20 años de la caí­da del Muro

Eppur si muove… (Y sin embargo se mueve)

Con la caí­da del Muro de Berlí­n hace ahora 20 años, todo un orden mundial surgido como consecuencia de la IIª Guerra Mundial se desmoronaba estrepitosamente. El orden bipolar de las dos superpotencias hegemonistas que habí­a dominado -y aterrorizado- al mundo durante más de cuatro décadas desaparecí­a de la noche a la mañana con la caí­da del Muro y la posterior desaparición de la URSS. De las cenizas de aquel orden mundial bipolar surgió uno nuevo, dominado en exclusiva por la superpotencia victoriosa, EEUU, a la que algunos de sus estrategas auguraban un dominio imperial por otros mil años con la llegada del «fin de la historia».

La caída del Muro de Berlín la noche del 9 de noviembre de 1989 fue el síntoma inequívoco de que la suerpotencia soviética, agrietada por sus propias contradicciones internas, se dirigía de forma irreversible y acelerada hacia su abrupto final. ¿Inesperado final? Acosada por la necrosis de un capitalismo ultraburocrático y una economía ineficaz e improductiva hasta la desesperación, golpeada por la lucha y la resistencia de unos pueblos –afganos, polacos, checos, bálticos,..– levantados en pie de guerra contra la tiránica opresión de Moscú, exhausta por los ingentes costos de la irrefrenable carrera armamentística a la que la sometió Reagan y fraccionada la propia clase dominante soviética, la nomenklatura, en dos líneas antagónicas, la URSS que a finales de los años 70, tras la invasión de Afganistán, parecía haber tomado una gran ventaja en la disputa por la hegemonía mundial llegaba a finales de los años 80 al límite de su capacidad como superpotencia. Estaba a punto de hacerse realidad lo que Mao Tsé Tung había pronosticado a un grupo de líderes revolucionarios africanos en los años 70: “La Unión Soviética revisionista es también un tigre de papel. El socialimperialismo soviético se halla a la ofensiva, pero la ofensiva en que se encuentra entraña la derrota. Su fuerza está por debajo de su voracidad”. La caída del Muro y la desaparición de la URSS significó un terremoto de grado 10 en la escala geopolítica del orden mundial. Uno de los dos principales enemigos de los pueblos del mundo –y además el más peligroso de ellos– se derrumbaba abruptamente, liberando, como ocurre con cualquier movimiento sísmico de esa envergadura, tal cantidad de energía hasta entonces acumulada que en el curso de 20 años ha cambiado por completo la faz del mundo. Y no precisamente en la dirección que esperaba y deseaba su rival hegemonista. Borrachera de victoria Para EEUU, la victoria en la Guerra Fría suponía la culminación de un ingente esfuerzo económico, político y militar sostenido de forma ininterrumpida durante más de 40 años. A pesar de su relativo declive económico seguía siendo, con diferencia, la principal potencia económica del mundo, con más un 30% del PIB mundial. Tras el hundimiento de la URSS, su hegemonía militar pasaba a ser incuestionable: sólo ella disponía ahora de la capacidad de desplegar su potencia militar en los cinco continentes y sus gastos militares anuales eran incomparablemente mayores que la suma de las siguientes 15 potencias que más invertían en armamento, por no hablar de la distancia sideral en cuanto a la alta tecnología militar. Con el fin del Pacto de Varsovia y el COMECON, EEUU quedaba como la única potencia en disposición de utilizar un cualitativo sistema de alianzas políticas y militares extendido por la mayor parte del planeta, de dominar las instituciones internacionales y de mantener unas redes de intervención global que le permitieran ser el único jugador presente en todas las áreas regionales del mundo. Sus propagandistas y estrategas hablaban del “fin de la historia”: con la derrota del único oponente serio que había puesto en cuestión al capitalismo en el siglo XX, no sólo éste se había quedado sin enemigos posibles, sino que EEUU, superpotencia indiscutible del campo capitalista, tenía asegurada su hegemonía imperial para otros 100 años. Incluso los potenciales cambios peligrosos para la hegemonía norteamericana que el desplazamiento tectónico del poder mundial provocado por la desaparición del URRS –la aparición de un emergente polo hegemonista regional europeo en torno a la nueva Alemania reunificada o la posible articulación de un polo asiático en torno al dinamismo económico japonés– fueron fácilmente liquidados tras las crisis de las bolsas asiáticas y la guerra de Kosovo. Nada parecía, pues, enturbiar el horizonte de un plácido mundo unipolar dirigido por Washington por muchas largas décadas. Aunque, dado el relativo declive de su poderío económico, para gobernarlo se viera obligado a apoyarse en potencias aliadas, revitalizando organismos como el G-7 (ampliado con la inclusión de Rusia a G-8) como una suerte de gobierno mundial en el que las principales potencias mundiales tuvieran derecho a la palabra, pero donde todo el mundo tuviera claro quién tenía la última palabra. La resaca Este prometedor futuro, sin embargo, pronto se revelaría fantástico. Apenas 20 años después de la abrupta conclusión de la Guerra Fría con el desmoronamiento de la URSS, el mundo unipolar que dejó como herencia está también llegando a su fin. Esta vez, a diferencia de entonces, fruto no de un único acontecimiento trastornador, sino como consecuencia de una serie de progresivos desplazamientos en el poder mundial que hunden sus raíces, en última instancia, en la caída del Muro de Berlín. Aunque de esto prácticamente nadie esté hablando al recordar su veinte aniversario. La embriaguez del éxito le ha durado a EEUU poco más de una década. Su lento declive se ha acelerado de una forma vertiginosa desde el inicio del nuevo milenio, con el catastrófico fracaso de Irak y la virulencia de la crisis desatada en Wall Street. Hasta el punto de que hoy podemos hablar no ya de un declive estratégico, sino de un verdadero ocaso imperial de la superpotencia yanqui. EEUU creyó salir de la Guerra Fría como la “nación imprescindible”, la “locomotora económica” del planeta y el “gendarme mundial”, pero en el curso de apenas dos décadas todas estas ilusiones han quedado definitivamente atrás. En la misma conversación que citábamos más arriba, Mao Tsé Tung dijo también a los líderes africanos: “EEUU es un tigre de papel. No crean en él pues se romperá de una estocada”. No sabemos en qué momento ni cómo se producirá la estocada, pero el toro de la hegemonía imperial yanqui ha entrado ya en el último tercio de la corrida. En su ocaso, a las propias debilidades internas de EEUU se suma la acelerada irrupción en el tablero mundial de un conjunto de potencias emergentes (China, Rusia, India, Brasil,…) que aspiran a tratarse como iguales con la declinante superpotencia. A la caída del Muro de Berlín siguió un orden mundial unipolar claramente definido, en tanto que EEUU quedaba como única superpotencia. Pero, sencillamente, EEUU no ha sabido qué hacer con él, no ha sabido gestionarlo. Ahora, el ocaso de su orden unipolar presenta unos rasgos indefinidos. Nadie es capaz de predecir qué orden va a sustituirlo ni el papel que cada potencia va a jugar en él. Todo ello está ahora mismo en un período inicial de gestación. Las certezas que parecía ofrecer el mundo tras la desaparición de la URSS –y que después se revelaron inexistentes –se han transformado hoy en un cúmulo de incógnitas e incertidumbres. La caída del Muro pareció dejar paso a un orden rígido e inamovible, pero por debajo de las apariencias se estaban gestando cambios que lo hacían inviable. Veinte años después, el ocaso imperial yanqui y la emergencia de nuevas potencias ha creado una situación de fluidez en el orden mundial como no se conocía desde antes de la IIª Guerra Mundial. Un viejo orden condenado por la historia –como el viejo orden bipolar– se resiste a desaparecer, mientras uno nuevo que está llamado a sustituirlo está aún por gestarse. Su configuración final dependerá de cómo gestione EEUU su ocaso, pero también por cómo jueguen las otras potencias, especialmente China y Rusia, las cartas de su emergencia.

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