Jose Luis Mellado, psicoanalista

Entre el poder y el ‘sálvese quien pueda’

Segunda entrega del serial sobre la salud mental, en el que Fabián Appel entrevista a José Luis Mellado. Un diálogo entre psicoanalistas

En el número anterior iniciamos una experiencia protagonizada por profesionales de la sanidad y en el ámbito de la salud mental, tomando como punto de partida la infancia. ‘En la infancia está todo’ no es más que un enunciado para acoger un debate y un intercambio entre profesionales que tienen en común el psicoanálisis como herramienta y desde distintas perspectivas. El mecanismo… el entrevistado en el número anterior es entrevistador en el siguiente. El psicoanalista Fabián Appel, que es padrino e impulsor del espacio, nos presenta en este número a José Luis Mellado (La Redacción)

José Luis Mellado es psicoanalista, erudito de su tiempo y poeta. Su intensa y extensa formación en psicoanálisis transcurrió entre Madrid, París y Buenos Aires. Ha sido cofundador de La Foundation Européene pour la Psychanalyse, y de Análisis Freudiano en España y Psicoanálisis de Taller en Madrid. Es miembro de la Asociación para la Defensa de la Sanidad Pública, profesor universitario y colaborador en diversos cursos sobre salud mental impartidos por la sanidad pública en Logroño, Palencia, Valladolid, Guadalajara y Madrid.

Lector infatigable y curioso insaciable, de lo que dan cuenta sus variadas inmersiones en medicina, antropología, biología y filosofía. También así lo testimonian sus múltiples participaciones en jornadas y congresos en España y el extranjero, y sus artículos publicados en España y Francia.

Entrevistar a José Luis o una simple conversación de inmediato se convierte en una divertida aventura intelectual y sobre todo una reflexión sin concesiones al cinismo o al disimulo. José Luis es contemporáneo del tiempo que habita y esto no se ejerce sin renunciar a la cobardía moral, a la desidia o a la fingida indiferencia.

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En el actual estado de cosas, es decir con la producción de subjetividades contraria a toda colectivización, encerradas en “un sálvese quien pueda”, con un imaginario centrado en triunfalismos diversos y un yo alimentado por los textos de autoayuda, ¿qué salida ofrecer en el terreno de la salud mental?

Permíteme, a modo de introducción, decirte que esta modalidad en la que el entrevistado es el siguiente entrevistador, abre un espacio diferente al que podríamos suponer como una mera entrevista, en la medida en que no es una simple pregunta; hay ya un posicionamiento inicial que compartimos en la pregunta y que abre un espacio de diálogo, de confrontación de ideas, lo cual en este ámbito de la salud, de las políticas sanitarias, es particularmente interesante por la multitud de intereses diversos y enfrentados con los que tenemos que convivir, en la mayoría de los ciudadanos, de manera pasiva… sumiso modo, cada vez más habitual.

El psicoanalista Fabián Appel

Sería interesante situar algunas cuestiones en torno a la salud mental. Las enfermedades mentales han sido y aún en cierto modo lo son, más o menos vergonzantes y consideradas totalmente ajenas a lo que podríamos llamar “lo somático”.

Hasta hace relativamente poco tiempo lo que se llamaban “enfermedades nerviosas”, como forma de negar lo mental, era algo a ocultar y totalmente independiente de lo orgánico. La división entre enfermedades mentales y físicas, como se las denomina, viene de una antigua geografización de origen griego, para abordar la complejidad del ser humano. Había cosas que se podían explorar, tocar de algún modo, y otras, por el contrario, que escapaban a esa exploración física… eran del mundo de las ideas, de las sensaciones, de las emociones. Era el mundo del cuerpo (soma) y del alma (psique).

Esa complejidad humana hace que ante cualquier patología, de cualquier índole, esté comprometido el ser en su totalidad. Por eso podemos decir que todas las enfermedades son mentales, porque es imposible separar el cuerpo de lo psíquico.

Todas las enfermedades son mentales”

Sin embargo, en las últimas décadas ha adquirido una importante relevancia lo que llamamos enfermedad mental. Ahora se etiqueta la tristeza, la euforia, el interés o desinterés por las cosas, las manías, los comportamientos repetitivos… ahora se etiqueta todo.

Por otro lado, la evolución de lo que yo llamo el capitalismo feroz ha ido aportando modelos, que poco a poco iban enmudeciendo el apoyo mutuo. Casi podríamos hablar de una solidaridad como especie animal en la que los miembros de la manada se protegen. La característica de esta ferocidad de lo económico nos ha ido relegando a lugares de puertas totalmente cerradas. Eslóganes como “bienvenido a la república independiente de tu casa”, nos ha ido aislando en pequeños espacios en los que devorar a solas lo que has adquirido/cazado. Ante las dificultades solo teníamos que poner en juego “la firmeza de la voluntad”, los programas individuales de crecimiento personal. Las directrices de los libros de autoayuda nos dicen: tú solo puedes.

No ha habido una evolución de la ciencia médica, en lo referente a lo psíquico, sino un simple cambio de denominaciones, de palabras. Lo que el psicoanálisis aportó fue la comprensión de un ser en toda la complejidad de su estructura, en la que había cuestiones de las que el sujeto era portador de un saber del que no tenía el más mínimo conocimiento.

El psicoanálisis le devuelve al ser humano la complejidad de sus anhelos, de su biografía, de sus miserias. El antropocentrismo, el ser supremo de la creación deja paso, con el advenimiento del psicoanálisis, a lo que se escapa a la conciencia… el inconsciente.

Pues bien, en estos últimos tiempos hemos ido paulatinamente borrando esa concepción del ser y se nos ha ido proponiendo al ser humano férreo, firme con una tenacidad que le llevará al éxito. Justamente se abandona el ideal de la realización personal para dar entrada al ideal como éxito, obviamente vinculado a lo económico. Paradójicamente, lo que se ve en general, es un sujeto más sometido que quizás en sus sueños aspira a ser ese titánico modelo con el que fantasear.

La alternativa no puede ser abrir la boca para ingerir un fármaco”

Cuando pensamos en esa pregunta que me haces, y que compartimos, de ¿qué salida ofrecer?, creo que nuestra obligación como profesionales de la salud es ir modificando algunos supuestos que se dan como únicos. Se trata de salir de la pasividad y para ello es necesario una reeducación de conceptos. Cuando digo pasividad, me refiero a que la alternativa ante un problema no sea solo abrir la boca para ingerir un fármaco, es decir pasividad, sino hacer responsable al sujeto de su malestar y explorar, como protagonista, sus dolencias. Que cada uno se ocupe activamente de su enfermedad.

Obviamente, esto no se hace desde una única perspectiva, es necesario la confluencia, la convergencia de muchos factores que van desde lo educativo, lo económico, lo laboral, lo familiar… y para ello necesitamos recursos y abordajes multidisciplinares.

Uno de los efectos del COVID ha sido una brutal caída de las mascaradas que prometían resolver todos los males en nombre de la ciencia y, por consiguiente, una brutal exposición de la incertidumbre a nivel global. ¿Cuál ha sido la resonancia en los colectivos sociales que presentan mayor posibilidad de padecimiento, mayor fragilidad y cuáles serían esos colectivos?

Te comentaré que el primer día del confinamiento, en un programa de la televisión local, yo me puse a disposición de los ciudadanos. El aluvión de llamadas fue insólito. Las llamadas eran sobre todo para cuestiones puntuales que no había costumbre de abordar por el forzamiento de convivencia obligada y constante que supuso el confinamiento.

Pero, lo cierto es que la vulnerabilidad, como en toda situación de catástrofe, siempre se da en las clases más desfavorecidas económicamente y también en los eternos grupos de menor protección: niños, adolescentes y migrantes.

La repercusión que tiene en los sujetos pertenecer a una clase social de escasos ingresos económicos, tiene una trascendencia directa absolutamente en todo. La tiranía de las necesidades habilita formas de supervivencia que tienen diferentes rangos de importancia. Sobrevivir es lo prioritario, con lo cual la preocupación por el resto de las cosas se minimiza, quedando mucho más expuestos a todo, porque hay menos conocimiento de la realidad, menos recursos sociales, menos capacidad de círculos de cierta solvencia resolutiva.

El problema de un modelo social como al que hemos llegado, ultraliberal, insolidario y de enormes diferencias sociales, es el que nos conduce al “sálvese quien pueda”, a una situación de sumisión frente a cualquier forma de poder y a una cobardía para la reivindicación. Eso genera niveles de saturación emocional, de miedo e incertidumbre, de difícil solución y que puede generar explosiones de cualquier índole.

Una minoría poderosa impone un modelo a la mayoría carente de poder”

Efectivamente, la caída de las mascaradas que prometían resolver todos los males en nombre de la ciencia y también en nombre del bienestar al que nos llevaba un modelo social en el que el trabajo fuera el punto central de nuestra existencia, tuvo efectos inesperados, demoledores y rápidos. De pronto un virus pone en jaque a la humanidad y deja a las expectativas de la ciencia y de la economía, en evidencia. Entonces la situación de desamparo se generaliza.

El grupo que más curiosamente llamó mi atención fue el de los niños y el de los adolescentes. La normalidad con la que los niños asumían el encierro, las diferentes medidas de protección, las normas de higiene, nos avisaban de una generación preparada ya para el sometimiento en un medio en el que lo importante era protegerse, aunque no se supiera muy bien de qué. Hasta ese momento las normas a las que obedecían los niños, eran propuestas por padres y madres, y por educadores. Lo curioso es que a partir de un momento eran otros los que dirigían esa normativa, otros anónimos, como medios de comunicación, políticos…

Los niños pequeños aceptaban una realidad o lo que el relato de los padres les contaba, porque la infancia se ubica en la adaptación y la creatividad para poder vivir. Poco a poco esa creatividad va desapareciendo a favor de una aceptación sumisa de una realidad más o menos hostil, más o menos en crisis.

Poco después de aquellos momentos, empiezan a aparecer estadísticas de adolescentes que protagonizaban acosos, agresiones, violaciones, suicidios y por lo tanto acosados, agredidos y violadas y de nuevo un incremento estadístico de suicidios. ¿Qué ocurre cuando es la estadística la que determina la irrupción o la desaparición de la enfermedad mental? Que lo singular de cada realidad en todos esos casos que la estadística agrupa, desaparece en medio de una única e idéntica realidad psíquica. Cuando antes hablaba de explosiones, justamente me refería a cosas como estas que previamente han tenido una situación sostenida de desamparo, de incertidumbre.

Una crisis más en un sistema que vive en crisis y vive de las crisis, la pandemia ha sido especial pero la crisis es permanente. En esta atmósfera generalizada se inscribe la sanidad en nuestro país sometida a un claro intento de descomposición de la sanidad pública. ¿Cómo ves el futuro inmediato en el campo de trabajo terapéutico y cuáles son las herramientas que podrían ser útiles para recomponer lo vital a pesar de las rupturas mencionadas?

Es curiosa la palabra crisis porque hasta no hace mucho era referida al ámbito médico, donde la crisis era o un empeoramiento o una mejora del sujeto enfermo. Si esta palabra hablaba de los cambios de un enfermo, no ha variado mucho el significado. Se vive en crisis y se vive de la crisis. Por un lado pareciera que el empeoramiento y la degradación de la población civil es paralela a la mejora de la economía y por tanto del sistema. Efectivamente es la crisis la que nos va diseñando el porvenir. Si todo nos indica la inminencia de la catástrofe y la muerte, cualquier cosa que nos deje vivir será bien recibida. Entre la muerte y el sometimiento, aparece un sujeto vivo pero alienado, esclavo y silencioso. Vamos aceptando que el hecho de estar vivos es un regalo que viene del poder. No importa que no tengamos derecho a una vida sana, pero tenemos una vida. Esa es la alienación, el miedo… acepto que la salud ha dejado de ser un derecho y es algo que el poder me lo otorga previo pago. No solo se privatiza la salud, deja de ser un derecho y se convierte en un lujo que se vende. Por eso vivimos en una permanente crisis pero vivimos de la crisis.

Caídos el dios de la ciencia, del sistema social de bienestar, la necesidad de sostener una ilusión hace que el ser humano busque otra fe, y ahí vemos cómo van entrando en el mundo los modelos autoritarios, los neofascismos. En 1927 Freud publica un maravilloso texto: “El porvenir de una ilusión”, en el que habla e interpreta cómo ha sido la aparición y desarrollo de la religión y justamente nos habla de ese sentimiento oceánico, y cómo una minoría poderosa impone un modelo de civilización a la mayoría carente de poder. ¿No seguimos un modelo similar?

El modelo social provoca saturación emocional, de miedo e incertidumbre”

Es necesario rehacer un modelo de salud que tenga en cuenta al sujeto, no que lo mire como un dato estadístico que hay que rebajar de cualquier forma. Un modelo multidisciplinar que cuente con todos los factores. Se han ido modificando todos los modelos que creíamos más o menos fijos y estables. La realidad nos aparece con nuevos modelos. Modelos de familias diferentes al tradicional, modelos de relaciones laborales en las que la presencia no es ya necesaria por la incorporación de la tecnología, modelos de diferentes identidades sexuales, modelos surgidos con las conquistas de la lucha feminista.

La respuesta de los poderes es ofrecer, bajo la bandera de la libertad, la elección: de centro educativo, de modelo de salud… pero privatizando y siguiendo un modelo que solo mire a la rentabilidad económica y la reducción de las estadísticas a cualquier precio.

El modelo de salud al que hago referencia, el que sería necesario para poder abordar los cambios que se anuncian para los próximos lustros, no es muy diferente al que la OMS pretendía a mediados del siglo pasado. Grupos de acción multidisciplinares con una planificación y unos objetivos basados fundamentalmente en medidas preventivas que abarcaran la variedad de registros sociales.

En la entrevista anterior, la que tú realizaste, decías cosas muy precisas, ideas reseñables con las que sintonizo totalmente y que creo que debieran ser la égida bajo la cual han de desarrollarse los modelos futuros de salud mental. Me refiero a que con la aparición de la pandemia apareció también el desencanto de las expectativas científicas y sociales. Ante eso “la posibilidad de salvarse solo, quedó descartada”.

Es necesaria la reactivación de vínculos sociales, la reactivación de una presencia real, incluso diría que carnal para referirme a una relación donde los sujetos se conecten desde su integridad mental y corporal. Es curioso cómo durante y después de la pandemia se había satanizado el cuerpo. El contacto físico contagiaba de posible muerte, ante lo que se produjo un enclaustramiento del contacto o en su defecto una esterilización del mismo. Se hablaba de las ganas, de la necesidad de abrazarse, pero la realidad nos dejó un cierto modo preventivo de acercarnos, más aún, ahora que las redes informáticas permiten relaciones sin cuerpo, relaciones virtuales con cuerpos de pantalla de móvil, de ordenador, de tablet.

Es necesario que los sujetos se conecten desde su integridad mental y corporal”

Esta idea de no salir en solitario, pareciera que podría chocar con lo que antes comentaba de dar voz a las subjetividades individuales. No solo no entra en colisión sino que habla de una evidencia… solo se trata de la interactividad de las realidades individuales. El reconocimiento del otro como simétrico, no cancela su subjetividad, bien al contrario, realza las diferencias. El modo de reconocer lo diferente es lo que me hace singular. Tener claro que no se puede salir en solitario, que no podemos salvarnos solos es una idea a tener muy en cuenta porque apunta al apoyo mutuo que antes he mencionado.

Si bien es cierto que la pandemia produjo un desorden social y toda clase de rupturas, no es menos cierto que desde hace años estamos asistiendo a un intento de patologizar la vida, en el que el malestar, incluso el inherente a la civilización misma, es convertido en un hecho patológico. Hace unos años un ministro de sanidad declaró a un medio que él notaba una extensión de la depresión a amplias capas sociales y la causa en la que se basaba era que el índice de consumo de la población había disminuido. Si consumes eres feliz y gozas de buena salud mental, si no estás deprimido. Esta patologización de la vida ¿no sería lo contrario a salud mental?

El desorden social y las rupturas que se produjeron con la pandemia, casi podríamos decir que fueron reacciones más o menos lógicas y esperadas, pero lo que se recrudeció intensamente fue, lo que voy a llamar “la sospecha”. Es como si previamente a la pandemia hubiera unos cauces de normalidad, y el aislamiento produjo reacciones que parecieran salirse de esos cauces y había que dar cuenta de esas reacciones fuera del cauce. Pero volvemos a lo de antes. Lejos de intentar dar explicaciones de su por qué, de su origen, de su momento, se les fue poniendo nombres, se les fue etiquetando. El furor diagnóstico de los últimos tiempos ha continuado. Es como si hubiera una necesidad de catálogos, de modelos, de fronteras entre la norma, es decir lo normal, y lo anómalo, lo fuera de la norma. Hemos convertido una medida estadística en un concepto moral o diagnóstico, hemos pasado de la campana de Gauss (curva normal) a la nominación, al etiquetado de cada uno de sus valores y hemos trasladado lo anómalo, lo fuera de norma, a lo patológico. Todo comportamiento personal, más o menos frecuente, era mirado sospechosamente. Se denunciaba por salir fuera de hora, o por no salir estrictamente a lo necesario, se miraba sospechosamente al que tosía, al que se acercaba, al que no se ponía bien la mascarilla… todo era sospechoso de no estar en el cauce, de salirse de la curva normal, de esa campanita que nos debía de envolver y proteger.

A mediados del siglo pasado, creo recordar que por el año 66, J. Lacan publica un texto en ‘Los Escritos II’, llamado “La dirección de la cura y los principios de su poder”, en el que, entre otras cosas, plantea algunas cuestiones en torno a la figura del psicoanalista en ese proceso, en ese recorrido.

Es obvio que necesitamos una orientación diagnóstica para el abordaje de una patología, o de una queja, lo que no significa que sea el diagnóstico lo que referenciará ese proceso de cura. Si el diagnóstico inmoviliza lo que puede ser una reacción en un momento puntual, acabamos de convertir a un sujeto portador de un malestar, en un etiquetado que precisa de un abordaje concreto, único y universal… para un dolor un analgésico, para la fiebre un antipirético. Se pierde la capacidad de analizar lo concreto de una experiencia, de una emoción o de una reacción, se trasforma el síntoma en modo de ser.

Soy más sano cuanto más consumo”

Es necesario salir de esa patologización para poder investigar un trastorno, abrirnos a lo íntimo de cada uno, que lo subjetivo pueda ser dicho sin riesgo de etiquetado, porque cada uno compone su realidad de manera absolutamente diferente. Por eso Lacan nos habla del psicoanálisis como una ciencia de lo particular. Por supuesto que hay coincidencias con otros casos de sufrimiento, pero estas diferencias no cancelan un encuentro entre subjetividades.

Por eso, otra de las ideas sacadas de tu entrevista anterior que me pareció acertadísima y que de nuevo comparto en su totalidad es: “Que cada uno se ocupe más activamente de su propia neurosis”. Si cada comportamiento tiene un registro patológico se deslegitima cualquier conocimiento que el sujeto pueda aportar, porque está sometido al saber de un experto. Ante esa perspectiva el sujeto queda silenciosamente pasivo exclamando, como el nazareno ante el advenimiento de la muerte: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.

Si carezco de conocimientos sobre un TOC, sobre un síndrome de hiperactividad o un TDAH, sobre un Trastorno Desafiante, dejo de hablar de lo que podría aportar de mi realidad, de mis hábitos recurrentes, de mis manías, de mis distracciones, de mi necesidad de estar haciendo cosas, de mi hostilidad ante la frustración.

La patologización conlleva una posición de saber único y ajeno al sujeto que se pierde en jergas diagnósticas y se le separa de su realidad para encasillarlo en una etiqueta. Entramos entonces en el modo de sujeto pasivo. Solo tengo que abrir la boca para tomar lo prescrito o seguir las indicaciones que se me digan, como ya he señalado anteriormente.

Sin embargo la idea es, seguir siendo el protagonista de mi proceso vital, he de ocuparme de manera más activa de mi neurosis porque soy portador de un saber que he de ir explicitando.

Por otro lado el parámetro de medición de la depresión a través del consumo, no solo me parece obsceno, me parece perverso. Si la medida de una vida más o menos feliz está en función de lo consumido, acabamos de poner el broche a la perfecta unión entre modelo ultraliberal y salud rentabilizada. Soy más sano cuanto más consumo.

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