Se produjo un espejismo el lunes por la mañana: espoleada por la inyección de 100.000 millones a la banca española, la bolsa subió eufóricamente a primera hora. Y la obsesiva prima de riesgo se tomó una tila de litro.
Relajada, la España oficial que se resiste a pronunciar la palabra rescate creía estar en el oasis. Al filo de la una del mediodía, vino la tormenta de arena. Se desinfló la demanda de bonos españoles. Diferencial de la deuda de nuevo por encima de los quinientos puntos y súbito enfriamiento de los valores bursátiles. No hay milagro. Al menos por ahora.
El horizonte no está despejado y tardará en estarlo (en el mejor de los casos). Una crisis financiera no es un partido de fútbol por mucho que todos los órdenes de la vida se empeñen actualmente en ser narrados como un acontecimiento deportivo. La avería del euro es muy seria. Las elecciones griegas del próximo domingo siguen transportando muchísima incertidumbre. Italia no ha mejorado tanto como sus élites –verdaderamente hábiles en el arte escenográfico– han conseguido aparentar. El agujero de Bankia es enorme y llevará tiempo construir el sarcófago que tapone su radiactividad, así en Madrid como en las demás ciudades irradiadas. La letra pequeña del rescate aún no está redactada y hasta que no se firme el contrato para el préstamo de 100.000 millones al Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB) no se conocerá el alcance exacto de las contrapartidas exigidas. Habrá exigencias de renovado rigor y control –no de recortes draconianos como en Grecia y Portugal–, como a lo largo del día de ayer recordaron desde Bruselas (Joaquín Almunia, con especial énfasis). El círculo vicioso que conecta el riesgo bancario con la deuda soberana no se ha roto. Y España padece algo más que una crisis económica.