El debate en torno a la desaparición en Cataluña de la Fiesta de los Toros está con las espadas en alto. En abril del 2004 Barcelona se declaró ciudad antitaurina, i la Plataforma Prou presentó el pasado mes de mayo 180 mil firmas por la abolición de los Toros. Pero de nuevo el debate ha quedado restringido al Parlamento Catalán. Si el curso de los acontecimientos es éste el resultado será idéntico al del Estatuto, una ley aprobada por un 30% de la población sin que haya habido ningún debate decisorio en las calles. En las últimas semanas ha surgido una iniciativa parecida en Galicia, «Galicia, mellor sen touradas»
En 1991 se abolió la fiesta de los toros en Canarias y ahora uede ser el turno de Cataluña. Puede que las razones de algunos giren en torno a hacer desaparecer un símbolo hispano, aunque CiU ya haya aclarado que defiende la “catalanidad” de los toros y ERC la “universalidad” de su desaparición. De cualquiera de las maneras el debate no puede girar en torno al sufrimiento de los animales como centro de gravedad. En primer lugar porque acabaríamos asistiendo al cruce de argumentos absurdos, como que era mucho más cruel perder la vida en el circo romano que hacerlo en una cantera como esclavo, tal y como lo es perderla en la plaza más que en una planta industrial ganadera. Y en segundo lugar porque aceptaríamos la máxima decadente de un sistema que se horroriza ante la sangre pública en la arena mientras oculta la derramada y la crueldad que su propia naturaleza provoca cada día y ante la que las instituciones permanecen impasibles. ¿Demagogia? Hágase un referendum, pues. Seguramente sean estos dos los problemas que se obvian. Primero el debate popular, el divorcio de la decisión de la capacidad de los ciudadanos de opinar y decidir sobre el tema. Sin duda alguna éste sería un tema para decidir en referendum. ¿Por qué no se organiza un proceso de voto popular? Y en segundo lugar el descerebramiento que se buscar inocular, objetivamente, cuando se vacía de contenido la fiesta de los toros, es decir, aún apoyándolos o no, la esencia viva que contiene y que claro que es universal, y sobre todo hispana. Reproducimos aquí un extracto de la conferencia taurina del torero alicantino recién retirado Luis Francisco Esplà, y de la famosa conferencia “Teoría y juego del duende” de Federico García Lorca: Luis Francisco Esplà: “Yo siempre he estado con los marginales, con los proscritos. En Roma, hubiera sido cristiano. En la Alemania de Hitler, judío. Quizá por eso he sido torero en la España posmoderna… […] hay tres aspectos esenciales en la ética del toreo: la relación entre el torero, el artista, y su «materia», el toro; la ética interna de la historia del torero y el toro; y el debate final, determinante, de la articulación práctica de esas relaciones, a lo largo de una faena que no podrá repetirse. Un poeta, un escritor, un escultor, pueden trabajar su obra una y otra vez. Un torero está condenado a realizar su faena una sola vez. Se lo juega todo. El toro es un material sublime. El toro aporta la conciencia de la tierra, la relación de esa conciencia animal con su espacio, con su entorno, su vehemencia. […] el proceso creador del gran arte del toreo se consuma a través de un «diálogo», mortal, entre la animalidad noble y sublime del toro y la sabiduría técnica y estética de un torero intentando plasmar su inspiración. […] el arte taurino es una iniciación ejemplar a los más nobles principios morales, amenazados en nuestra sociedad inmoral y relativista: una ética caballeresca, una defensa ejemplar de los principios cardinales de lo bueno, lo bello y lo justo. Incluso cuando sufre gravemente, cogido en una plaza, por las astas de un toro, el torero incluso está agradecido al toro: es ese sufrimiento suyo el que justifica de la manera más alta su arte, su oficio. El torero no percibe la cornada como un accidente. La recibe incluso con agradecimiento íntimo y secreto: ese sufrimiento suyo da su sentido último a su arte. […] el arte del toreo nos recuerda cada tarde muchos valores esenciales, olvidados por nuestra sociedad: la honestidad del hombre y el toro, solos; la sinceridad absoluta de quien se lo juega todo con un gesto; la fidelidad a unos principios de comportamiento, incluso a la hora de matar: el torero mira de frente, no engaña, y oficia un sacrificio ritual, con arte, un arte indisociable del gran teatro, la gran dramaturgia, pero un teatro y una dramaturgia en la que está en juego la vida misma”. Federico García Lorca: “En España (como en los pueblos de Oriente, donde la danza es expresión religiosa) tiene el duende un campo sin límites sobre los cuerpos de las bailarinas de Cádiz, elogiadas por Marcial, sobre los pechos de los que cantan, elogiados por Juvenal, y en toda la liturgia de los toros, auténtico drama religioso donde, de la misma manera que en la misa, se adore y se sacrifica a un Dios. Ni en el baile español ni en los toros se divierte nadie; el duende se encarga de hacer sufrir por medio del drama, sobre formas vivas, y prepara las escaleras para una evasión de la realidad que circunda. En los toros adquiere sus acentos más impresionantes, porque tiene que luchar, por un lado, con la muerte, que puede destruirlo, y por otro lado, con la geometría, con la medida, base fundamental de la fiesta. El toro tiene su órbita; el torero, la suya, y entre órbita y órbita un punto de peligro donde está el vértice del terrible juego. Se puede tener musa con la muleta y ángel con las banderillas y pasar por buen torero, pero en la faena de capa, con el toro limpio todavía de heridas, y en el momento de matar, se necesita la ayuda del duende para dar en el clavo de la verdad artística. El torero que asusta al público en la plaza con su temeridad no torea, sino que está en ese plano ridículo, al alcance de cualquier hombre, de jugarse la vida; en cambio, el torero mordido por el duende da una lección de música pitagórica y hace olvidar que tira constantemente el corazón sobre los cuernos. Lagartijo con su duende romano, Joselito con su duende judío, Belmonte con su duende barroco y Cagancho con su duende gitano, enseñan, desde el crepúsculo del anillo, a poetas, pintores y músicos, cuatro grandes caminos de la tradición española. España es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la llegada de las primaveras, y su arte está siempre regido por un duende agudo que le ha dado su diferencia y su calidad de invención.”