizarse” o “abrirse al progreso”. Un auténtico pensamiento jibarizado capaz de ver sólo lo mínimo, lo local, lo cercano, al que se le ha amputado –reducido hasta un extremo sólo comparable con lo que los jíbaros tenían fama de hacer con las cabezas de sus enemigos– la capacidad de ver más allá de la evidencia, de lo superficial, de lo accesorio.
Romper el hechizo
Es este pensamiento jibarizado el que ha llevado a gran parte de la izquierda española a valorar a ETA por su pasado antifranquista, por su discurso antisistema, por su estética radical. De la misma forma que durante algunos años el partido nazi se embelleció en Europa con una bandera antisistema, anticapitalista, y no es casual que se llamara Partido Nacional Socialista, aquí gran parte de la opinión progresista ha estado hechizada durante mucho tiempo por la bandera de las nacionalidades oprimidas, de la lucha contra el sistema, contra el Estado centralista, pero sin ver lo que había detrás. Se ha estado viendo a través de un espejo invertido que, al presentar lo que no era sino el inicio de una cruz gamada como una bandera progresista, no sólo desviaba la mirada de lo que realmente estaba ocurriendo, sino que impedía entender cómo detrás de todo esto estaba actuando la intervención exterior para, como a lo largo de todo el siglo XIX, mantenernos divididos, enfrentados y paralizados para dominarnos mejor. Hasta tal punto ha llegado este hechizo que incluso la mitad de la población que está condenada a ser pasto de la limpieza étnica e ideológica había aceptado sumisa su papel en nombre de liberar a Euskadi de la opresión nacional de siglos. Afortunadamente, la reacción valiente y corajuda de las víctimas, organizándose para hacer frente al horror y para multiplicar el eco de sus gritos, ha conseguido sacarnos del error, del hechizo en el que estábamos presos antes de que fuera demasiado tarde. Ahora, una vez rasgado el velo que ocultaba el horror, hay que echar toda la carne en el asador, persistir en seguir descubriéndolo, hasta liquidarlo total, completa y definitivamente.