Cumbre Obama-Medvedev

El factor incógnita

Tras las complejas y sensibles relaciones con Pekí­n, el segundo reto en orden de importancia al que se enfrenta la nueva diplomacia de Obama son las relaciones con Rusia. La razón principal para ello no está en su condición de antigua superpotencia, que hace apenas dos décadas le disputaba la hegemoní­a a EEUU.

Tamoco en su papel de superpotencia energética, capaz de influir de forma activa en la política europea. Tan siquiera en su vasto arsenal nuclear, que junto al de Washington concentra el 95% de las armas de destrucción masiva del planeta. Lo que otorga esa especial trascendencia a Moscú es el hecho de ser la única potencia emergente en disposición de alterar el proyecto de Obama de dirigir una transición no traumática desde un orden unipolar de hegemonía exclusiva yanqui hacia un orden multipolar de hegemonía norteamericana negociada y consensuada con los principales centros de poder mundial. Mientras las viejas potencias imperialistas (Europa y Japón) no pasan de ser en lo principal meros apéndices de Washington y las nuevas potencias emergentes (China, India, Brasil) están empeñadas en un ascenso de su peso en el mundo de una forma gradual y por una vía negociadora y pacífica, Rusia, por el contrario, aparece como uno de los grandes factores incógnita de la actual situación internacional. Desde la llegada de Putin y su equipo del KGB al Kremlin, la estrategia rusa ha estado dirigida por un doble objetivo. En el interior, un reforzamiento del poder del Estado, eliminando de raíz todos los intentos anteriores de Yeltsin por establecer un capitalismo de tipo liberal en la economía rusa e implantando un régimen político revestido de un creciente autoritarismo bajo la fachada aparente del régimen de libertades. En el exterior, por reactivar el papel de Moscú y redimensionar su peso como gran potencia en las relaciones internacionales y, en particular, por “poner orden” en lo que históricamente el Kremlin ha considerado como sus “patios traseros” (el Cáucaso, Asia Central) o sus “esferas de influencia” naturales (Ucrania, Bielorrusia, el Báltico,…) Con este objetivo, la Rusia de Putin y su sucesor Mevdedev se han embarcado en los últimos años en una escalada de conflictos que arrancó con las “guerras” políticas por el cambio de régimen en Ucrania, Georgia y Kirguizistán; siguió por las dos “guerras” energéticas con Europa Central y del Este y ha concluido, por el momento, en la guerra de agresión militar contra Georgia para defender sus protectorados de Abjasia y Osetia. A lo largo de los últimos 8 años, mientras las potencias imperialistas de segundo orden y los países emergentes han actuado en lo principal como factores de paz en el mundo, enfrentándose y conteniendo la agresiva línea militarista y de recurso a la fuerza de Bush, Rusia, por contra y pese a aparecer formalmente en el mismo frente de oposición que ellas, ha utilizado la agudización de la tensión internacional para redoblar la agresividad de su política exterior. A diferencia del resto de potencias emergentes, que buscan un marco internacional lo más estable y armonioso posible en que seguir adquiriendo peso económico y político, la Rusia de Putin ha adquirido el hábito de ganar peso a golpe de tensionamientos y conflictos, aunque sean en la escala reducida y local en la que Moscú puede embarcarse ahora mismo. Pero que no por eso resultan potencialmente menos peligrosos dado el inestable marco geopolítico en el que se desarrollan (Europa del Este, el Cáucaso, Asia Central). Revertir, o al menos frenar, esta tendencia de la Rusia de Putin a ganar peso e influencia a través del uso de la fuerza es uno de los objetivos claves de Obama para poder dirigir con éxito su proyecto. En este sentido, la pasada cumbre de Moscú ha sido sólo una primera “toma de temperatura” de la que era previsible que no salieran grandes resultados.

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