La relación entre el arte y el poder VIII

El Imperio español y el Siglo de Oro

En los momentos de máxima decadencia del imperio es justamente cuando el genio artí­stico y creador español va a dar lo mejor de sí­ mismo

Tal y como dijimos en la anterior entrega del serial, de la misma forma que los Estados absolutistas fueron, en palabras de Marx, “el laboratorio en que se mezclaban y amasaban los varios elementos de la sociedad”, el arte barroco fue también, al mismo tiempo, un laboratorio artístico donde, tomando como base la herencia renacentista inmediatamente anterior, pero en clara ruptura con el manierismo en que había concluido en la segunda mitad del siglo XVI, se mezclarán lo rural y lo urbano, lo aristocrático y lo burgués, lo elitista y lo popular, lo divino y lo secular, lo católico y lo protestante. Contribuyendo así, en tanto que arte de contradicción y síntesis, a amasar la unidad cultural de toda la época.

Aunque el barroco tiene su origen en Italia, su epicentro indiscutible se situará en la España de los Austrias menores, a lo largo de todo el sigo XVII. Lo que plantea una paradoja histórica: es precisamente en el momento en que se inicia ya la plena decadencia de España –que alcanzará un ritmo vertiginoso y acelerado, década a década, a partir de Felipe III– cuando la creación artística española adquiere su máximo esplendor en el denominado Siglo de Oro.

Paradoja que, si ampliamos el foco geográfico y temporal, plantea una interrogante cuya respuesta no es sencilla. Para los lectores que hayan seguido el serial desde sus inicios, no será difícil observar cómo cada uno de los momentos cumbres de las grandes corrientes artísticas que suponen rupturas y avances históricos de carácter universal en el arte –tanto formales como conceptuales, teóricos y prácticos– que hemos analizado hasta ahora se corresponden con la aparición de grandes centros de poder político, militar, económico,… que parecen reproducirse y trasladarse también al terreno artístico y cultural. «En apenas 60 años, la España imperial se transforma en una potencia decadente cuyos despojos se disputan todos»

Sin embargo, si descendemos más al detalle podemos comprobar cómo la gran eclosión artística que se produce en estos centros de poder suele suceder, en general, cuando estas sociedades (y las clases dominantes que han impulsado su desarrollo) han iniciado ya el camino de su decadencia o están en franco declive.

Así ocurre con Atenas, donde el siglo de Pericles que representa el máximo apogeo del arte y la cultura de la Grecia clásica se desarrolla ya en un claro período de declive ateniense que concluirá tras las guerras del Peloponeso en el abrupto fin de su hegemonía.

Lo hemos vuelto a ver en el nacimiento del gótico, que surge justamente en el momento en que el orden feudal imperante en la Alta Edad Media ha empezado a desmoronarse por todas partes.

Y lo volvimos a comprobar en el Renacimiento, cuyo momento de suprema altura artística entre la segunda mitad del siglo XV y los comienzos del XVI coincide con el agotamiento económico, político y social de la burguesía florentina.

Pero si hay un caso donde la contradicción entre decadencia político-económica y esplendor artístico-cultural alcanza su máxima expresión, éste es el del Imperio español y el Siglo de Oro.

No es ahora el momento de entrar a reflexionar sobre esta aparente disfunción temporal entre los aspectos materiales y espirituales de una sociedades originariamente expansivas y posteriormente cada vez más retraídas sobre sí mismas. Todo apunta a que el mismo desarrollo del serial nos obligará a plantearnos esta cuestión como una de sus conclusiones fuertes.

La decadencia del Imperio

El Imperio español –cuyos cimientos más sólidos se asientan en el reinado de los Reyes Católicos, se dilapidan durante el reinado de Carlos I y se agotan durante Felipe II–, llega al tránsito entre los siglos XVI y XVII con síntomas inequívocos de desfallecimiento y declive.

Felipe II hereda un inmenso imperio, pero también una Hacienda quebrada y exhausta por la errática política exterior de su padre, Carlos I, en el continente europeo. Ni siquiera las fabulosas riquezas que llegan de América son suficientes para mantener una política imperial en el centro de Europa que consume todos los recursos, y más, de España.

A lo largo de su reinado, Felipe II se verá obligado a declararse tres veces en bancarrota, en 1557, 1575 y 1596, dos años antes de su muerte. Mientras la Hacienda real esquilma y consume tanto los recursos internos como la riqueza de América, banqueros alemanes, genoveses y de los Países Bajos se enriquecen sin cuento con préstamos usurarios que, a finales del siglo XVI, llegan a alcanzar unos intereses del 25%. «Estamos hablando de gente con unas mentes muy poderosas y que intentan decir la verdad»

Todo este derroche permitirá asentar durante este siglo la hegemonía política y militar española sobre Europa. Pero al mismo tiempo está excavando su propia tumba. Si Felipe II se ve obligado a declararse tres veces en bancarrota, sus sucesores (Felipe III, Felipe IV y Carlos II), cuyos reinados cubren todo el siglo XVII lo harán 8 veces. Es decir, prácticamente una suspensión de pagos cada década. Una sangría insostenible.

Inevitablemente, el hundimiento económico de la monarquía hispánica de los Austria no sólo arruina al país, sino que no tarda en trasladarse al terreno militar y político.

La derrota de Rocroi en 1643, que marca el final de la indiscutible superioridad de los Tercios españoles en Europa, es el punto de inflexión del fin de la hegemonía militar continental, que pasa a Francia.

La insurrección catalana de 1640, que acaba con la pérdida del Rosellón y la mitad de la Cerdaña y abre las puertas a la sublevación portuguesa que, instigada por franceses e ingleses, acabará en la ruptura de la unidad peninsular y la independencia de Portugal, supone un revés político de magnitud incalculable.

En los apenas 60 años que van de la unión peninsular a la batalla de Rocroi, España ha pasado de ser un imperio “en el que no se pone el sol” a una potencia decadente cuyos despojos empiezan a disputarse las nuevas potencias europeas emergentes: Francia, Inglaterra, Países Bajos,…

Posiblemente nadie como Quevedo va a saber describir esta nueva situación en dos sonetos que son expresión concentrada de la irreversible decadencia en que ha entrado el país. En Miré los muros dice:

“Miré los muros de la patria mía,

si un tiempo fuertes ya desmoronados

de la carrera de la edad cansados

por quien caduca ya su valentía (…)

Vencida de la edad sentí mi espada,

y no hallé cosa en que poner los ojos

que no fuese recuerdo de la muerte.”

Y en Advertencia a España vaticina el trágico final que sólo tardará unas décadas en empezar a materializarse:

“Y es más fácil, ¡oh España!, en muchos modos,

que lo que a todos le quitaste sola

te puedan a ti sola quitar todos”

Y sin embargo, es justamente en estos momentos de máxima decadencia, cuando se vislumbra no ya el fin del imperio, sino a una España camino de convertirse en los siguientes siglos en una marioneta en manos de las grandes potencias, cuando el genio artístico y creador español va a dar lo mejor de sí mismo, levantando el inmenso legado que conocemos como el Siglo de Oro español. Del que nos ocuparemos más extensamente en la próxima entrega.

Tertulia con Antonio López

El carácter del gran arte español

Subiéndote por encima de los conceptos, lo maravilloso de los grandes artistas españolas es que respetan sólo lo que hay que respetar. Y lo demás lo aparcan

En el verano del año 2001, el pintor Antonio López estuvo en el Ateneo Valencia XXI. En la tertulia, que se prolongó tras la cena hasta altas horas de la noche, Antonio López hizo una serie de comentarios y análisis sobre el arte, y en particular sobre la pintura española, que, además de por su propio contenido, tienen el valor de ser fruto de una prolongada, profunda y original reflexión de quien muchos consideran el mejor pintor español vivo.

“Hace unos días reflexionaba, mirando la reproducción de ‘El escriba sentado’ que tengo en el lugar que desayunamos mi mujer y yo, sobre el carácter del arte español, del gran arte español. «Los grandes artistas no calculan riesgos, les estimula vivir una aventura de riesgo»

Pensaba al mirarlo: ‘qué vivo está esto y qué poco vivas están muchas cosas que se han hecho ahora mismo’. Y ello me trajo a la cabeza la idea de cómo el arte español, con todas sus limitaciones, que las tiene, posee sin embargo una capacidad de acercamiento a los seres vivos como no lo tiene ningún arte desde la época antigua. Es decir, Goya, Zurbarán, Picasso en algunos momentos, Meléndez, algunos Ribera, Velázquez, Cervantes… Hay un desdén para el disimulo que le posibilita para afrontar la verdad con una simplicidad maravillosa.

Desdén por lo insustancial

Cuando ves la obra de Velázquez o Goya, cuando sientes lo que es Cervantes o el Lazarillo de Tormes entiendes lo maravilloso que es el acorde español y su aportación al arte universal. Porque además está hecho en la cuerda floja. Mientras el arte en otros países tiene como una estructura, un andamiaje para poderse realizar, en nuestro caso, sin embargo, son cosas sueltas, que han surgido en diferentes épocas y que parecen haber surgido como por milagro; pero que todas ellas juntas forman lo que es el gran arte español. Y tiene esas características, esa calidez, ese desdén por lo insustancial, por lo bonito, esa necesidad de esencialidad, ese amor al mundo, que se antepone a cualquier otro concepto estético, que me parece único.

Yo cada vez estoy más convencido de la necesidad de defender mucho lo español. Lo único malo es que no hay una fórmula. ¿Cómo se consigue eso, cómo han conseguido eso estos españoles? Pues sin darse cuenta. Pero el español tiene esa posibilidad. Porque piensas, el Lazarillo de Tormes podía haber desaparecido y se habría perdido esa mirada, porque no hay otro, no hay nada igual en el mundo de la literatura. El Quijote se escribió sin darle ninguna gran importancia. No se escribió como La Divina Comedia, pensando: allá va eso, os vais a quedar todos bizcos.

El arte español, por el contrario, tiene una cordialidad, una voluntad de acercamiento a lo que le rodea. El artista es una persona más. En la pintura de Goya notas que el artista es una persona como el modelo. Sin embargo, cuando ves a Ingress notas que él se considera un gran artista. Y yo pienso que lo grande de lo español está en la llaneza que puede tener a veces, unido, claro está, al talento.

Pero, cuando el español es grande tiene algo que no lo tienen los demás, que yo lo veo únicamente en el mundo antiguo, donde el artista casi desaparece, el artista no tiene voluntad de estar. En El escriba lo que importa es que tú veas a ese señor escribiendo. Y tú te dices que no está hecho copiando, pero al mismo tiempo tiene una capacidad de observación fascinante. Cómo están puestos los ojos del escriba, cómo están las manos. El escultor te quiere poner delante a la persona. Con un respeto, con una reverencia tan sentida, que cualquier concepto estético es una birria al lado de ese sentimiento. Ese es el verdadero arte para mí.

Un arte supremamente generoso

Cuando el español tiene esa altura, cuando la sociedad se lo permite, da algo que a mí me parece extraordinario. Por eso Picasso se los comió a todos. Porque tenía esa capacidad de acercamiento al mundo, en los buenos momentos. Es un arte que te acompaña mucho, te dice muchas cosas del mundo, te lo dice al nivel del contemplador. El artista no se coloca por arriba. En realidad, sí se coloca muy arriba, pero no lo quiere manifestar. Es muy alto, pero no lo manifiesta. Esto más que llaneza es generosidad. Yo pienso que el arte español bueno es un arte supremamente generoso. Porque corre el riesgo de no ser entendido, corre el riesgo de parecer poco refinado… Notas que el gran arte español corre muchos riesgos. Una gran parte de ese arte está ya muy asentado por la historia, pero en su momento yo estoy seguro que Goya no hubiera podido competir con los pintores franceses de su época. Le habrían ganado la partida de todas todas. Y Velázquez, en su época, habríamos visto si podía competir con Rafael.

Ocurre en todas las épocas históricas: hay un tipo de arte que parece mucho y luego pasa el tiempo, va quitándole capas, va quitándole maquillaje y dices, bueno ¿qué ha quedado aquí? Si esto desapareciera no se habría perdido nada. Es como el producto de la vanidad humana, de la vanidad culta, pero vanidad al fin y al cabo. «En un solo limón de Zurbarán está contenido todo el universo»

Cuando ves a Velázquez junto a Rubens y Van Dyck, comprendes que la sociedad se inclinara por los otros. A un ricacho de su época, Velázquez debía parecerle excesivamente seco. Porque una seda de Van Dyck es más seda que la propia seda. Y una seda de Velázquez no es más que una tela. Porque, ¿qué es si no una seda? Y esa es la gran maravilla. ¿Qué es un diamante? ¿Por qué va a ser más que una piedra? ¿Quién se ha creído eso?

Subiéndote por encima de los conceptos, lo maravilloso de los grandes artistas españolas es que respetan sólo lo que hay que respetar. Y lo demás lo aparcan. Y claro, lo que hay que respetar ocupa tanto espacio, que desdeñan muchísimas cosas. En un bodegón de Zurbarán faltan muchísimos detalles que sí están presentes en los grandes pintores europeos de su época, pero en un solo limón de Zurbarán está contenido todo el universo. Esa es la diferencia: una forma de acercamiento, una forma de trabajar que es absolutamente sagrada. Estamos hablando de gente con unas mentes muy poderosas y que intentan decir la verdad. Se sitúan en la zona de la veracidad. Las dos cosas juntas crean el gran arte, y eso es algo muy poco frecuente, porque la sociedad no ayuda a que haya muchos artistas así. Quiere ser engañada, distraída. Y frente a la ventaja inicial que saca el artista manipulador, estos grandes artistas no calculan riesgos, les estimula vivir una aventura de riesgo. Al ver sus cuadros notas que o lo hacían así o no lo podían hacer, tenían una condición que les obligaba a transitar por caminos que se atreven a transitar pocas personas.

El arte se hace para la sociedad. Según es la sociedad es un poco el tipo de artista que surge. Si la sociedad quiere escuchar la verdad, si necesita que le pongan un espejo lo más fiel posible, surgen enseguida un montón de espejos. Si la sociedad se resiste a que le pongan delante cómo es, cómo es su espíritu y su alma, surge enseguida un tipo de artista que le pone delante un espejo deformante, para que esté tranquila y contenta. Y de ahí sale un tipo de arte y de artista que puede ser extraordinario, que puede ejecutar a la perfección las técnicas del arte, pero notas que existe otro tipo de arte que necesita comunicar algo, desahogarse, que no quiere engañar, lo que, necesariamente, implica un compromiso y un sacrificio”.

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