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El estallido social y la anarquí­a disolvente`

No se va a producir un asalto al Palacio de Invierno de los zares como en 1917 que es la imagen estereotipada del llamado estallido social. El registro de ese estallido es muy amplio en manifestaciones que la clase política encasilla en supuestos históricos de origen y características distintas e inadecuadas. Como los augurios del FMI hacen suponer que España acentuará su recesión y que el desempleo superará el 27%, es imprescindible que entendamos lo que ocurre porque el peor diagnóstico es el que Ortega describió: “Nos pasa que no sabemos los que nos pasa”. Felipe González sostuvo el pasado día 10 de abril que estaba seguro de que saldríamos de la crisis económica, pero observaba que la institucional “galopa hacia la anarquía disolvente”. ¿Excesivo?, ¿exagerado? Veamos datos.

El estallido social lo explicarían los siguientes datos extraídos del barómetro de la cadena SER hechos públicos el pasado lunes, elaborado por la empresa My Word: el 51% de los consultados está a favor de los escraches (sin violencia física) porque creen que los métodos de protesta convencional no tienen efecto; el 27% de los encuestados apuesta por participar en concentraciones no autorizadas y el 23% en actos de desobediencia civil, acciones todas ellas que estarían justificadas por la defensa de la sanidad pública, la educación o contra los recortes y la corrupción. Crece el número de ciudadanos que están dispuestos a enrolarse en una huelga general si se convocase: han pasado del 43% al 47% en apenas unos meses.

Estos datos parecen coherentes con estos otros: la Plataforma de Afectados por las Hipotecas tiene el respaldo del 75% de los encuestados; el movimiento 15-M, del 67% y del 65% los colectivos de suscriptores de preferentes, mientras que la denominada marea blanca contra la privatización sanitaria alcanza el 49% de apoyo. Como la gente sabe distinguir el grano de la paja, el aprecio a la católica Cáritas se dispara: el 73% aplaude su labor sin reserva alguna.

Entre tanto, los sindicatos se desploman porque sólo un 18% cree que su labor merece respaldo. Pero no sólo están hundidos los sindicatos: el 88% retira su confianza a los partidos que junto con los empresarios y los banqueros formarían en el imaginario colectivo una elite que defiende intereses minoritarios. Una mayoría (nada menos que el 87%) rechaza el bipartidismo y hasta un 57% piensa que la democracia funcionaria mejor sin los grandes partidos. Avanza el rechazo al sistema capitalista y de mercado (entre los consultados de izquierda, no así entre los de derecha) y, aunque se otorga mucho poder a estos últimos, son más (44%) los ciudadanos que piensan que el Gobierno podría emplearse contra ellos más de lo que lo hace. Y un apunte más sobre la valoración institucional: el 57% de los encuestados cree que la imputación a la infanta Cristina daña gravemente la imagen de la Corona hasta “cuestionar su propia supervivencia”.

Estos guarismos definen el estallido social -podrían barajarse otros, pero todos presentan enormes grados de coincidencia- que se traduce en una agresividad todavía controlada y en una inmensa desconfianza hacia el sistema político y sus gestores. Todo está puesto en cuestión y nada es ya intocable. Se han rebasado todas las paciencias y la sociedad reclama cambios y reformas profundas en el ámbito institucional y en el representativo, mientras el Gobierno y la oposición se limitan -al menos de momento- a las que imponen la Comisión Europea, el Banco Central y el FMI.

¿Por qué está sucediendo esto en España? Por la crisis. Pero no sólo. También por la destrucción de las clases medias que históricamente son las vertebradoras sociales. Jon Juaristi lo explicaba con su habitual lucidez en ABC (7 de abril): “Se está produciendo en España una radicalización de la clase media perceptible en dos fenómenos que solamente en la superficie parecen desconectados: el descrédito de la casta política y el auge de los nacionalismos. En realidad, la relación entre ambos es muy estrecha (…) allí donde existen plataformas políticas que permiten ejercer una oposición frontal al Estado, la clase media acude en masa a su convocatoria. Donde no las hay, se aleja de la política para denigrarla”.

El malestar, la indignación y el estallido se alimentan de políticas populistas que migran a la demagogia. El ejemplo más acabado es la forma en que la Junta de Andalucía ha abordado las medidas paliativas a los desahucios (fórmula que fracasará), la comprensión con escraches que rebasan con mucho lo tolerable y se adentran en la coacción (son falsos los paralelismos con el nazismo o la kale borroka), la permisividad de concentraciones que vejan a las personas a la entrada o salida de los juzgados en procedimientos en curso, o iniciativas como las de rodear el Congreso, y, en definitiva, lo que Ignacio Camacho -uno de las analistas más perspicaces de la realidad española- califica de “nueva justicia para tricoteuses” que le parece -y lo comparto- “el último paso, por el momento, de una trivialización populista de la democracia que la clase política ha consentido agobiada por el complejo de culpa ante sus propios errores y atemorizada por la pérdida de iniciativa que ha provocado su falta de pulso”. La combinación de crisis económica y mala conciencia política lleva directamente a la antipolítica, especialmente estéril porque paraliza la acción reformista.

El aviso al Gobierno -además del que le remitió Felipe González- ha salido de FAES en unos términos tan claros como estos (nota editorial del nº 38 de Cuadernos de Pensamiento Político): “Cualquier partido político, y más si es el partido del Gobierno, necesita elaborar un mensaje central con el que explicar sus posiciones. En ocasiones las circunstancias en las que se realiza esa tarea son muy adversas y ese mensaje es muy difícil de componer y difícil de hacer llegar a la opinión pública. Este es el caso actualmente de España, donde la política se ha de hacer en mitad de un ruido inducido y alentado por algunos interesados en que las razones y los proyectos se pierdan en un fondo de algarada, que por nacer de una supuesta justa indignación está exenta -al parecer- de respetar los límites y atenerse a las normas.” Aunque pueda ser paradójico, la fundación del PP coincide con Felipe González: ¿anarquía disolvente? Tal vez.

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