Ruisagate

El verdadero origen del ‘Rusiagate’ no está en Moscú… sino en Washington

Estamos ante una lucha a muerte entre las dos fracciones en que está dividida la clase dominante norteamericana

La macrocausa judicial sobre el «Rusiagate» -la “trama rusa”, la investigación sobre si existió un vínculo entre Rusia y el entorno del entonces candidato presidencial Donald Trump durante la campaña electoral de 2016- parece estar cercana a su desenlace 22 meses después. La mitad de los círculos de poder de Washington aguardan ansiosos las conclusiones del fiscal especial Robert S. Mueller. La otra mitad las temen. 

En torno al Rusiagate no solo está en juego determinar hasta qué punto pudo el Kremlin influir en el resultado que llevó a Trump a la Casa Blanca. Lo que realmente está detrás de esta batalla es la aguda pugna entre las dos fracciones de la clase dominante norteamericana, enfrentadas entre sí por imponer su línea en la gestión de una superpotencia en declive.

La inteligencia de Washington y el FBI ya hicieron públicas hace más de un año sus evidencias de que Rusia maniobró en las elecciones presidenciales estadounidenses en 2016 con el objetivo de denigrar a la entonces candidata demócrata Hillary Clinton y favorecer la elección del republicano Donald Trump. Entre las maquinaciones del Kremlin estuvo el hackeo de las redes informáticas del Partido Demócrata y de la cuenta de correo privada de Hillary Clinton, y la publicación, a través de Wikileaks, de decenas de miles de correos electrónicos.

Pero lo más grave eran los indicios de que varios estrechos colaboradores del ahora inquilino de la Casa Blanca, Donald Trump, actuaron en connivencia y complicidad con la trama rusa. Las investigaciones de Mueller han revelado que el equipo del neoyorquino conoció por primera vez que los rusos planeaban arrojar basura sobre Clinton en abril de 2016, antes de que los demócratas supieran que habían sido hackeados. Varios miembros del entorno de Trump -entre ellos su propio hijo, Donald Trump Jr, o su yerno, Jared Kushner- se reunieron con enviados de Moscú antes, durante y después de la campaña e incluso en el periodo anterior a la toma de posesión de Trump.

La montaña de evidencias es gigantesca, y perfilan cómo los núcleos de poder de Washington que auparon a Donald Trump a la Casa Blanca -no solo su equipo, sino sectores de la inteligencia norteamericana o de los grandes negocios de Wall Street- actuaron en colusión con el Kremlin para llevar a la presidencia de EEUU a un candidato que significaba un giro de 180º respecto a la línea mantenida por Obama. 

Ese es el verdadero trasfondo de la trama rusa. No estamos ante una película de espías ni ante la subrepticia e inadvertida influencia de una potencia como Rusia en los destinos del país más poderoso del mundo. Estamos ante una lucha a muerte entre las dos fracciones en que está dividida la clase dominante norteamericana.

La fase de acelerado declive imperial en la que ha entrado EEUU ha agudizado aún más la división en la clase dominante yanqui y en el establisment político y mediático respecto a cómo hacer frente a esta situación. Una lucha interna dentro de la clase dominante norteamericana por imponer una u otra línea de gestión de la superpotencia que ha dado un salto cualitativo, pasando de darse entre sus representantes políticos -republicanos vs. demócratas- a librarse en las mismas entrañas de sus más fundamentales aparatos de poder, como son los servicios de inteligencia, el FBI o el Departamento de Justicia.

Una aguda pugna que no solo se expresa en el Rusiagate, sino en multitud de batallas que se vienen dando en los últimos meses en EEUU. Desde las recientes elecciones legislativas -en las que los demócratas han recuperado el control de la Cámara de representantes- al último y prolongado cierre administrativo, que ha sumido a las administraciones federales de EEUU en una semiparálisis. 

Un enfrentamiento en el seno de la burguesía monopolista yanqui que debilita a la superpotencia y que potencia su ya marcado declive.

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