El desastroso legado de Bush

El fin de toda una época

A George W. Bush y su lí­nea bien podrí­a adjudicársele aquello que el adivino Tiresias responde a Edipo: «no es Creonte tu desgracia, sino tú mismo». Su fracaso en Irak, al mostrar ante el mundo las debilidades de EEUU, marca el final de toda una época. La época de la post-Guerra Frí­a de la que salió EEUU, tras la implosión de la URSS, como la única superpotencia mundial. En lugar de aprovechar esta situación privilegiada, la lí­nea Bush no ha hecho sino acelerar de forma vertiginosa el declive estratégico de la superpotencia yanqui, hasta situarla en los umbrales de su ocaso imperial.

Al concluir abrutamente la Guerra Fría, EEUU, a pesar de su relativo declive económico, seguía siendo, con diferencia, la principal potencia económica del mundo, con un 30% del PIB mundial, más que la suma de las cuatro potencias que le seguían. Su supremacía militar –cuidada y mantenida como elemento estratégico clave por todas las presidencias habidas desde entonces, ya fueran demócratas o republicanas, halcones o palomas en política exterior– siguió siendo incontestable, al ser la única potencia capaz de desplegar su poderío militar en los cinco continentes, tener unos gastos militares anuales mayores que la suma de las 15 potencias que más invierten en armamento y representar el 50% de los gastos militares de todo el planeta. A pesar de las disputas y desavenencias con sus socios, EEUU salió de la Guerra Fría con el mayor y más cualitativo sistema de alianzas políticas, dominando las instituciones internacionales y manteniendo unas redes de intervención global que le permitían ser un jugador presente en prácticamente todas las áreas regionales importantes del mundo. Desde esa situación de privilegio, un sector de la clase dominante –políticamente representada por el tándem Clinton-Brzezinski– pone en marcha en los años 90 una línea de negociaciones tácticas con las potencias rivales, paso previo imprescindible para poder abordar una posterior negociación estratégica a través de la cual negociar y consensuar un nuevo orden mundial multipolar pero bajo el liderazgo y la supremacía yanqui. Una línea adecuada para gestionar su declive por medio de un aterrizaje suave y no traumático, cediendo una parte de su poder mundial a cambio de mantener sus intereses fundamentales. Un tipo de hegemonía consensuada con el resto de potencias mundiales. Balance de la era Bush Sin embargo, la irrupción de la línea agresiva, militarista y de expansión imperial de la fracción de la clase dominante yanqui representada por Bush ha llevado, con su aventurerismo, a quebrar la situación de preponderancia de la que salió EEUU de la Guerra Fría. Rompiendo la línea de negociación, cesiones y consenso de Clinton, la virulenta irrupción de la línea Bush buscaba proceder también a una nueva distribución del poder mundial, sólo que en este caso usando la fuerza militar –en la que EEUU mantiene una distancia sideral– como argumento supremo. La línea de hegemonía consensuada de Clinton dejó paso a la línea de hegemonía exclusiva de Bush, la negociación a la imposición, el consenso al sometimiento, las concesiones a la exigencia del vasallaje absoluto. Una apuesta de máximo riesgo, un auténtico órdago, de un sector de la burguesía norteamericana por enfrentar su declive estratégico cercando militarmente al principal rival potencial, China, para encuadrar por la fuerza su emergencia; imponiendo al resto una dictadura terrorista mundial donde quedaba prohibido cualquier proyecto de hegemonía, siquiera regional; y ampliando la brecha insalvable que separa en el terreno militar a EEUU del resto del mundo. Su catastrófico fracaso en Irak ha creado las condiciones para una aceleración vertiginosa de los cambios en la correlación de fuerzas a escala mundial. El estallido de la crisis financiera en Wall Street ha terminado por abrir las puertas de par en par a un período de transición necesariamente desordenado y caótico entre su ya imposible orden unipolar y el nuevo orden todavía por gestar. Un orden en gestación El factor principal que va a determinar el dibujo del nuevo orden que surja de esta transición será cuanto tiempo se prolongue y que profundidad alcance este ocaso imperial, duración y profundidad que a su vez dependen de cómo sepa gestionar EEUU, desde su posición hegemónica, tanto el ocaso imperial como la emergencia de los reinos combatientes. Para ello, EEUU dispone todavía, en su condición de única superpotencia, de las mejores cartas. No sólo cuenta consigo misma, sino con el conjunto del bloque bajo dominio norteamericano. Este bloque supone el 66,28% del PIB mundial, y el 73,61% del poder militar. Por contra, el conjunto de los países del BRIC suponen ahora sólo el 12,69% del PIB y el 10,03% del poder militar. Además, la estabilidad del dominio norteamericano en su bloque de influencia no es previsible que se altere en un futuro próximo, en los siguientes cinco o diez años. Por el contrario, la tendencia principal observable es a un cierre de filas con EEUU del conjunto de burguesías, tanto o más amenazadas que Washington por las potencias emergentes. Nada, sin embargo, está escrito. Disponer de las mejores bazas no significa necesariamente ganar la partida, si no sabes jugarlas adecuadamente. Y más en una situación en la que la alternativa de un “aterrizaje suave” de su hegemonía ha perdido una década. Y si en los años 90 estaba en unas condiciones óptimas para gestionarlo, 10 años después las condiciones –de debilidad suya y fortalecimiento de los demás– ya no son tan favorables.

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