Especial 20N

El terror y la construcción del nuevo régimen

Entre 1939 y 1945 «perí­odo más duro de la represión y el terror», a los más de 300.000 exiliados se le sumarán otros 300.000 presos polí­ticos y un número indeterminado (pero nunca menor a los 30.000) de ejecutados legal e ilegalmente. En 1939 se promulga la Ley de responsabilidades polí­ticas, en 1940 la de Represión de la Masonerí­a y el Comunismo, en 1941 la de Seguridad del Estado. La combinación de estas tres leyes represivas constituyó un auténtico Código de represión fascista que daba carta blanca al ejército, policí­a y guardia civil y a las escuadras de pistoleros falangistas para liquidar y exterminar cualquier vestigio de oposición al nuevo régimen.

De la misma forma que ha sido imposible reconstruir con precisión el número de muertos que hubo durante la guerra civil, tampoco de la cruel represión que le siguió durante 10 años ha sido posible hasta la fecha determinar el número de asesinados por el régimen franquista. Los historiadores que se han ocupado de ello, dependiendo de su mayor o menor simpatía con el régimen, dan unas cifras que oscilan entre un mínimo de 28.000 y un máximo de 200.000. Se sabe por la memorias del conde Ciano (ministro de Asuntos Exteriores de Mussolini) que sólo en las 2 semanas que duró su visita a España a mediados de 1939 había 10.000 republicanos presos esperando su ejecución.

Nada más concluir la guerra, una ola de terror –encarcelamientos, torturas, asesinatos, aplicación de la ley de fugas– se abatió sobre los españoles, produciendo millares de víctimas. No había justicia ni ley que amparase a los republicanos, socialistas, anarquistas o comunistas: en las cárceles se sucedían a diario las “sacas”, que llevaban al paredón de las ejecuciones a centenares de personas. Cuando los falangistas decidieron llevar el cadáver de José Antonio a Madrid en hombros, por cada cárcel que pasaban a lo largo de los más de 400 kilómetros de distancia, elegían al azar a una parte de los presos republicanos –independientemente de lo que se les acusara– para fusilarlos como venganza por la muerte de su líder. En los pueblos de toda España, las fosas comunes que ahora empiezan a excavarse son la mejor muestra de la feroz represión que se abatió sobre nuestro pueblo. Jefes de la falange y caciques locales decidían, sin necesidad de juicio alguno, quién debía ser ejecutado, cuándo y cómo. Decenas de miles de combatientes del Ejército republicano fueron recluidos en campos de concentración y plazas de toros, hacinados como el ganado, a la intemperie, sometidos a un trato inhumano, condenados al hambre y a la muerte. Con la ocupación alemana de Francia, el embajador franquista en París creó un comité de enlace con la Gestapo con el objetivo de suministrarle listas de eminentes exiliados republicanos en la Europa ocupada. Una vez detenidos, eran entregados a España donde se les fusilaba inmediatamente.

Entre 1939 y 1941 se promulgaron leyes específicas para la represión, se crearon tribunales militares, juicios sumarísimos, la brigada político-social,… Un conjunto de leyes y fuerzas especiales de represión cuyo objetivo fue, durante los primeros años de postguerra, la eliminación física o el encarcelamiento de cualquier persona sospechosa de haber colaborado con las fuerzas del bando republicano. La ola de represión que siguió a la conclusión de la guerra fue tan brutal y desmedida que instaló en la conciencia de varias generaciones de españoles un miedo que duraría varias décadas.

Mientras la represión se llevaba a cabo como una tarea específica, autónoma y sistemática, se iban reconstruyendo los aparatos del Estado y sentando los fundamentos del nuevo régimen de dominio oligárquico.

Políticamente, el Movimiento Nacional –una amalgama de las fuerzas políticas (Falange, carlistas, tradicionalistas, monárquicos,…) que apoyaron el alzamiento militar, unificadas por decreto en un único “movimiento”– se convirtió en la única fuerza política permitida. Al Movimiento estaban obligados a pertenecer desde los ministros hasta los altos funcionarios del Estado, alcaldes o concejales. Su jefe supremo era Franco y su Consejo Nacional controlaba desde la prensa oficial hasta la Organización Sindical (los “Sindicatos verticales”) creados en 1940.

En lo político, el Movimiento Nacional –hegemonizado por la Falange– se convierte, por un lado, en la columna vertebral del Régimen gracias a su control sobre la prensa y la radio oficial y los sindicatos verticales y, por otro, en el aparato de encuadramiento de las masas a través de organizaciones como el Frente de Juventudes, la Sección Femenina o el Sindicato de Estudiantes Universitarios. Al mismo tiempo, a través de nuevos organismo como el Consejo Superior del Ejército, el Consejo de Estado, el Consejo de Economía Nacional o el Instituto Nacional de Industria se sientan las bases del nuevo Estado. En torno a ellos ejercerán su influencia sobre el régimen y dirimirán sus disputas –bajo el papel arbitral supremo de Franco, jefe del Estado, de gobierno, del Movimiento y de las Fuerzas Armadas– las distintas familias y clanes oligárquicos.

Dentro del Movimiento Nacional, la fuerza hegemónica era, sin duda, la Falange, que llegó a contar con 650.000 militantes en 1940. Las organizaciones creadas por la Falange –la Sección Femenina, el Frente de Juventudes, el SEU,…– eran los encargados del encuadramiento de las masas, la imposición de la disciplina y la educación en los valores ideológicos del Movimiento.

Pero pese a esta posición hegemónica de la Falange, sería erróneo creer que el régimen franquista era algo monolítico.

Junto a los falangistas –y en oposición a ellos– estaban, por un lado, los carlistas que, pese a su descabezamiento con el destierro de su máximo dirigente e ideólogo Fal Conde, seguían manteniendo una importante presencia en Navarra y en ciertos ambientes de la aristocracia e intereses propios de restauración de una monarquía tradicionalista. Por otro, los monárquicos “alfonsinos”, partidarios de la restauración de los Borbones, con especial fuerza entre los altos mandos del ejército, de la aristocracia terrateniente y cortesana e importantes círculos financieros. Por el otro los “nacional-católicos”, estrechamente vinculados a la jerarquía eclesiástica y con fuerte influencia entre los terratenientes cerealistas y entre el pequeño y mediano campesinado de amplias zonas rurales del país, que a partir de 1945, con la derrota de las potencias del Eje, empezarían a desplazar a la Falange como fuerza dirigente del régimen hasta el inicio del período del desarrollismo en 1959.

Los choques y conflictos entre los intereses particulares de estos distintos sectores fueron continuos. Entre 1939 y 1945 hubo varios intentos de conspiración de generales monárquicos para restaurar la monarquía borbónica. Una conspiración falangista para acabar con la influencia del carlismo. Y hasta un intento de un general falangista (el jefe de la División Azul, Muñoz Grandes), para, en connivencia con Hitler, arrinconar a Franco como jefe nominal del Estado pero limitando su poder efectivo. Contra la visión simplista de un Franco mediocre políticamente y sólo capaz de entender el lenguaje de la fuerza, lo cierto es que cada uno de sus gobiernos constituía un complejo equilibrio entre las distintas familias políticas del Régimen, equilibrio que Franco –en su condición de árbitro supremo– iba modificando según el desarrollo de la correlación de fuerzas interna y los objetivos políticos que cada período y coyuntura (internacional o nacional) imponía a la dictadura.

Al mismo tiempo que el desarrollo de estas contradicciones iba perfilando el Régimen franquista, durante esta primera etapa se abordó la tarea de reconstrucción del Estado, que tras el 18 de julio de 1936 prácticamente había desaparecido. Mientras que la influencia de los clanes y familias oligárquicas en el desarrollo del régimen fue siempre indirecta, en la reconstrucción del Estado, sin embargo, ejercieron desde el principio una influencia directa. En el Consejo Superior del Ejercito –posiblemente, el único organismo capaz de hablar de tú a tú con Franco– a través de los históricos vínculos de los generales y jefes del Estado Mayor con los principales círculos oligárquicos y aristocráticos. En el Consejo de Estado, participando directamente. En el Consejo Nacional de Economía o el INI colocando directamente a sus gestores y economistas.

En última instancia, la fusión de la oligarquía con el Estado bajo el régimen franquista, llegó a tal extremo que el papel fundamental del Estado quedó reducido a arbitrar, regularizar y fortalecer los intereses de los distintos grupos financieros y monopolistas.

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