Adiós a Salvador Távora

En memoria de Salvador Távora

“Al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre” (Federico García Lorca)

Todas las abuelas de Sevilla se saben de memoria la historia de Carmen. Si les das unos minutos, en cualquier calle o plaza de cualquier barrio popular te la contarán, con esa gracia y elegancia innata de las mujeres andaluzas: la cigarrera asesinada por su pareja,  un guardia civil vasco (si, en el siglo XIX los guardias civiles eran sobre todo vascos, como vasco fue el fundador del cuerpo, y su punto de destino habitual era Andalucía) cuando esta decide cambiarle por un torero del que se enamora.

Alguna de esas abuelas debió contársela en su día a un escritor francés, Prospero Merimee, que, conmovido,  la convirtió en novela, y conmovió a su vez al compositor también francés George Bizet, que la convirtió en una de las operas mas populares y representadas del mundo.

Pero la Carmen que nos trajo Salvador Távora en el AVE a Madrid y proyectó en el Ateneo nos descubrió una dimensión nueva, la de la primera fábrica exclusivamente de mujeres de España, esa Real Fábrica de Tabacos de Sevilla (hoy edificio universitario) cuyas 3000 trabajadoras prensaban los cigarros apretándolos contra el muslo. 3000 Mujeres con trabajo independiente en el alborear del 1800, toda una revolución. Mujeres que ya no aceptaban que ningún marido o padre decidiera su vida, libres para el amor, y libres para protagonizar la lucha contra el absolutismo de Fernando VII, en la que tuvieron un lugar destacado.

Nos trajo también un pedacito de Picasso, un Picasso del que conocemos su dimensión universal, pero del que Tavora nos enseño a reconocer sus raíces andaluzas. En su Picasso operístico, un coro de mujeres, al estilo de la tragedia griega, nos recordaba a cada poco que el genio admirado en todo el mundo nació en Málaga.

Salvador Távora amaba el teatro, y nos transmitía su pasión a todos los que tuvimos la suerte y la ocasión de escucharle. Pero no, nunca entendió el teatro académico y encerrado en normas, sino el teatro vivo, ese que nace de la pasión y de la sangre, ese que coge como temas la Tauromaquia y el flamenco en su dimensión profunda, que se expresa con caballos andaluces, que mezcla trompetas y tambores con coros griegos, el que se dirige a los obreros, a los vecinos del barrio, a las mujeres del pueblo. Y esa pasión le llevó a crear su compañía, La Cuadra, y en 2007, su propio teatro, el teatro que lleva su nombre, en su barrio, el Cerro del Aguila.

En su barrio empezó como soldador y estudiando por las noches siendo casi un niño, en la Sevilla de la pobreza de la posguerra en la que nunca faltan la guitarra y el cante aunque falte todo lo demás, en la que se respira, en palabras de Antonio Gala, “una inexplicable alegría de vivir”. Después fue torero, hasta que le cogió el mundo de la escena, y ya no pudo soltarle.

Se declaraba nacionalista andaluz, de ese nacionalismo popular que está enraizado en los cimientos que nos han forjado como país desde antiguo, el que hace al padre del andalucismo, Blas Infante, hablar “desde Andalucía, para España y la humanidad”. No en vano se tuvo que enfrentar al otro nacionalismo, al que no crece en nuestro suelo, que es trasplantado por oscuros intereses, cuando tuvo que poner pleito a la Generalitat de Cataluña porque le prohibieron sacar motivos taurinos en sus representaciones en Barcelona. Pleito que, por cierto, ganó.

No pudo ganar, en cambio, la batalla en su tierra contra las trabas institucionales que ahogaban su proyecto teatral independiente hasta que, finalmente, en 2014, su teatro quebró. Sólo pudieron salvarlo de ser embargado por los bancos porque los propios trabajadores de la Cuadra se constituyeron en cooperativa y pagaron las deudas con sus propios ahorros, cuando el ya no podía.

Esa batalla se cobró un precio muy alto, su salud.

Hoy estamos de luto, pero sabemos que Salvador debe estar en algún lugar encontrándose con Lorca, el Lebrijano, Picasso, Camarón, con tantos que llevaron el nombre y el duende de nuestra cultura por el mundo. Todos ellos tienen ya un lugar en nuestra memoria y nuestra historia, su legado forma parte de la viejísima sustancia que forja nuestras raíces. Hasta siempre, Salvador, te quedas con nosotros.

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