El peligro de la antipolítica

De unos años a esta parte, al ciudadano que se esfuerce en tratar de entender los entresijos de la vida política de nuestro país le costará entender algo entre tanto griterío, entre tanto trasto a la cabeza, entre tanta gresca permanente. Lo normal, lo estadísticamente más probable, es que acabe desistiendo. Que acabe coincidiendo con esa máxima tan manida de «todos los políticos son iguales» y que deje de buscar comprender, y mucho menos tratar de intervenir activamente, en los asuntos de los que depende el destino colectivo e individual.

Cuando esto pasa, triunfa la antipolítica. Y quien sale ganando -siempre- son quienes manejan ya los hilos de la política en nuestro país, las auténticas clases dominantes: las oligarquías financieras, españolas o extranjeras.

Cuando esto pasa, triunfa la antipolítica. Y no es casualidad que ocurra. Si ante una situación tan grave como la actual, los debates en el Parlamento -o las noticias que nos llegan de ellos, o las tertulias de televisión- versan muy mucho sobre el reparto de las culpas o de los cadáveres, de la ristra de casos de corrupción, de Franco y el Rey, de la ultraderecha y el procés, del “y tú más”… y muy poco sobre las condiciones de vida de la gente, del paro y los ERES, de la precariedad y los recortes, de la sanidad y la educación, de los problemas de los jubilados y los estudiantes, de los currelas y las amas de casa, de los barrios obreros o de la España Vaciada, y de qué alternativa para salir de la crisis en beneficio de las clases populares, lo normal es que la gente desconecte.

La antipolítica triunfa cada vez que alguien dice «todos son iguales», y un silencio le otorga razón a ese axioma reaccionario y joseantoniano. 

No, no es verdad. No, no es cierto. Ni todos los partidos defienden los mismos intereses, ni todos sus cuadros son lo mismo. 

Para que triunfe la política, otra política, se debe desarrollar y ampliar la democracia. La democracia de verdad. 

Que triunfe otra política. Exigiendo que los representantes públicos sean exactamente eso, y que «manden obedeciendo». Que tengan que responder periódicamente -no cada cuatro años, sino cada pocos meses- ante sus electores por el programa o la línea política por la que se les ha votado. Que se organicen asambleas de electores ante las que los cargos públicos reciban, según su desempeño, loas, sugerencias, críticas o reproches. Y con poder de revocarles inmediatamente si incumplen o traicionan a sus representados. 

Que triunfe otra política. Exigiendo que los temas importantes, en los que se deciden cuestiones que atañen a la vida de la gente, tengan que someterse a referéndums y plebiscitos, y no de carácter simbólico o consultivo, sino vinculante. Precedidos siempre por un amplio periodo de debate público para que todas las opciones puedan ser comprendidas y examinadas, defendidas o criticadas. Para que la gente tenga capacidad de elegir y decidir, con conciencia y conocimiento del camino que se toma.

Que triunfe otra política. Exigiendo que se cambien las leyes para que muchas más opciones políticas, también las minoritarias, puedan estar representadas en parlamentos y ayuntamientos. Eliminando trabas como la de una ley electoral que beneficia a los grandes partidos o a los reyes de taifa nacionalistas y que distorsiona la voluntad popular. Y que pone antidemocráticas trabas a la hora de poder presentarse a unos comicios o para conseguir representación, como el umbral del 3% de los votos en una circunscripción.

¿Qué ocurriría si triunfara otra política, si se pudieran abrir paso las exigencias de las clases populares? ¿Que ocurriría si millones de gargantas gritaran un gigantesco “¡y de lo nuestro, ¿QUÉ?!” en las calles y en las urnas? ¿Que ocurriría si los trabajadores y el pueblo se hicieran conscientes de sus intereses, de los planes de sus enemigos y de las alternativas para derrotarlos?

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