Balance contradictorio de la visita a China

El yin y el yang de Obama

En su primera visita a China, Obama buscaba avanzar en las condiciones necesarias para crear lo que su administración ha denominado un marco de «cooperación y confianza estratégica» entre la declinante superpotencia norteamericana y el emergente poder chino. Los resultados de la visita presentan un aspecto contradictorio. Es posible que asistamos en lo inmediato a un avance en la cooperación, pero es más problemático que tras el paso de Obama por Pekí­n se hayan dado pasos sustanciales en la confianza estratégica entre ambos.

Si or un lado Washington y Pekín han firmado la declaración conjunta más ambiciosa de su historia, por la cantidad de cuestiones y proyectos de cooperación que abarca; por el otro, con respecto a cuestiones sustanciales, los intereses de EEUU y China son tan claramente opuestos que no resulta fácil vislumbrar cómo los dos países pueden ser compañeros de viaje en un camino de largo recorrido. Los términos de la contradicción en ambas partes están claramente definidos. Desde el establecimiento de las relaciones bilaterales tras la histórica visita de Nixon a China en 1972 y durante toda la guerra fría, cuando China era todavía un país relativamente atrasado y la amenaza común que ambos enfrentaban era el agresivo expansionismo soviético, fue posible para los dos países dejar de lado las diferencias y concentrarse en los intereses comunes. Sin embargo, tras la desaparición de la URSS, el péndulo de la política norteamericana hacia China ha oscilado continuamente entre la contención y el compromiso, entre la asociación estratégica y la rivalidad estratégica. Pero la agudización del declive yanqui y el rápido ascenso de China obligan a poner fin cuanto antes a esta ambigüedad. Como se ha puesto de manifiesto estas últimas dos décadas, soslayarla sólo conduce a acelerar el declive propio y la emergencia de otros. La tarea pendiente para Obama, por tanto, es establecer con claridad los términos en que Washington debe definir sus relaciones con Pekín. Antes que nada, delimitar en qué medida y en qué áreas la emergencia de China representa un reto fundamental para los intereses de EEUU. Y formular en consecuencia una política que establezca cómo fortalecer la cooperación en aquello en que los dos países tienen intereses comunes y cómo manejar los conflictos en aquellas en que están enfrentados. En otras palabras, gestionar su ocaso imperial de forma que no se produzca un colapso súbito o excesivamente acelerado sino un “aterrizaje” suave a través del cual conservar en todo aquello que pueda su supremacía. Esto, que se dice rápidamente, plantea sin embargo un grave dilema para EEUU. Históricamente, el surgimiento de las grandes potencias normalmente se ha visto acompañada de periodos de transición del poder mundial que por regla general rara vez ha sido pacífico. Y aunque Pekín no cesa de tranquilizar al mundo, a EEUU en particular, que sus intenciones son pacíficas –y no hay razones objetivas para dudar de ello–, el problema es que su emergencia global plantea en su desarrollo tal desafío a la hegemonía norteamericana, que Washington está obligado, de grado o por fuerza, a hacerle frente y contenerla de algún modo so riesgo de que su orden mundial se desvanezca de una forma y a un ritmo incompatibles con sus intereses estratégicos. La espinosa cuestión militar Uno de los problemas centrales, si no el central, de las relaciones entre EEUU y China lo constituye el espinoso problema del balance del poder militar. Es inevitable que en paralelo con su desarrollo económico y el crecimiento de su influencia política y diplomática, China modernice sus fuerzas armadas para convertirse también en una potencia militar en el futuro inmediato. Esto es algo que no sólo forma parte de la lógica de las cosas, sino que es también la voluntad y el proyecto claramente establecido por los dirigentes chinos. Hechos como el inicio de la construcción de una flota oceánica basada en modernos portaaviones, el impulso dado por Pekín a la carrera espacial con el objetivo declarado de enviar en la próxima década una misión tripulada a la luna con tecnología exclusivamente china o el reciente y exitoso ensayo de la destrucción de un viejo satélite en órbita con un misil lanzado desde tierra así lo confirman. Pero esta realidad choca frontalmente con la vieja doctrina hegemonista acerca de que cualquier otro poder militar potencial debe ser sometido antes de que se desarrolle plenamente, doctrina cuyo centro nuclear reside en el Pentágono y el complejo militar industrial, pero que constituye uno de los más sólidos imperativos estratégicos en que se basa la existencia y la supremacía de la superpotencia yanqui como tal. Y es en torno a esta cuestión donde es previsible que tiendan a concentrarse las contradicciones entre EEUU y China en los próximos años. No de una forma directa, pero sí indirectamente, cada vez más los roces y conflictos van a tener como telón de fondo el problema, decisivo e irresuelto, del balance del poder militar entre Washington y Pekín, aunque, por el momento, se revistan de formas políticas, diplomáticas y económicas. Dado su creciente poderío económica, China puede transigir coyunturalmente con las medidas proteccionistas tomadas por Obama o seguir financiando su gigantesca deuda mientras elabora una estrategia de largo plazo para ir sustituyendo progresivamente el actual sistema monetario internacional con el dólar como núcleo por otro nuevo. El tiempo juega a su favor, los dirigentes chinos lo saben y no tienen prisa. Por ello pueden negociar, ceder y consensuar en este terreno. Por su parte, EEUU puede alternativamente pisar a fondo o levantar el pie del acelerador en las cuestiones del Tíbet, Xinjiang, Taiwán o los derechos humanos, dependiendo de sus intereses y la correlación de fuerzas en cada coyuntura. Sólo ellos disponen de esta capacidad de intervención en los asuntos internos de China (y además en algunos de sus flancos débiles) y pueden utilizarla efectivamente o simplemente blandirla como amenaza para sacar ventaja en las negociaciones. Pero en el terreno de las relaciones militares las cosas presentan un cariz mucho más complejo y espinoso. Pues ni Pekín va a renunciar a su desarrollo y modernización militar –incluido el convertirse en un actor principal en la carrera espacial–, ni Washington y el Pentágono pueden asistir impasibles a una emergencia de la proyección del poder militar global chino de dimensiones siquiera aproximadamente similares a la dimensión crecientemente global de su proyección económica y política. Pese al interés y la voluntad de los sectores mayoritarios de la clase dominante norteamericana y de los dirigentes chinos por buscar una alianza de tipo estratégica y evitar la confrontación directa, en este terreno, el terreno militar, empieza a dibujarse –no tal vez en lo inmediato, pero sí a medio plazo– una contradicción de carácter irresoluble, al menos mientras no se produzcan modificaciones sustancialmente relevantes en el marco del actual sistema de relaciones de poder mundial. Regreso accidentado Pero el problema para Obama es doble. No sólo tiene que librar una enrevesada partida de ajedrez con los dirigentes chinos, sino que también debe hacer frente, en lo interno, con los poderosos sectores de su propio país que empiezan a acusarle de practicar una suicida política de “apaciguamiento” con China. Lo agudo de la lucha que le espera a Obama en este segundo frente lo ha puesto de manifiesto el aluvión de críticas recibidas tras su visita. Y que no son sino un claro síntoma de la profunda división existente en el seno de la clase dominante norteamericana acerca de cómo gestionar su ocaso y, en particular, la forma de tratar la emergencia de China. En uno de los editoriales gráficos publicados esta semana por el influyente Washington Post se puede ver reflejado con precisión el clima de opinión cada vez más extendido en EEUU. En él, el Tío Sam aparece febrilmente abrazado a las piernas y besando con devoción los pies de sus “banqueros” chinos. La supuesta sumisión de Obama a Pekín se ha convertido poco menos que en un tópico difundido por gran parte de los medios de comunicación norteamericanos tras la visita.Incluso desde los ámbitos políticos y mediáticos más cercanos a su línea se le ha criticado que la condescendencia hacia los dirigentes chinos en asuntos como el Tibet, los derechos humanos o el anclaje del yuan al dólar, “puede haber convencido a Beijing de que será capaz de gestionar las relaciones con la administración Obama en su favor”. Un balance de la visita que viene a decir que, en los primeros movimientos de la partida, Obama ha permitido que Pekín haya ocupado casillas estratégicas del tablero. En el bando republicano, e incluso en una parte no desdeñable de los demócratas, sin embargo, las críticas han sido mucho más feroces. Se acusa directamente a Obama de afianzar “la percepción interior y exterior del presidente como el flautista de Hamelin de la retirada estadounidense en el mundo”, de abonar entre los aliados “una creciente convicción de que el presidente está dispuesto a anunciar la era de la retirada y la decadencia norteamericana” y de que, desde esa perspectiva, “pocos tendrán la tentación de unir su suerte con un líder débil, muchos se verán tentados a desafiarlo, y algunos tendrán éxito”. Llegando, en el extremo, a compararlo con Carter, bajo cuya administración, entre 1976 y 1980, EEUU llegó a perder en sólo 4 años más terreno frente a su rival hegemonista de entonces –la URSS– que en las dos décadas anteriores. Independientemente de la parte de verdad o no que tengan esas críticas, lo verdaderamente relevante es la dimensión y el calado que tienen, así como la extensión que empiezan a adquirir entre la opinión pública. Lo que indica que asistimos a los primeros síntomas de una implacable agudización de las fracturas en las elites de poder. Gestionar con éxito el ocaso imperial al tiempo que se frena la emergencia de los rivales, y en primer lugar de China, exige no sólo establecer una línea correcta, sino también la capacidad de mantener las filas lo suficientemente compactas para poder desplegarla con éxito. Con respecto a lo primero todavía es pronto para saber si la línea de Obama es la adecuada. Pero es en el segundo frente donde empiezan a advertirse demasiadas grietas, demasiado profundas y demasiado rápidas.

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