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Encuentro en la tercera fase

La interinidad española ha tenido hasta ahora dos fases. Dos tiempos en tres meses. Después del próximo Domingo de Pascua empezará la tercera fase. Y no todo lo que ha muerto en ese trimestre espeso va a resucitar.

La interinidad española ha tenido hasta ahora dos fases. Dos tiempos en tres meses. Después del próximo Domingo de Pascua empezará la tercera fase. Y no todo lo que ha muerto en ese trimestre espeso va a resucitar.

La primera fase comenzó la madrugada del 21 de diciembre y acabó a finales de enero, entre la renuncia de Mariano Rajoy al encargo que le planteó el Rey (día 23) y la detención de más de veinte dirigentes del Partido Popular en Valencia (día 26 de enero). Durante esa primera fase prevaleció la idea de que una repetición electoral beneficiaría con toda seguridad al partido gubernamental y a Podemos.

El PP se lo creyó y se puso manos a la obra. El equipo de Rajoy intentó dibujar una situación de anomalía constitucional que justificase la rápida convocatoria de unas nuevas elecciones. Si el Rey no podía efectuar ningún encargo por falta de consenso y no se ponía en marcha el cronómetro de los 60 días, había que encontrar un atajo. La Brigada Aranzadi se puso en marcha. Ya se pensaba en un informe del Consejo de Estado interpretando que el Rey estaba facultado para disolver las Cortes ante una situación de bloqueo institucional. Como es sabido, Felipe VI no quiso jugar esa carta, que creía potencialmente lesiva para la neutralidad política de la monarquía constitucional. Y el día 3 de febrero dio el encargo al socialista Pedro Sánchez

Podemos también se sentía fuerte en la primera fase. En caso de repetición electoral, una posible confluencia con Izquierda Unida –o con parte de ella– podía aportarle medio millón de votos más, como mínimo. Sus primeros mensajes fueron muy contundentes, fijando condiciones imposibles para el PSOE.

La segunda fase despegó con el encargó a Sánchez. Se puso en evidencia que Rajoy había perdido la iniciativa y se complicó el discurso de Podemos. El acuerdo programático entre el PSOE y Ciudadanos marcaría un punto de inflexión. El Gran Centro comprimía al PP y a Podemos hacia los extremos. En el debate de investidura, Pablo Iglesias cometió el error de la cal viva –dejó que la totalidad de su discurso fuese corroída por esa dura imagen, referida a la sombra de los GAL en la biografía de Felipe González –, y Albert Rivera se permitió el lujo de pedir a los diputados del PP que dejasen solo a Rajoy. La investidura fracasó (4 de marzo), pero el Gran Centro se mantuvo en pie, puesto que el PSOE temía la intemperie y Ciudadanos no podía quedar en tierra de nadie.

Rajoy se mineralizaba y Podemos sufría su primera crisis verdaderamente significativa, al abrirse una imprevista fisura ­entre Pablo Iglesias y su número dos, Íñigo Errejón. Un partido que todavía no es un partido corre el riesgo de la desagregación. Tienen cinco millones de votos; no cinco millones de fieles.

Ahora viene la tercera fase. La fase agonística. Pronto sólo quedaran treinta días. Tic-tac, tic-tac. Rajoy seguirá en modo mineral, convencido de que puede doblegar al PSOE tras una repetición electoral, pese a las graves abolladuras del PP. Ciudadanos no puede moverse más hacia la izquierda. Una cosa es caer simpático y otra ganar votos. Podemos necesita aire. Y a Sánchez se le va a complicar la vida, víctima de una doble presión: la del calendario y la de Susana Díaz. El grupo dirigente andaluz ha decidido disputarle la secretaría general. O avanza, o se lo comen.

Por todo ello, la conversación telefónica que ayer mantuvieron Sánchez e Iglesias fue suave, suave, suave.

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